ACERCA DE DISCREPANCIAS BIBLICAS
Al comparar las Escrituras del Antiguo
y el Nuevo Testamento, así como al examinar las declaraciones de los
diversos escritores de uno y otro Testamento, a veces atrae la
atención del lector alguna declaración que parece hallarse en pugna
con otras que existen en otros libros o pasajes. En ocasiones,
diversos pasajes de un mismo libro presentan alguna inconsecuencia;
más común, sin embargo, es hallar discrepancias entre varios
escritores, las que más de una vez ciertas críticos se han apresurado
a declarar irreconciliables. Estas discrepancias se hallan en las
tablas genealógicas y en diversas declaraciones numéricas, históricas,
doctrinales, éticas y proféticas. Incumbe al intérprete examinarlas
con tanta paciencia como esmero; no debe desconocer ninguna dificultad
sino que debe ser capaz de dar una explicación de las aparentes
inconsistencias y esto no mediante afirmaciones o negaciones
dogmáticas sino por medio de métodos racionales de procedimiento. Si
tropieza con alguna discrepancia o contradicción que él no es capaz
de explicar, no tiene por qué vacilar en confesarlo. Del hecho de que
él sea incapaz de resolver el problema no se sigue que éste sea
insoluble. La carencia de suficientes datos a veces ha hecho
infructuosos los esfuerzos de los exegetas más eruditos. (x) (a) N.
del T.
Esos datos suelen irse descubriendo en el transcurso de los
siglos, mediante descubrimientos arqueológicos, etc.
Una gran parte de las
discrepancias son atribuibles a una o más de las siguientes
causas:
a). Errores de copistas de manuscritos. b) Variedad de nombres
aplicados a una misma persona o lugar. c). Distintos métodos,
en diversos escritores, de calcular ciertas extensiones de tiempo o las
estaciones del año. d). Diversas posiciones históricas o
locales,
ocupadas por diversos escritores. e). El objeto especial y
plan de
cada libro particular.
Las variantes no son contradicciones y muchas
variantes esenciales tienen su origen en diversos métodos adoptados
para arreglar una serie particular de hechos (x). N. del
T.‑En el
alfabeto hebreo hay letras más parecidas entre sí, aun impresas, que
lo que muestra es manuscrita se parece a la e, o la n a la u. Y esas
letras son, también, numerales.
Las peculiaridades del
pensamiento y el lenguaje oriental a menudo envuelven aparentes
extravagancias en las declaraciones así como inexactitudes en el uso
de palabras, cosas de tal naturaleza que provocan la crítica de los
menos líricos escritores de Occidente. Y no es más que justo agregar
que no pocas de las pretendidas contradicciones bíblicas, sólo
existen en la imaginación de escritores escépticos y deben atribuirse
a la maleficencia de críticos capciosos.
Es fácil comprender que en el curso de
los siglos numerosos errores pequeños y aun discrepancias, puedan
haberse introducido en el texto por la falta de infalibilidad de los
copistas. A esta causa se atribuyen muchas de las variantes
ortográficas o numéricas. El, hábito de expresar números con letras,
algunas de las cuales son sumamente parecidas unas a otras, ha podido
dar lugar a discrepancias (xx).
Estas son cosas que aun el lector superficial las nota hasta en las
noticias que a diario traen los periódicos.
A
veces la omisión de una letra o de una palabra, cosa que pudo ocurrir
antes que existiera la imprenta, ocasiona una dificultad que hoy no
hay modo de remediar sino mediante conjeturas.
La comparación de tablas
genealógicas exhibe discrepancias en nombres y números, cosa
explicable al pensar en el inmenso número de veces que han sido
copiadas a mano en el transcurso de largos siglos. Una comparación del
registro de familia de Jacob y sus hijos (las setenta almas que
salieron de Egipto) (Gén. XLVI), con el censo de esta misma familia en
tiempos de Moisés (Núm. XXVI) servirá para ilustrar las peculiaridades
de las genealogías hebreas.
Al estudiar esas listas hebreas es
importante considerar la posición histórica y el propósito de cada
escritor. La lista de Génesis XLVI fue preparada, probablemente, en
Egipto, algún tiempo después de que Jacob y su familia llegaron allí.
Probablemente fue preparada, en su forma actual, con sanción del mismo
Jacob. El anciano y sufrido patriarca fue a Egipto con la seguridad
que Dios le dio de que le constituiría en una gran nación y volvería a
sacarlo de allí (Gén. 46:3‑4). Por eso prestaría mucho interés al
registro de su familia hecho bajo su propia dirección. Pero en la
época del censo, en tanto que se preservaran cuidadosamente los
nombres de las cabezas de familia, los arreglos se hicieron en forma
distinta y se dio prominencia a otros. Numerosos descendientes
posteriores se habían hecho conspicuos históricamente y, en
consecuencia, han sido agregados bajo las correspondientes cabezas de
familia. Las tablas dadas en 1º Crónicas I‑IX muestran cambios y
agregados mucho más extensos. Las diferencias peculiares entre las
listas demuestran que una no ha sido copiada de la otra; tampoco
fueron tomadas ambas de una fuente común. Evidentemente fueron
preparadas por separado. cada una de ellas desde un punto de
vista diferente y con un objeto definido.
También deben notarse los
peculiares método hebreos de pensamiento y de expresión, tales como se
les exhibe en la antigua lista de Génesis XLVI. En los vs. 8 y 15 se
incluyen a Jacob entre sus propios hijos y a los inmortales "treinta y
tres", que incluyen al padre y una hija y dos bisnietos (Hezron y
Amul) probablemente no nacidos aún cuando Jacob emigró a Egipto, se
les designa como "todas las almas de sus hijos y sus hijas". Un trato
análogo del asunto aparece en Exodo 1:5, donde se dice que "todas las
almas que procedieron de los lomos de Jacob, fueron setenta almas" .
El escritor tiene en la memoria los memorables "setenta" que fueron a
Egipto (comp. Deut. 10: 22). En Gén. 46:27, los dos hijos de José, de
quienes se dice explícitamente que "le nacieron en Egipto", se
cuentan entre los setenta que "fueron a Egipto". Es una crítica
capciosa y vituperable la que echa manos de peculiaridades como éstas,
de uso corriente entre los hebreos, y las declara "notables
contradicciones que envuelven tan claras imposibilidades que es
imposible considerarlas como narraciones verídicas de hechos
históricos reales". (Al hablar de sesenta y cinco
personas (Act. 7: fq,) Esteban, sencillamente, sigue lo que dice la
Septuaginta.)
Armonizaba con el espíritu y
costumbres hebreas el formar elencos de nombres honorables, arreglados
en forma tal que produjeran números definidos y sugestivos. De esa
manera la genealogía de nuestro Señor que hallamos en Mateo I está
arreglada en grupos de catorce nombres cada uno, cosa que sólo pudo
hacerse mediante la omisión de varios nombres importantes. En tanto
que el compilador podía, valiéndose de otro procedimiento igualmente
correcto, haber hecho de sesenta y nueve la lista de Gén. XLVI,
omitiendo el nombre de Jacob, o haberla hecho exceder de los sesenta
añadiendo los nombres de las esposas de los hijos de Jacob, es
indudable que, adrede, se propuso arreglarse de modo que produjera
setenta almas. El número de los descendientes de Noé, tal como
aparece en la tabla genealógica de Génesis X, llega también a setenta.
Esta costumbre de usar cantidades fijas como auxilio a la memoria
puede haberse originado en las necesidades de la tradición oral. Los
setenta ancianos de Israel probablemente se elegían teniendo en vista
alguna referencia a las familias que surgieron de las setenta almas de
la casa de Jacob; y el enviar Jesús setenta discípulos ( Luc. 10:1) es
evidencia de que el significado místico de esa cifra tuvo su
influencia sobre su mente.
Es muy notorio que las alianzas
matrimoniales entre las tribus, así como los asuntos de derecho legal
a las herencias, afectaban la posición genealógica de las personas.
Así, en Números 32:40‑41 se nos dice que Moisés dio la tierra de
Galaad a Machir, hijo de Manasés, y que también "Jair, hijo de
Manasés, fue y tomó sus aldeas y púsoles por nombre Havothjair"
(comp. 1 Rey. 4:13). Esta herencia, pues, pertenecía a la tribu de
Manasés; pero una comparación con 1 Crón. 2:21‑22 demuestra que, por
descendencia lineal, Jair pertenecía a la tribu de Judá, y como tal
le cuenta el cronista quien, al mismo tiempo, da las explicaciones del
caso. Nos informa que Hesron, hijo de Judá, tomó en matrimonio a la
hija de Machir, hija, de Manasés y, por ella fue padre de Segub, que
fué padre de Jair. Ahora, si Jair quería alegar su derecho legal a
herencia en Galaad, probaría que era descendiente de Machir, hijo de
Manasés, pero si se inquiría acerca de su, linaje paterno sería
igualmente posible seguirle hasta Hesron, hijo de Judá.
Consideraciones de esta índole
ayudarán mucho en resolver las dificultades que tanta perplejidad han
causado a los críticos en las dos genealogías de Jesús. Hoy, a tan
gran distancia de tiempo, no están a nuestro alcance los hechos y
datos que podrían arrojar luz sobre las discrepancias de estas listas
de los ascendientes de nuestro Señor, y sólo podemos estudiarlas
mediante los raciocinios, deducciones y suposiciones conseguidas
mediante un prolijo cotejo de genealogías y de hechos bien conocidos
respecto a las costumbres judías de calcular las sucesiones legales y
descendencias lineales. La hipótesis muy prevaleciente y popular
desde la época de la Reforma, de que Mateo da la genealogía de José y
Lucas la de María, ha sido, con justicia, desechada por la mayoría de
los mejores críticos como incompatibles con las palabras de ambos
evangelistas, quienes aspiran a darnos la genealogía de José. El
derecho al "trono de David, su padre" (Luc. 1: 32), de acuerdo con
todos los precedentes, ideas y costumbres, tiene que fundarse en una
base de sucesión legal, como la de una herencia; y, por
consiguiente, su genealogía debe rastrearse hasta José, esposo legal
de María. Y es claro, aparte de estas genealogías, que José era de la
real casa de David, pues el ángel le trató como a tal y, además, por
ese motivo fue a Bethlehem, ciudad de David, a empadronarse para el
censo (Luc. 2:4,5) . Sin embargo, no es improbable que también María
fuese de la casa y familia de David, parienta cercana, prima, acaso,
de José y si así fue, la sucesión natural de Jesús al trono de David,
de acuerdo con las ideas judías, sería notablemente completa. (Y
cuando se piensa en lo común que entre los judíos era el casamiento
entre primos, para mantener las familias y herencias dentro de las
tribus, como, asimismo, las costumbres de las casas reales hasta el
día de hay, de que los matrimonios se realicen entre príncipes, se
verá que esto fué sumamente probable, que José y María fuesen ambos
de la misma familia). Cosa innegable es que en los primeros tiempos
nadie cuestionó el hecho de que nuestro Señor fuese descendiente de
David. El consintió que se le llamara "Hijo de David" (Mat. 9:27;
15:22) y ninguno de sus adversarios negó esa importante pretensión.
Era "de la simiente de David" según el evangelio de San Pablo (2 Tim.
2:8; comp. Rom. 1:3; Act. 13:22‑23); y en la Epístola a los Hebreos
leemos: "Es evidente ( predelón, conspicuamente manifiesto)
que nuestro Señor ha surgido de la tribu de Judá" ( 7:14.).
Al lector moderno puede parecerle
que las genealogías bíblicas sean algo así como cosa inútil, y no
faltan escépticos que consideren que las listas de lugares, muchos
de ellos enteramente desconocidos hoy, así como la mención de los
sitios donde acampó Israel (Núm. XXXIII) y las ciudades distribuidas a
las diversas tribus (por ej. Josué 15:20‑62) son cosas incompatibles
con el elevado ideal de una revelación divina, pero tales ideas son
hijas de un concepto mecánico y precipitado de lo que, según esas
personas, debiera ser la Revelación. Estas listas de nombres, en
apariencia áridas y cansadoras, constituyen parte de las evidencias
más irrefragables de la verdad histórica de los registros bíblicos. Si
al pensamiento moderno parecen sin ningún valor práctico no hay que
olvidar que para el antiguo hebreo eran de primordial
importancia como documentaciones de historia de antepasados y de
derechos legales. De todas las fantasías escépticas la más destituida
de valor crítico, la más absurda, sería la suposición de que tales
listas hubiesen sido forjadas con cierto objeto en vista. Con igual
criterio podría alguien sostener que los restos fósiles de animales
hoy extintos hubiesen sido colocados en las rocas con fines engañosos.
El utilitario superficial puede, sí, declarar igualmente inútiles y
de ningún valor tanto los fósiles como las genealogías; pero el
estudiante de la tierra, dueño de un cerebro más reflexivo, siempre
reconocerá en ambas cosas elementos valiosos que sirven de índice a
la historia. Estas genealogías son como las piedras rústicas que se
hallan en los cimientos de los edificios. Algunas se hallan ocultas
debajo de la tierra; otras están despedazadas y estropeadas; algunas
salidas de quicio y fuera de su sitio, en el transcurso del tiempo;
mas todas ellas, en alguna posición que ocupan u ocuparon, fueron
necesarias y aun imprescindiblemente necesarias al establecimiento,
estabilidad y utilidad del noble edificio a que pertenecen.
El mayor número de las
discrepancias numéricas de la Biblia se deben, indudablemente, a
errores de copistas. Ya hemos hablado de esto en páginas anteriores y
sólo añadiremos que debe recordarse que el mero agregado de dos
puntitos cambia el valor de una cifra hebrea (por ej. cambia la Num,
que representa el número 700, en una Zayin que representa 7000, que es
en lo que consiste la discrepancia entre 2 Sam. 8:4•, con 1 Crón.
18:4•).
Las dos listas de proscriptos que
volvieron con Zorobabel (Esdras. 1:70 y Neh. 7:6‑73) exhiben
numerosas discrepancias así como muchas coincidencias.
Y es muy notable que las cifras en
la lista de Esdras dé 29,818 y la de Nehemías 31,089 y que, sin
embargo, según ambas listas, la congregación completa súmase 42,360 (
Esdr. 2:64; Neh. 7: 66) . Lo probable es que ninguna de las dos listas
pretenda ser una enumeración perfecta de las familias que volvieron
del destierro sino de tales familias como las de Judá y Benjamín que
pudieron presentar una genealogía auténtica de la casa de sus mayores;
en tanto que los 42,360, incluyen muchas personas y familias
pertenecientes a otras tribus y que, en el destierro, habían
extraviado los registros exactos de sus genealogías, pero que, a pesar
de eso, eran descendientes legítimos de algunas de les antiguas
tribus. También es notable que la lista de Esdras menciona 494.
personas no reconocidas en la Esta de Nehemías y ésta menciona 1765
que no aparecen en la de Esdras; pera que si añadimos el sobrante de
Esdras a la suma de Nehemías (494 + 31,089 = 31,583) tenemos el
mismo resultado coma si agregamos el sobrante de Nehemías a la suma de
los números de Esdras (1,765 + 29,818 = 31,583 ) . Por lo tanto, puede
creerse, muy razonablemente, que la cifra de 31,583, es la suma de
todos los que pudieron justificar su ascendencia; que las dos listas
fueron hechas independientemente una de otra y que ambas son
defectuosas, aunque cada una de ellas, respectivamente, suple los
defectos de la otra.
Que nuestro Señor, con sus preceptos acerca de la
conducta personal en los asuntos ordinarios de la vida diaria, no se
propuso prohibir la censura y el castigo de los malhechores, es cosa
que su propia conducta pone de manifiesto. A1 ser golpeado por uno de
los oficiales, en presencia del sumo sacerdote, nuestro Señor se quejó
de tan grave abuso ( Juan 18: 22‑23 ). Cuando Pablo fué golpeado en
forma análoga, por orden del sumo sacerdote (Act. 23:3) el apóstol,
indignado, exclamó: "¡Dios te herirá a ti, pared blanqueada!" El mismo
apóstol establece la verdadera doctrina cristiana sobre todos estos
puntos, de Romanos 12:18 a 13:6: "Si se puede hacer, en cuanto de
vosotros dependa, tened paz con todos los hombres", palabras que
indican claramente lo improbable de poder hacer esto; luego, al
suponer que alguien es atacado y perjudicado personalmente, agrega:
"No os venguéis vosotros mismos, amados; antes dad lugar a la ira"; es
decir, dejad que la ira de Dios siga su curso sin pretender
anticiparla.
Nadie, pues, presuma decir que el
espíritu y preceptos del N. Testamento están en pugna con el Antiguo.
En ambos Testamentos se inculcan los principios del amor fraternal y
de devolver bien por mal, al mismo tiempo que el deber de sostener los
derechos humanos y el orden civil.
Un ejemplo notable de supuesta
inconsecuencia de doctrina, en el N. T., se halla en los diferentes
métodos de presentar el asunto de la justificación, en las epístolas
de Pablo y en la de Santiago. La enseñanza de Pablo se expresa en la
siguiente forma, en Gálatas 2:15‑16: "Nosotros, judíos por naturaleza
y no pecadores de los gentiles, pero sabiendo que el hombre no es
justificado por las obras de la ley (ez ergon nómon, de obras de
ley, es decir, como si ella fuese una fuente de méritos, base de
procedimiento en el caso dado y así constituyese la razón y causa de
la justificación) sino por la fe de Jesucristo, nosotros también (o
aun nosotros) hemos creído en (eis, como quien dice
penetrado en, aludiendo al hecho de entrar o penetrar a una
unión vital con Cristo, al convertirse el hombre) Jesucristo, para
que fuésemos (pudiésemos ser) justificados por la fe de Cristo y no
por obras de ley; por cuanto por obras dé ley ninguna carne será
justificada". En sustancia la misma declaración se hace en. Romanos
3:20‑28; y en el capítulo IV se ilustra la doctrina con el caso de
Abraham, quien "creyó a Dios y eso le fué contado como justicia" (v.
3). Mientras, por otra parte, Santiago insiste en que se debe ser "hacedores
de la palabra" ( Sant. 1:25 ). Ensalza la piedad práctica, el
cumplimiento de "la ley real conforme a la Escritura" (2:8) y declara
que "la fe, si no tiene obras es muerta en sí misma" ( 2:17 ). También
se sirve de Abraham para ilustrar su posición "cuando ofreció a su
hijo Isaac sobre el altar" y arguye que "la fe obró con sus obras y
que fué perfecta por la obras; y se cumplió la Escritura que dice:
Abraham creyó a Dios y le fué imputado a justicia y fue llamado amigo
de Dios. Veis, pues (concluye el apóstol) que el hombre es justificado
por las obras (ez ergon) y no solamente por la fe" (2:21‑29.).
La solución de esta apariencia de
contradicción se la halla mediante un estudio de la experiencia
religiosa personal de cada escritor, así como sus diferentes maneras
de pensar y sus campos de operación en la Iglesia Primitiva. También
hay que notar el sentido peculiar en que cada uno usa los términos "fe",
"obras" y "justificación", pues cada una de esas expresiones ha sido
empleada en todas las épocas de la Iglesia para expresar un número de
ideas distintas, aunque emparentadas.
En primer lugar, hay que recordar
que Pablo fue conducido a Cristo mediante una conversión repentina y
maravillosa. La convicción de pecado, los remordimientos de su alma
cuando se dio cuenta de que había estado persiguiendo al Hijo de Dios;
la caída de las escamas de sobre sus ojos y su consiguiente percepción,
vívida y aguda, de la gracia de un Evangelio gratuito, gracia
alcanzada mediante la fe en Cristo, todo esto, necesariamente,
entraría en su ideal de la justificación de un pecador perdido. Ve,
pues, que ni judío ni gentil puede alcanzar la relación de una alma
salvada, o sea la unión con Cristo, excepto mediante tal fe. Además,
su misión y ministerio especial le llevaron, preeminentemente. a
combatir el judaísmo legalista y se transformó en "el apóstol
de los gentiles". Santiago, por su parte, había sido doctrinado más
gradualmente en la vida evangélica. Su concepto del Cristianismo era
el de la consumación y perfección del antiguo pacto. Su misión y
ministerio le condujeron especial, si no completamente, a trabajar
entre los de la circuncisión (Gál. 2: 9) . Estaba acostumbrado a
considerar toda doctrina cristiana a la luz de las antiguas Escrituras,
las que, por lo tanto, se hicieron para él "la palabra ingerida" (Sant.
1:21), "la perfecta ley, la (ley) de libertad" (v. 25) "la ley real"
(2: 8). Y también hay que recordar, como lo observa Neander, "que
Santiago, en su posición peculiar, no tenía, como Pablo, que vindicar
una ministración independiente del Evangelio, ministración de `rotas
cadenas' entre los gentiles en oposición a las pretensiones de
justicia legal judaica; sino que se sentía compelido a recalcar las
consecuencias prácticas y exigencias de la fe cristiana, hablando con
aquellos en quienes esa fe se había mezclado con los errores del
judaísmo carnal; y a quitarles los apoyos de su falsa confianza".
Tales distintas
experiencias y
campos de acción, naturalmente desarrollaría en estos
ministros de
Jesucristo correspondiente diversidad de estilo, de
pensamiento y de
enseñanza. Pero cuando, con todos estos hechos a la vista,
analizamos sus respectivas enseñanzas, nada hallamos realmente
contradictorio; simplemente colocan ante nosotros diversos
aspectos de
las mismas grandes verdades. La enseñanza de Pablo en los
pasajes
citados tiene referencia a la fe en su primera operación, la confianza con la cual el pecador, consciente de su pecado y
condenación (x)
N. del T. Nosotros
añadiríamos: "y de su impotencia para hacer algo que pueda
salvarla". se arroja en brazos de la gracia gratuita de Dios en
Jesucristo y obtiene perdón y paz con Dios. En tanto que Santiago, por
su parte, trata, más bien, de la fe como el principio permanente de
una vida de piedad, con obras de piedad que brotan de esa fe con la
naturalidad con que las aguas surgen de un manantial. Pablo cita el
caso de Abraham cuando éste aun era incircunciso y armes de haber
recibido el sello de la fe ( Rom. 4.:10‑11); pero Santiago se refiere
a la época posterior, cuando ofreció a Isaac y por medio de ese acto
de fidelidad a la palabra de Dios su fe fue perfeccionada (Sant.
2:21). El término obras también se usa con distintos matices de
significado. Pablo tiene en su pensamiento las obras de la ley
con referencia a la idea de una justicia legalista, mientras que es
evidente que Santiago se refiere a obras o actos de piedad práctica,
tales como el socorrer a los huérfanos y viudas afligidos ( 2:27 ) y
el ministrar a otros necesitados (2:15‑16 ). La justificación, por
consiguiente, es considerada por Pablo como un acto judicial que
envuelve la remisión de los pecados, la reconciliación con Dios y la
restauración al favor divino; pero para Santiago, ella es más bien el
mantener semejante estado de favor con Dios, una aprobación constante
ante Dios y los hombres. Todo esto aparecerá tanto más claramente si
notamos que Santiago se dirige a sus hermanos judíos, de la
dispersión, que se hallaban expuestos a diversas tentaciones y pruebas
(1:1‑4) y se hallaban en peligro de confiar en un muerto farisaísmo
antinomiano; pero Pablo está discutiendo, cual erudito teólogo, la
doctrina de la salvación tal como se origina en los consejos de Dios
y se desarrolla en la historia del proceder de Dios para con toda la
raza de Adán.
Debe, además, notarse que Santiago
no niega la necesidad y eficacia de la fe ni Pablo desconoce la
importancia de las buenas obras. Lo que Santiago condena es la
perniciosa doctrina de la fe extraña a las obras, la fe que nada
quiere saber de obras. Condena al que dice tener fe pero exhibe una
vida y conducta en desacuerdo con la fe en nuestro Señor. Semejante
clase de fe la declara muerta en sí misma (2:14.‑17) . La
justificación es por la fe, si, más sin olvido del obrar (v. 24). La
fe se pone en evidencia mediante obras de amor y piedad. Pablo, por su
lado, se opone a la idea de una justicia legalista. Condena la
presunción de que el hombre puede merecer el favor de Dios mediante
una observación perfecta de su ley y demuestra que la ley cumple su
misión más elevada cuando descubre al hombre el conocimiento del
pecado, es decir cuando le hace conocer que es pecador (Rom. 3:20) y
luego, en el cap. 7:13, procede a hacer aparecer el pecado como "sobremanera
pecante". Pero Pablo está tan lejos de negar la necesidad de las
buenas obras como manifestación de la fe del creyente en Cristo, como
Santiago lo está de negar la necesidad de la fe en Cristo para ser
salvo. En Gálatas 5:6, Pablo habla de "la fe que obra por el amor" y
en la 1ª Corintios 13:2, afirma que aunque alguien tuviese tanta fe
como la necesaria para realizar los mayores prodigios, pero careciese
de amor, nada seria el tal hombre.
Nada hay más evidente que el hecho
de que los dos apóstoles se hallan en perfecta armonía con Jesús,
quien abarca las relaciones esenciales de la fe y las obras cuando
dice: "O haced el árbol bueno y bueno su fruto o haced corrompido el
árbol y su fruto dañado; porque por el fruto se conoce
el árbol" (Mat. 12:33) .
Estas divergencias entre Santiago
y Pablo son un ejemplo de la libertad individual de los escritores
sagrados en su enunciación de la verdad divina. Cada uno preserva sus
propios modismos de pensamiento, así como su estilo. Cada uno recibe
su palabra de revelación y conocimiento del misterio de Cristo, de
acuerdo con las condiciones de vida, experiencia y acción en que ha
sido criado o instruido. Es menester tomar en consideración todos
estos hechos cuando comparamos y contrastamos las enseñanzas de las
Escrituras que parecen discrepar, y al hacerlo hemos de descubrir
que esas variantes suelen constituir una revelación múltiple y llena
de evidencia propia acerca del Dios de verdad.
Los
principios generales de exégesis que hemos presentado bastarán para
la explicación de cualquier otra discrepancia que se haya alegado
existir en la Biblia. Una atenta consideración a la posición que
ocupa el escritor u orador, la ocasión, objeto y plan de su libro o
discurso, junto con un análisis crítico de los detalles, generalmente
demostrarán que no existe contradicción real. Pero cuando alguien
presenta expresiones hiperbólicas, peculiares al lenguaje de la gente
de Oriente, o casos de antropomorfismo hebreo y se esfuerza en darles
un significado literal, eso no es hallar discrepancias y dificultades
en la Biblia, sino crearlas e introducirlas en la Biblia para luego
decir que se tropieza con ellas.
Mr. Haley, en su obra extensa y
valiosa sobre las Pretendidas Discrepancias de la Biblia observa que
las discrepancias, cuando realmente existen, no carecen de valor.
Puede bien creerse que contemplan los fines siguientes: 1) Estimulan
el esfuerzo intelectual, despiertan curiosidad e investigación y, en
esa forma, conducen a un estudio más profundo y extenso del sagrado
libro 2) Ilustran la analogía existente entre la Biblia y la
naturaleza. De la misma manera que tierra y cielo exhiben una armonía
maravillosa en medio de una gran variedad y discordancia, así en las
Escrituras existe notable armonía detrás de las aparentes divergencias.
3) Demuestran que no hubo colusión entre los escritores sagrados,
porque sus divergencias son de tal índole que nunca hubiesen sido
introducidas deliberadamente. 4) También demuestran el valor del
espíritu, en su superioridad sobre la letra, de la Palabra de Dios. 5)
Sirve como piedra de toque del carácter moral. Para el espíritu
capcioso, predispuesto a encontrar y exagerar dificultades en la
Revelación Divina las discrepancias bíblicas resultan grandes piedras
de tropiezo y motivos de cavilación y de desobediencia. Pero para el
investigador serio y correcto, que desea conocer "los misterios del
reino de los cielos" (Mat. 13:11) un estudio prolijo de las
discrepancias verdaderas le revelará armonías ocultas y coincidencias
indeliberadas que robustecerán su fe a medida que descubre que esas
escrituras multiformes son, real y verdaderamente, la palabra de Dios.
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