¿ES LA SANTIDAD
CONTAGIOSA?
Marcos 6:53—7:8, 14-23; 8:34-3 8
INTRODUCCIÓN
El refrán dice: “Dime con quién
andas y te diré quién eres”. La evidencia es incontestable. Las
personas adquieren las características de aquellos con quienes se
asocian a menudo. Los casados —según se dice— después de un tiempo
comienzan a asemejarse el uno al otro. La forma en que hablamos, las
expresiones, la jerga —aun nuestras palabras nos delatan. Recuerde
que el dialecto galileo común de Pedro lo delató durante el juicio
de Jesús (Mateo 26:73).
No puede negarse el poder de la
influencia. Los padres nunca animarían a sus hijos a cultivar una
amistad estrecha con muchachos malos. Por el contrario, los padres
se deleitan cuando sus hijos se llevan bien con los hijos de otras
familias de la iglesia. Ninguno de nosotros permitiría que nuestros
hijos adolescentes asistieran a una fiesta si sabemos que habrá
alcohol y drogas. La presencia de adultos responsables es esencial
aun en las actividades de jóvenes que organiza la iglesia.
No podemos negar el poder de la
influencia. Sin embargo, la influencia es una calle de dos vías. Las
personas malas pueden influir en las buenas para que hagan el mal.
Pero, las personas buenas también pueden influir en las malas para
que hagan el bien. La pregunta es: ¿Cuál tiene más poder? ¿El jabón
o la suciedad? ¿El bien o el mal? ¿La santidad o la impureza?
La mayoría de las personas de la
antigüedad daban por sentado que el mundo estaba divido en tres
esferas. En un extremo estaba la esfera de lo santo, habitado por
Dios y las personas y cosas consagradas a El; en el otro, estaba la
esfera de lo impuro. En medio estaba la esfera común de la vida
diaria. Tanto lo sagrado como lo impuro poseían una “fuerza
misteriosa y atemorizante” inherente. Estas dos fuerzas
trasformaban todo lo que entraba en contacto con ellas. Lo impuro y
lo santo eran considerados intocables. Aquellos que los tocaban,
llegaban a ser intocables también. Por ejemplo, las leyes del
Antiguo Testamento prohibían tocar cosas impuras como los
cadáveres, y cosas sagradas como el arca del pacto (véase Levítico
11—16; Números 6; 19; 31).
Tales reglas le recordaban a
Israel la santidad trascendente de su Dios y la santidad que debía
preservar como su pueblo escogido. También aseguraban que Israel
permaneciera separada de las naciones paganas que la rodeaban.
Después del exilio babilónico, la preocupación por la piedad basada
en el ritual, y el desarrollo de regulaciones poco prácticas,
hicieron que la mayoría de los judíos perdieran la esperanza en que
fuera posible la santidad personal. Dieron por sentado que la
impureza era contagiosa. Afirmaban que aun el contacto físico casual
con una persona “impura” los hacía impuros.
OTROS PUNTOS DE VISTA ACERCA DE
LA SANTIDAD
Diferentes grupos de judíos del
primer siglo actuaban en formas distintas ante tal situación. Debo
advertir que, al describir estos grupos, haré sólo una
generalización amplia e inevitablemente simplista.
1. Los saduceos daban por
sentado que las realidades políticas y sociales demandaban que ellos
transigieran frente a los que ocupaban el poder, a fin de mantener
una coexistencia pacífica.
Debido a que representaban la élite de la sociedad judía, tenían
mucho que perder si no lograban disminuir la tensión. Quizá decían:
“Es mejor ser romano que estar arruinado”. Escogieron seguir el
camino de la secularización en vez de la santificación. Relegaron la
santidad a los días de fiesta religiosa, en los lugares santos,
cuando cumplían su oficio santo. Sin embargo, en los demás días y
en los demás lugares, los saduceos pensaban que podían seguir una
vida normal: Dejar de lado sus mandamientos y costumbres; ponerse al
nivel de los romanos, en su propio terreno y bajo sus términos.
2. En el extremo opuesto
estaban los esenios, la secta judía que, según se cree, produjo y
preservó los Rollos del mar Muerto. Ellos
alegaban que el mal era tan poderoso y que los malos eran tan
numerosos que debían evitar aun la interacción social normal con
ellos. La vida diaria en el seno de la sociedad inevitablemente
implicaba el riesgo de la contaminación fatal del pecado. Por lo
tanto, los esenios se fueron a vivir en remotas comunidades
monásticas, en el desierto, a muchos kilómetros de toda forma de
pecado. El trabajo arduo, la disciplina rígida, el estudio constante
de las Escrituras, las oraciones frecuentes y los repetidos baños
rituales les permitieron evitar que el mundo contaminara su
santidad, obtenida con tanto esfuerzo. Tomaron en forma muy literal
la ley de Moisés para organizar la vida diaria en sus comunidades.
Considere un ejemplo. Los esenios de la comunidad de Qumrán
ordenaban apegarse estrictamente a Deuteronomio 23:12-14. Para
cumplir el mandato bíblico, todos los miembros de la comunidad
recibían un azadón para que prepararan lugares adecuados para hacer
sus necesidades. Para los esenios, la santidad requería aislarse del
mundo, es decir, relegaban la santidad a una vida al margen de la
sociedad común. La santidad significaba aislamiento, y no la
santificación de toda la vida.
3. En contraste con aquellos
que consideraban el escape y la separación como las únicas
soluciones, los zelotes tomaron la vía de la oposición activa, a
menudo violenta, ante el mal en el mundo.
Los principales enemigos de la santidad, en su opinión, eran los
romanos. Por lo tanto, los zelotes rehusaban pagar impuestos, pues
hacerlo hubiera significado ser cómplices de los paganos invasores y
reconocer que Israel era esclavo de Roma. Hubiera sido una traición
inescrupulosa al único y verdadero Dios. Convertir la santidad en
asunto político les permitió justificar aun medios violentos para
alcanzar fines justos, pues daban por sentado que la verdadera
santidad no podía existir en un mundo caído y dominado por hombres
malos.
4. A pesar de la imagen
moderna de los fariseos como legalistas pedantes, los esenios los
consideraban demasiado liberales. Y, de
acuerdo a los zelotes, los fariseos transigían con demasiada
facilidad. Estos, sin embargo, creían que eran simplemente personas
realistas en medio de un mundo extremista. A diferencia de los
esenios, ellos reconocían la necesidad de adaptar las reglas del
Antiguo Testamento al mundo moderno del primer siglo. No era
suficiente repetir leyes inflexibles que se dieron para mantener la
salud de un pueblo que vagaba por el desierto. Los fariseos no se
oponían a tener retretes sanitarios, adecuados para los que vivían
en una ciudad. Asimismo, para consternación de los zelotes, como una
concesión necesaria ante las realidades existentes, los fariseos
pagaban impuestos. A regañadientes. ¿Quién no lo hace? A diferencia
de los saduceos, no eran amigos de Roma. Ellos añoraban el día
cuando Israel gozara otra vez de autonomía. Pero, a diferencia de
los zelotes, los fariseos no estaban dispuestos a emprender la
lucha. Ellos esperaban la llegada del reino de Dios, cuando El
destruiría a sus enemigos y vindicaría a su pueblo fiel.
En su afán por resguardar la
santidad, los fariseos asumieron la responsabilidad de hacer más de
lo que la ley requería y menos de lo que permitía. Aunque eran
laicos, voluntariamente adoptaron las leyes sobre la pureza que eran
sólo para los sacerdotes que ministraban en el templo. No sólo el
pan sin levadura que comían los sacerdotes en el templo debía
considerarse santo delante de Dios, sino todas las comidas. Los
fariseos intentaron extender los límites del sacerdocio santo para
incluir a toda la gente. Aumentaron las regulaciones que
resguardaban el carácter sagrado del santo templo e incluyeron
todos los lugares (véase Éxodo 19:5-6; 1 Pedro 2:9-10).
Los fariseos dieron por sentado,
como lo hicieron la mayoría de los contemporáneos de Jesús, que la
impureza era contagiosa y una amenaza para la santidad. Ellos sabían
que no podían cumplir perfectamente todas sus reglas. Por lo tanto,
desarrollaron y aumentaron lo que el Antiguo Testamento enseñaba
sobre los medios para purificarse, aun después del contacto
inadvertido con lo impuro (véase Levítico 15). Para esto, la regla
normalmente era seguir un procedimiento ritual establecido para
lavarse las manos: dos veces, con cantidades específicas de agua y
ciertas posiciones de las manos. La mayoría de los fariseos vivían
cerca de Jerusalén, de manera que podían ofrecer los diferentes
sacrificios para expiar por su contaminación y restablecer su
santidad manchada.
Los fariseos estaban expuestos a
la contaminación de la vida en el mundo y a los inevitables
contactos con la maldad que allí enfrentaban. Su llamado legalismo
tenía el propósito de preservar su frágil santidad en ese ambiente
hostil. Con sus 613 reglas generales y especiales, los fariseos
intentaron “construir una cerca alrededor de la ley”. Al observar
esas directrices prácticas y específicas para la vida santa, una
persona podía evitar aun la apariencia de mal. Por medio de su cerca
protectora, los fariseos evitaban aun hechos que no eran malos, pero
que podían guiar a acciones pecaminosas. Por ejemplo, establecieron
una lista de 39 actividades que no se podían realizar el día de
reposo. Entre estas, se prohibía a la mujer mirarse en el espejo el
día sábado; puesto que la mujer es vanidosa, se evitaba la
posibilidad de que al ver una cana, fuera tentada a “arrancarla”,
violando así el mandamiento que prohibía trabajar en el día de
reposo.
Describir a todos los fariseos
como legalistas e hipócritas es infundado e injusto. Su preocupación
por construir una cerca alrededor de la ley fue una expresión
honesta de su compromiso para cumplir, en el mundo, los términos
del pacto de Israel con Dios. Ellos no pensaban que cumplir la ley
los salvaría. Sabían que su relación con Dios estaba fundamentada
sólo en la gracia divina. Sin embargo, tomaron seriamente la
obediencia a este Dios que les manifestaba su gracia. El
acercamiento de los fariseos a la santidad podría llamarse la senda
a la privatización y ritualización. Y, dondequiera que se relega la
santidad a la esfera de la piedad privada y al ritual, el legalismo
encuentra terreno fértil.
La ética de los fariseos, de
construir una cerca, tiene una analogía moderna: los conductores
cautelosos que colocan su control de velocidad de crucero a 70
kilómetros por hora aunque la velocidad límite sea de 80. Ellos
actúan con precaución para evitar el riesgo de exceder la velocidad
límite.
Tal vez una mejor analogía se
encuentre en la explicación de por qué las iglesias tradicionales
del movimiento de santidad se oponen al baile social. No es que los
movimientos rítmicos del cuerpo sean malos, sino que podrían
conducir a relaciones sexuales ilícitas. El baile, como alguien ha
dicho, es “una expresión vertical de una idea horizontal”.
Muchos cristianos en cierta época
rehusaban ser clientes de restaurantes o almacenes que vendieran
bebidas alcohólicas, aun cuando ellos no tenían intención de
comprar licor. Otros boicoteaban todos los cines, sin importar la
película que estuvieran presentando, para no seguir la resbalosa
pendiente que podría llevarlos de Bambi a la pornografía. Otros nos
dicen que no compremos ciertos productos porque hay rumores
infundados de que el fabricante apoya el satanismo.
Permítame dirigir unas palabras a
aquellos que piensan que estas son trivialidades. Tenemos que
admitir que nuestros predecesores en el movimiento de santidad, al
rechazar cosas tales como joyas, cosméticos y medias sin costura
para mujeres, “se aferraron a distinciones que eran triviales”. Sin
embargo, como afirmó Elton Trueblood: “El error de tales acciones no
es estar dispuesto a ser una minoría consciente, sino más bien
llegar a distinciones muy simples”.
En un tiempo cuando los no
wesleyanos están redescubriendo el llamado de la Escritura a una
vida ética, es prioritario que los wesleyanos contemporáneos, que
navegan sin dirección en mares de indecisión moral, reconsideren las
implicaciones prácticas de la dimensión de separación en la
santidad. Claramente, nuestra época es menos “amiga de
la gracia” (Watts) que la de nuestros predecesores. Aunque ellos
hayan sido culpables de incluir cosas triviales en el llamado a la
separación, no debemos caer en el error de abandonar ese llamado. En
la actualidad, demasiadas personas del pueblo de santidad,
avergonzadas de los legalismos del pasado, se entregan a la licencia
extrema de la anarquía moderna. Si profesan aun creer en la
santidad, no tienen idea alguna de la diferencia que podría causar
en sus vidas.
Nuestros antecesores del
movimiento de santidad no estaban totalmente errados. El llamado
bíblico a la santidad involucra separación del mundo, piedad
personal y obediencia radical a la voluntad de Dios. Y, antes que
declaremos completamente inocentes a los fariseos, veamos las
palabras de Jesús (en Mateo 23:23): “¡Ay de vosotros, escribas y
fariseos, hipócritas!, porque diezmáis la menta, el anís y el
comino, y dejáis lo más importante de la Ley: la justicia, la
misericordia y la fe. Esto era necesario hacer, sin dejar de hacer
aquello”. Antes que desechemos a la ligera el legalismo por cosas
insignificantes que preocupó a los fariseos y a nuestros padres
teológicos, debemos preguntarnos: ¿Estamos más comprometidos que
los fariseos con lo que Jesús llamó “lo más importante de la Ley: la
justicia, la misericordia y la fe”? ¿Estamos tan dispuestos como
nuestros antecesores a ser una “minoría consciente”, pero por
asuntos que realmente importan? Si ellos demandaban más de lo que
Dios o las Escrituras requerían, ¿pensamos que podemos sobrevivir
espiritualmente con menos?
Los fariseos trataron de vivir en
el mundo sin que éste los contaminara. Esto, como recordará, es
similar a lo que Jesús pidió al orar para que sus discípulos
experimentaran la santificación (Juan 17:14-19). Sin embargo, el
enfoque de Jesús fue muy diferente al de los fariseos. Su
preocupación no era sólo que los cristianos fueran guardados de la
maldad del mundo y protegidos del maligno. Su preocupación era que
fueran “verdaderamente santificados” —para enviarlos al mundo así
como El fue enviado al mundo— para que el mundo fuera guiado a creer
por la influencia de sus vidas llenas de amor santo.
Aunque los fariseos constituían la
más grande de las cuatro sectas judías principales, en realidad no
eran numerosos. Se calcula que formaban sólo el uno o dos por ciento
de la población de Palestina. Sin embargo, su influencia sobre las
mentes de las masas era considerable. Sus puntos de vista eran
acogidos ampliamente, aunque la vasta mayoría de los judíos del
primer siglo no podían, o no querían, dedicar tiempo ni esfuerzo
para observar las escrupulosas prácticas farisaicas. Como resultado,
la mayoría de los judíos aceptaban la evaluación de los fariseos de
que las masas eran personas pecadoras sin esperanza. Pocos judíos
del primer siglo intentaban seriamente observar las reglas rabínicas
para preservar y restaurar la santidad ritual. Los fariseos
mencionados en nuestro texto las cumplían, pero al parecer sólo les
preocupaba su propia salvación.
EL PODER DE LA SANTIDAD
Todo esto explica por qué Jesús
enfrentó tanta oposición. El enseñó que la única impureza que podía
contaminar a una persona era la impureza moral (Marcos 7:17-22).
También dio por sentado que la santidad ética era contagiosa. Aunque
El era el “Santo de Dios”, su santidad amenazó sólo el mal, no a las
personas que eran víctimas desvalidas del mal.
Al negarse a practicar el
acostumbrado lavamiento de las manos antes de comer, Jesús no estaba
rechazando la higiene básica, sino la idea de que El pudiera
haberse “contaminado” por el contacto casual con personas
pecaminosas. Los milagros de sanidad que realizó el día de reposo
parecen haber sido afrentas deliberadas a la susceptibilidad popular
respecto a los días sagrados. Nada urgente obligó a Jesús a sanar a
personas que habían sufrido su aflicción por muchos años (véase
Lucas 13:10-17). ¿Hubiera afectado en algo esperar un día más? Pero
Jesús dijo: “El sábado fue hecho por causa del hombre, y no el
hombre por causa del sábado” (Marcos 2:27). Era apropiado hacer el
bien y satisfacer las necesidades de las personas, aun en el día de
reposo (véase Mateo 12:9-14). Lo que hace el día sagrado o mundano
son las obras de la persona, y no el día de la semana.
Jesús se asoció libremente con
personas pecaminosas e impuras. La mayoría de sus contemporáneos
judíos creían que comer con otros era aceptarlos como amigos,
aceptarlos como eran, excusar su pecado, transigir, y por lo tanto,
contaminarse. Sin embargo, Jesús aceptó invitaciones a comer en las
casas de pecadores conocidos, pasando por alto en forma patente la
susceptibilidad judía. Se asoció con cobradores de impuestos,
quienes por ganarse la vida, habían transigido a los valores de la
Roma pagana, y por lo tanto, eran impuros.
Jesús desechó costumbres sociales
que daban por sentado que la impureza era más poderosa que la
santidad (véase Mateo 15:1-20). Los evangelios nos dicen que El tocó
a leprosos, liberándolos de su impureza (véase Lucas 5:12-16;
17:11-19). A diferencia de la mayoría de los hombres judíos de su
época, El aceptó a las mujeres —aun prostitutas y adúlteras— como
seres humanos (7:36—8:3; Juan 8:1-11). Lejos de contaminarse, Jesús
sintió que de El había salido “poder” cuando lo tocó una mujer que
sufría de un trastorno menstrual crónico (Lucas 8:43-48; 6:17-19).
El dedicó tiempo para bendecir a los niños, a quienes consideraban
“sin importancia”, asombrando así aun a los discípulos (18:15-17).
Jesús se arriesgó acercándose a aquellos que estaban poseídos por
espíritus malos, y causó que los demonios huyeran al enfrentar su
poderosa santidad (8:26-29). Jesús no titubeó en poner sus manos
sobre los enfermos, a pesar de la idea común en su tiempo de que las
personas se enfermaban por causa de su pecado. Al tocarlos, les dio
sanidad y perdón (Marcos 2:1-12; 6:53-56; Juan 9:1-3). El tocó aun a
los muertos y. al hacerlo, les dio vida (Lucas 7:11-17; 8:41-42,
49-56; Juan 11). Además, a los religiosos que estaban entre la
multitud, Jesús los contrarió mencionando como héroes de sus
parábolas a pecadores perdidos, cobradores de impuestos y aun
samaritanos (Lucas 10:25-37; 15:1-2; 18:9-14), y al elogiar la fe y
los hechos de gentiles y otros menospreciados por la sociedad, dando
a entender que eran superiores a los judíos que confiaban en su
propia justicia (7:1-10; 11:37-54; 19:1-10).
Aunque el punto de vista de Jesús
acerca de la santidad era correcto, El arriesgó algo al ministrar a
los impuros: su reputación. Los fariseos lo hubieran despreciado,
como otro más de las masas impuras, si no hubiera sido por la gran
reputación que tenía entre las multitudes como un maestro religioso
con credibilidad: un hombre santo. Jesús no sólo se mostraba
indiferente a las observancias que distinguían entre lo puro y lo
impuro, entre lo santo y lo profano. El guiaba a otros a pensar y
actuar de la misma manera.
No es de extrañar que, en el
nombre de la religión, los enemigos de Jesús se propusieran
eliminarlo por ser una seria amenaza a la perspectiva que ellos
tenían de su mundo. Ellos justificaron su antagonismo hacia Jesús
describiéndolo como glotón y borracho, amigo de cobradores de
impuestos y pecadores (Lucas 7:34). Esta descripción fue más que
una acusación de culpabilidad por asociación: “Dime con quién
andas...”Fue una declaración de guerra. Identificaron a Jesús como
alguien que merecía la muerte (véase Deuteronomio 21:18-23). El
intento de Jesús de limpiar el templo eliminando objetos religiosos
extraños, para dar lugar a los adoradores gentiles, parece haber
sido la última gota que hizo rebosar el vaso con agua (véase Marcos
11:15-18; 14:53-59). De manera que fueron la ley y hombres “santos”
que guardaban la ley, los que finalmente llevaron a Jesús a la
muerte.
Después Jesús instó a sus
seguidores a que llevaran las buenas nuevas a personas de todas las
naciones (Mateo 28:18-20; Lucas 14:15-24; Hechos 1:8). El libro de
Hechos muestra que los discípulos, influenciados por las tradiciones
del exclusivismo judío, al principio se resistieron a realizar la
misión a los gentiles. Ni siquiera el don del Cristo exaltado, el
Espíritu Santo, venció inmediatamente los prejuicios religiosos. No
ocurrió de un día para otro, pero, con el paso del tiempo,
entendieron e imitaron el concepto radical de Jesús acerca de la
santidad contagiosa. Pedro requirió una visión triple para entender
que los gentiles eran candidatos apropiados para recibir el poder
purificador de Dios (Hechos 10). Otros cristianos judíos, aun los
apóstoles, al principio lo reprendieron por haberse involucrado en
algo tan arriesgado (11:1-18; 15). Sin embargo, ni siquiera Pedro
pudo conciliar siempre lo que recién había aprendido y sus viejos
amigos, tal como el apóstol Pablo tuvo que recordárselo en una
confrontación pública (Gálatas 2:11-21).
Tal vez sea tiempo de explicar mi
extraño uso de la palabra “contagiosa”. Al usar este término, no
quiero decir que la santidad enferme a las personas o que podamos
“contagiamos” de santidad sencillamente al pasar tiempo con una
persona santa. Lo que estoy afirmando es que la santidad es más
poderosa que el pecado; de hecho, tiene poder para derrotar al
pecado en su propio terreno. Quiero decir que la santidad auténtica
es al menos tan contagiosa como la risa, que la santidad es
atractiva y cautivadora, y que transforma todo lo que toca.
La confianza en el poder
contagioso de la santidad llevó al apóstol Pablo a instar a los
cristianos cuyos cónyuges no fueran creyentes, a que no se
divorciaran (1 Corintios 7:10-16). El estaba convencido de que el
cónyuge creyente “santificaría” al incrédulo. Estaba convencido de
que la santidad es más poderosa que la incredulidad, el pecdo, la
idolatría y cualquier otro problema. El creyente puede llevar a su
cónyuge y a sus hijos a la fe.
Pablo conocía el poder del
“Espíritu santificador”. Pero también conocía el poder de la
convicción. “Yo sé, y confío en el Señor Jesús, que nada es impuro
en sí mismo; pero para el que piensa que algo es impuro, para él lo
es” (Romanos 14:14).
EL PODER DE LA CONVICCIÓN
¿Estamos convencidos del poder
purificador y contagioso de la santidad? Quizá muchos consideremos
los tabúes rituales —tales como los que acostumbraban evitar los
judíos del primer siglo— como un reflejo de supersticiones
primitivas. Hoy, consideramos mentalmente enfermas a las personas
que se preocupan por realizar purificaciones meticulosas después
del contacto casual con pecadores.
Sin embargo, en muchas otras
formas, nuestras prácticas a veces indican que apreciamos más el
punto de vista de los oponentes de Jesús que el de Jesús, Pablo y la
iglesia primitiva. ¿Estamos realmente convencidos de que Dios es
más fuerte que Satanás? ¿Que el Santo es más fuerte que el maligno?
¿Que el bien es más fuerte que el mal? ¿Que lo correcto es más
fuerte que el poder? ¿Que la gracia es mayor que nuestro pecado?
¿Que el Espíritu es más fuerte que la carne?
¿Creemos realmente que la santidad
es contagiosa? ¿O estamos tan preocupados con nuestra preservación
que no hacemos nada para ayudar a los necesitados? ¿Evitamos
acercamos a las víctimas del SIDA porque nuestra supervivencia
personal es más importante que servir a la semejanza de Cristo? ¿Es
nuestra reputación religiosa más importante que la realidad? ¿Nos
preocupa más cuán santos piensan algunos que somos, en vez de ser
santos? ¿Fuimos purificados y recibimos poder para servir en el
nombre de Jesús? Si es así, ¿estamos demostrando nuestra
santificación por medio de un servicio desinteresado? ¿O estamos
almacenando virtud para una contingencia futura?
Si Dios es la Fuente de la
santidad auténtica, ¿acaso no estamos convencidos de que su
provisión es inagotable? ¿Persuadiremos alguna vez a los incrédulos
sobre la realidad y el poder purificador de Jesucristo si nos
escondemos temerosos en algún lugar con un “grupito de santos”?
¿Cuándo saldremos y avanzaremos al frente de batalla, en donde se
enfrentan las fuerzas del bien y del mal?
Pero, ¿cómo confrontamos un mundo
impuro con la convicción de que la santidad es contagiosa? ¿Cómo
confortamos con el optimismo de la gracia a los heridos? ¿Qué se
necesita para persuadirnos de que en verdad un Dios santo puede
transformar este planeta impío por medio de un pueblo santo?
CORAZONES TRANSFORMADOS
Sólo la transformación que se
lleva a cabo de adentro hacia afuera, y que llamamos entera
santificación, puede capacitar al pueblo de Dios para servirle y
guiar al mundo para que sepa que El es Dios. Jesús cita las palabras
de Isaías (29:13): “Este pueblo de labios me honra, mas su corazón
está lejos de mí, pues en vano me honran, enseñando como doctrinas,
mandamientos de hombres” (Marcos 7:6-7). Ezequiel enseñó algo
similar: “Os daré un corazón nuevo y pondré un espíritu nuevo
dentro de vosotros. Quitaré de vosotros el corazón de piedra y os
daré un corazón de carne. Pondré dentro de vosotros mi espíritu, y
haré que andéis en mis estatutos y que guardéis mis preceptos y los
pongáis por obra” (36:26-27).
La tentación en que cayeron los
fariseos es común entre las personas religiosas. Es la de cumplir
sólo las “leyes” que conducen a la adoración formal. Pero, la
preocupación de Dios va más allá de las interrupciones en nuestra
rutina diaria para adorar. Va más allá de la asistencia fiel a los
cultos de la iglesia. La adoración involucra más que alabar con
palabras o adorar sólo en el santuario.
La demanda de Dios para nosotros
se extiende a las dimensiones de la vida supuestamente seculares y
las sagradas. Dios ansía guiar todos los días de nuestra vida, no
sólo los especiales. “O toda la vida cristiana es adoración, y las
reuniones y actos sacramentales de la comunidad equipan e instruyen
para esto, o dichas reuniones y actos resultan absurdas”.
La verdadera adoración no consiste sólo en lo que se practica en los
sitios sagrados, en tiempos sagrados y con actos sagrados, sino es
también la ofrenda de nosotros mismos como sacrificios vivos en
nuestra existencia diaria en el mundo (Romanos 12:1-2).
Hablar de la adoración en este sentido bíblico amplio requiere que
se tome en cuenta la ética personal y social, así como las
disciplinas espirituales privadas y comunitarias.
La verdadera adoración, como
respuesta sincera del creyente a Dios, se lleva a cabo
principalmente en el mundo, y en especial se realiza como servicio
a nuestros hermanos y hermanas. Dios quiere una religión práctica y
diaria: La religión que ayuda a los desvalidos y da fuerza a los
indefensos (Santiago 1:27; Mateo 25:31-46); la religión que no sólo
habla del amor, sino que lo pone en acción (Santiago 2:14-17; 1 Juan
3:17-18). El ritual nunca podrá remplazar el hacer lo correcto.
Buscar a Dios no sustituye el procurar que haya justicia en las
calles (Amós 5:21-24). La adoración y la oración no son medios para
sobornar a Dios a fin de que nos dé seguridad o alivio emocional.
Las ofrendas sacrificiales, los
cultos de adoración y las devociones privadas son significativas
sólo en el contexto de vidas de completa obediencia (véase 2 Samuel
24:24; Jeremías 7:21-26; 14:12; Oseas 6:6; Miqueas 6:6-8). El
problema de los fariseos en nuestro texto no fue simplemente que
discutieron con Jesús acerca de la doctrina de la santidad. Fue la
falta de confianza práctica en Dios y de obediencia a El. Fue
utilizar la religión como un cheque en blanco para excusar lo malo
que hacían. Jesús no se oponía a las reuniones religiosas públicas
que los fariseos realizaban regularmente. Los evangelios muestran
que El acostumbraba asistir a la sinagoga. Jesús no se oponía a la
oración privada que practicaban ni a su estudio de las Sagradas
Escrituras. Sin embargo, la adoración sin obediencia no tiene valor.
¿Hemos perdido en nuestras prácticas religiosas la realidad de la
verdadera adoración? ¿Ofrecen nuestros labios alabanzas a Dios
mientras que nuestras vidas marchan al ritmo del mundo? Nadie nos
acusaría a nosotros de legalismo. Pero, ¿estamos satisfechos con la
adoración vacía?
Isaías 58 tal vez sea el más
fuerte ataque en la Biblia contra la adoración vacía. Es una
respuesta a la queja del pueblo de Dios de que El no había
recompensado en forma adecuada la febril actividad religiosa de
ellos. Leamos la respuesta de Dios en los versículos 6-10:
[La adoración] que yo escogí, ¿no
es más bien desatar las ligaduras de impiedad, soltar las cargas de
opresión, dejar ir libres a los quebrantados y romper todo yugo? ¿No
es que compartas tu pan con el hambriento, que a los pobres
errantes albergues en casa, que cuando veas al desnudo lo cubras y
que no te escondas de tu hermano? Entonces nacerá tu luz como el
alba y tu sanidad se dejará ver en seguida; tu justicia irá delante
de ti y la gloria de Jehová será tu retaguardia. Entonces invocarás,
y te oirá Jehová; clamarás, y dirá él: “¡Heme aquí! Si quitas de en
medio de ti el yugo, el dedo amenazador y el hablar vanidad, si das
tu pan al hambriento y sacias al alma afligida, en las tinieblas
nacerá tu luz y tu oscuridad será como el mediodía”.
Entonces las naciones sabrán que
Jehová es Dios. Entonces el mundo incrédulo verá “vuestras buenas
obras y [glorificarán] a vuestro Padre que está en los cielos (Mateo
5:16). ¡Esa santidad, a la semejanza de Cristo, es contagiosa!
LA SANTIFICACIÓN EN UNA ERA
SECULAR
Desafortunadamente, la mayoría nos
hemos conformado con una santidad semejante a la de los saduceos,
esenios, zelotes o fariseos, en vez de la santidad a la semejanza de
Cristo. No vivimos en una comunidad en el desierto; por tanto, no
hay peligro de que nos aislemos. No celebramos los sacramentos con
frecuencia; por tanto, no estamos en peligro de caer victimas de la
santidad “ritualista”. En ciertos ambientes se podría discutir el
problema de la politización que equipararía la santidad con la
política de los partidos conservadores de derecha. Sin embargo,
quisiera tratar de la amenaza más seria que presentan dos problemas
insidiosos: la secularización y la privatización.
La secularización funcional se ha
infiltrado en muchas iglesias de santidad. Parece que nos afligiera
la tendencia de dividir nuestras vidas en compartimientos
organizados y herméticamente cerrados. Nuestra fe religiosa la
ponemos en uno de ellos, mientras que el resto de nuestra vida la
clasificamos en los otros compartimientos. La evidencia clara de
esto es la rígida agenda moral que poseen muchos miembros de los
grupos de santidad y los limitados recursos espirituales que tenemos
para expandir nuestra agenda. Hemos definido la santidad casi
exclusivamente en términos negativos: lo que no hacemos. Las únicas
evidencias positivas de santidad que recalcamos tienen que ver con
la piedad privada y personal: oración, devociones, asistencia a la
iglesia y otras prácticas; y con nuestras actitudes internas
secretas, las que generalmente vemos como un sentimiento indefinido,
cálido e inexplicable que llamamos amor.
Hemos transigido ante la
perspectiva no bíblica del mundo, de que hay áreas en las que Dios
no tiene nada que ver, que hay esferas seculares y esferas sagradas
en la vida. Jesús rechazó la idea de que algún área de la vida
estuviera fuera de la soberanía de Dios. Sin embargo, hemos hecho de
la santidad algo tan privado, que los cristianos hemos perdido
influencia en las esferas política, económica y moral de la vida
humana. Hemos relegado la santidad a nuestra vida privada e interna.
Las intenciones sanas son más importantes que la vida santa.
No debemos descuidar los recursos
espirituales de la piedad privada, pero tampoco debemos pensar que
se puede acumular santidad como un banco de reserva de ganancias
religiosas. La mayoría de nosotros vivimos cerca de otras personas,
ya sea en la universidad, la familia, la iglesia, el trabajo, el
vecindario. ¿Tiene alguna influencia nuestra fe en las dimensiones
sociales de la vida? Juan Wesley declaró: “La frase ‘santos
solitarios’ contradice la enseñanza del evangelio tanto como la
contradice la frase ‘adúlteros santos’. El evangelio de Cristo sólo
conoce la religión que es social, y sólo conoce la santidad que es
social”. Los que profesamos santidad únicamente en base
a lo que no hacemos, nos encontramos en el mismo nivel que los
bancos de la iglesia. Pero, ¿qué estamos haciendo?
Vivir la santidad auténtica, en el
mundo y para el mundo, es la expresión más apropiada de nuestra
adoración a Dios, porque así damos testimonio al mundo acerca de la
realidad de Dios. La santificación que opera dentro de las
supuestas esferas sagradas no es completa. Muchos hemos creído que
la palabra “entera”, en nuestra preciada doctrina de la entera
santificación, implica que cuando la “recibimos”, Dios ha terminado
su obra en nosotros. Luego podemos entrar tranquilamente al cielo.
¡Eso no es cierto!
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