domingo, 17 de junio de 2012


¿ES LA SANTIDAD
CONTAGIOSA?
Marcos 6:53—7:8, 14-23; 8:34-3 8
INTRODUCCIÓN
El refrán dice: “Dime con quién andas y te diré quién eres”. La evidencia es incontestable. Las personas adquieren las características de aquellos con quienes se asocian a menudo. Los casados —según se dice— después de un tiempo comienzan a asemejarse el uno al otro. La forma en que hablamos, las expresiones, la jerga —aun nuestras palabras nos delatan. Recuerde que el dialecto galileo común de Pedro lo delató durante el juicio de Jesús (Mateo 26:73).
No puede negarse el poder de la influencia. Los padres nunca animarían a sus hijos a cultivar una amistad estrecha con muchachos malos. Por el contrario, los padres se deleitan cuando sus hijos se llevan bien con los hijos de otras familias de la iglesia. Ninguno de nosotros permitiría que nuestros hijos adolescentes asistieran a una fiesta si sabemos que habrá alcohol y drogas. La presencia de adultos responsables es esencial aun en las actividades de jóvenes que organiza la iglesia.
No podemos negar el poder de la influencia. Sin embargo, la influencia es una calle de dos vías. Las personas malas pueden influir en las buenas para que hagan el mal. Pero, las personas buenas también pueden influir en las malas para que hagan el bien. La pregunta es: ¿Cuál tiene más poder? ¿El jabón o la suciedad? ¿El bien o el mal? ¿La santidad o la impureza?
La mayoría de las personas de la antigüedad daban por sentado que el mundo estaba divido en tres esferas. En un extremo estaba la esfera de lo santo, habitado por Dios y las personas y cosas consagradas a El; en el otro, estaba la esfera de lo impuro. En medio estaba la esfera común de la vida diaria. Tanto lo sagrado como lo impuro poseían una “fuerza misteriosa y atemorizante” inherente. Estas dos fuerzas trasfor­maban todo lo que entraba en contacto con ellas. Lo impuro y lo santo eran considerados intocables. Aquellos que los tocaban, llegaban a ser intocables también. Por ejemplo, las leyes del Antiguo Testamento prohibían tocar cosas impuras como los cadáveres, y cosas sagradas como el arca del pacto (véase Levítico 11—16; Números 6; 19; 31).
Tales reglas le recordaban a Israel la santidad trascendente de su Dios y la santidad que debía preservar como su pueblo escogido. También aseguraban que Israel permaneciera separada de las naciones paganas que la rodeaban. Después del exilio babilónico, la preocupación por la piedad basada en el ritual, y el desarrollo de regulaciones poco prácticas, hicieron que la mayoría de los judíos perdieran la esperanza en que fuera posible la santidad personal. Dieron por sentado que la impureza era contagiosa. Afirmaban que aun el contacto físico casual con una persona “impura” los hacía impuros.
OTROS PUNTOS DE VISTA ACERCA DE LA SANTIDAD
Diferentes grupos de judíos del primer siglo actuaban en formas distintas ante tal situación. Debo advertir que, al describir estos grupos, haré sólo una generalización amplia e inevitablemente simplista.
1.  Los saduceos daban por sentado que las realidades políticas y sociales demandaban que ellos transigieran frente a los que ocupaban el poder, a fin de mantener una coexistencia pacífica. Debido a que representaban la élite de la sociedad judía, tenían mucho que perder si no lograban disminuir la tensión. Quizá decían: “Es mejor ser romano que estar arruinado”. Escogieron seguir el camino de la secularización en vez de la santificación. Relegaron la santidad a los días de fiesta religiosa, en los lugares santos, cuando cumplían su oficio santo. Sin embargo, en los demás días y en los demás lugares, los saduceos pensaban que podían seguir una vida normal: Dejar de lado sus mandamientos y costumbres; ponerse al nivel de los romanos, en su propio terreno y bajo sus términos.
2.  En el extremo opuesto estaban los esenios, la secta judía que, según se cree, produjo y preservó los Rollos del mar Muerto. Ellos alegaban que el mal era tan poderoso y que los malos eran tan numerosos que debían evitar aun la interacción social normal con ellos. La vida diaria en el seno de la sociedad inevitablemente implicaba el riesgo de la contaminación fatal del pecado. Por lo tanto, los esenios se fueron a vivir en remotas comunidades monásticas, en el desierto, a muchos kilómetros de toda forma de pecado. El trabajo arduo, la disciplina rígida, el estudio constante de las Escrituras, las oraciones frecuentes y los repetidos baños rituales les permitieron evitar que el mundo contaminara su santidad, obtenida con tanto esfuerzo. Tomaron en forma muy literal la ley de Moisés para organizar la vida diaria en sus comunidades. Considere un ejemplo. Los esenios de la comunidad de Qumrán ordenaban apegarse estrictamente a Deuteronomio 23:12-14. Para cumplir el mandato bíblico, todos los miembros de la comunidad recibían un azadón para que prepararan lugares adecuados para hacer sus necesidades. Para los esenios, la santidad requería aislarse del mundo, es decir, relegaban la santidad a una vida al margen de la sociedad común. La santidad significaba aislamiento, y no la santificación de toda la vida.
3.  En contraste con aquellos que consideraban el escape y la separación como las únicas soluciones, los zelotes tomaron la vía de la oposición activa, a menudo violenta, ante el mal en el mundo. Los principales enemigos de la santidad, en su opinión, eran los romanos. Por lo tanto, los zelotes rehusaban pagar impuestos, pues hacerlo hubiera significado ser cómplices de los paganos invasores y reconocer que Israel era esclavo de Roma. Hubiera sido una traición ines­crupulosa al único y verdadero Dios. Convertir la santidad en asunto político les permitió justificar aun medios violentos para alcanzar fines justos, pues daban por sentado que la verdadera santidad no podía existir en un mundo caído y dominado por hombres malos.
4.  A pesar de la imagen moderna de los fariseos como legalistas pedantes, los esenios los consideraban demasiado liberales. Y, de acuerdo a los zelotes, los fariseos transigían con demasiada facilidad. Estos, sin embargo, creían que eran simplemente personas realistas en medio de un mundo extremista. A diferencia de los esenios, ellos reconocían la necesidad de adaptar las reglas del Antiguo Testamento al mundo moderno del primer siglo. No era suficiente repetir leyes inflexibles que se dieron para mantener la salud de un pueblo que vagaba por el desierto. Los fariseos no se oponían a tener retretes sanitarios, adecuados para los que vivían en una ciudad. Asimismo, para consternación de los zelotes, como una concesión necesaria ante las realidades existentes, los fariseos pagaban impuestos. A regañadientes. ¿Quién no lo hace? A diferencia de los saduceos, no eran amigos de Roma. Ellos añoraban el día cuando Israel gozara otra vez de autonomía. Pero, a diferencia de los zelotes, los fariseos no estaban dispuestos a emprender la lucha. Ellos esperaban la llegada del reino de Dios, cuando El destruiría a sus enemigos y vindicaría a su pueblo fiel.
En su afán por resguardar la santidad, los fariseos asumieron la responsabilidad de hacer más de lo que la ley requería y menos de lo que permitía. Aunque eran laicos, voluntariamente adoptaron las leyes sobre la pureza que eran sólo para los sacerdotes que ministraban en el templo. No sólo el pan sin levadura que comían los sacerdotes en el templo debía considerarse santo delante de Dios, sino todas las comidas. Los fariseos intentaron extender los límites del sacerdocio santo para incluir a toda la gente. Aumentaron las regulaciones que resguardaban el carácter sagrado del santo templo e inclu­yeron todos los lugares (véase Éxodo 19:5-6; 1 Pedro 2:9-10).
Los fariseos dieron por sentado, como lo hicieron la mayoría de los contemporáneos de Jesús, que la impureza era contagiosa y una amenaza para la santidad. Ellos sabían que no podían cumplir perfectamente todas sus reglas. Por lo tanto, desarrollaron y aumentaron lo que el Antiguo Testamento enseñaba sobre los medios para purificarse, aun después del contacto inadvertido con lo impuro (véase Levítico 15). Para esto, la regla normalmente era seguir un procedimiento ritual establecido para lavarse las manos: dos veces, con cantidades específicas de agua y ciertas posiciones de las manos. La mayoría de los fariseos vivían cerca de Jerusalén, de manera que podían ofrecer los diferentes sacrificios para expiar por su contaminación y restablecer su santidad manchada.
Los fariseos estaban expuestos a la contaminación de la vida en el mundo y a los inevitables contactos con la maldad que allí enfrentaban. Su llamado legalismo tenía el propósito de preservar su frágil santidad en ese ambiente hostil. Con sus 613 reglas generales y especiales, los fariseos intentaron “construir una cerca alrededor de la ley”. Al observar esas directrices prácticas y específicas para la vida santa, una persona podía evitar aun la apariencia de mal. Por medio de su cerca protectora, los fariseos evitaban aun hechos que no eran malos, pero que podían guiar a acciones pecaminosas. Por ejemplo, establecieron una lista de 39 actividades que no se podían realizar el día de reposo. Entre estas, se prohibía a la mujer mirarse en el espejo el día sábado; puesto que la mujer es vanidosa, se evitaba la posibili­dad de que al ver una cana, fuera tentada a “arrancarla”, violando así el mandamiento que prohibía trabajar en el día de reposo.
Describir a todos los fariseos como legalistas e hipócritas es infundado e injusto. Su preocupación por construir una cerca alrededor de la ley fue una expresión honesta de su compromiso para cum­plir, en el mundo, los términos del pacto de Israel con Dios. Ellos no pensaban que cumplir la ley los salvaría. Sabían que su relación con Dios estaba fundamentada sólo en la gracia divina. Sin embargo, tomaron seriamente la obediencia a este Dios que les manifestaba su gracia. El acercamiento de los fariseos a la santidad podría llamarse la senda a la privatización y ritualización. Y, dondequiera que se relega la santidad a la esfera de la piedad privada y al ritual, el legalismo encuentra terreno fértil.
La ética de los fariseos, de construir una cerca, tiene una analogía moderna: los conductores cautelosos que colocan su control de velocidad de crucero a 70 kilómetros por hora aunque la velocidad límite sea de 80. Ellos actúan con precaución para evitar el riesgo de exceder la velocidad límite.
Tal vez una mejor analogía se encuentre en la explicación de por qué las iglesias tradicionales del movimiento de santidad se oponen al baile social. No es que los movimientos rítmicos del cuerpo sean malos, sino que podrían conducir a relaciones sexuales ilícitas. El baile, como alguien ha dicho, es “una expresión vertical de una idea horizontal”.
Muchos cristianos en cierta época rehusaban ser clientes de res­taurantes o almacenes que vendieran bebidas alcohólicas, aun cuando ellos no tenían intención de comprar licor. Otros boicoteaban todos los cines, sin importar la película que estuvieran presentando, para no seguir la resbalosa pendiente que podría llevarlos de Bambi a la pornografía. Otros nos dicen que no compremos ciertos productos porque hay rumores infundados de que el fabricante apoya el satanismo.
Permítame dirigir unas palabras a aquellos que piensan que estas son trivialidades. Tenemos que admitir que nuestros predecesores en el movimiento de santidad, al rechazar cosas tales como joyas, cosméticos y medias sin costura para mujeres, “se aferraron a distinciones que eran triviales”. Sin embargo, como afirmó Elton Trueblood: “El error de tales acciones no es estar dispuesto a ser una minoría consciente, sino más bien llegar a distinciones muy simples”.
En un tiempo cuando los no wesleyanos están redescubriendo el llamado de la Escritura a una vida ética, es prioritario que los wesleyanos contemporáneos, que navegan sin dirección en mares de indecisión moral, reconsideren las implicaciones prácticas de la dimensión de separación en la santidad. Claramente, nuestra época es menos “amiga de la gracia” (Watts) que la de nuestros predecesores. Aunque ellos hayan sido culpables de incluir cosas triviales en el llamado a la separación, no debemos caer en el error de abandonar ese llamado. En la actualidad, demasiadas personas del pueblo de santidad, avergonzadas de los legalismos del pasado, se entregan a la licencia extrema de la anarquía moderna. Si profesan aun creer en la santidad, no tienen idea alguna de la diferencia que podría causar en sus vidas.
Nuestros antecesores del movimiento de santidad no estaban totalmente errados. El llamado bíblico a la santidad involucra separación del mundo, piedad personal y obediencia radical a la voluntad de Dios. Y, antes que declaremos completamente inocentes a los fariseos, veamos las palabras de Jesús (en Mateo 23:23): “¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas!, porque diezmáis la menta, el anís y el comino, y dejáis lo más importante de la Ley: la justicia, la misericordia y la fe. Esto era necesario hacer, sin dejar de hacer aquello”. Antes que desechemos a la ligera el legalismo por cosas insignificantes que preocupó a los fariseos y a nuestros padres teológicos, debemos preguntarnos: ¿Estamos más comprometidos que los fariseos con lo que Jesús llamó “lo más importante de la Ley: la justicia, la misericordia y la fe”? ¿Estamos tan dispuestos como nuestros antecesores a ser una “minoría consciente”, pero por asuntos que realmente importan? Si ellos demandaban más de lo que Dios o las Escrituras requerían, ¿pensamos que podemos sobrevivir espiritualmente con menos?
Los fariseos trataron de vivir en el mundo sin que éste los contaminara. Esto, como recordará, es similar a lo que Jesús pidió al orar para que sus discípulos experimentaran la santificación (Juan 17:14-19). Sin embargo, el enfoque de Jesús fue muy diferente al de los fariseos. Su preocupación no era sólo que los cristianos fueran guardados de la maldad del mundo y protegidos del maligno. Su preocupación era que fueran “verdaderamente santificados” —para enviarlos al mundo así como El fue enviado al mundo— para que el mundo fuera guiado a creer por la influencia de sus vidas llenas de amor santo.
Aunque los fariseos constituían la más grande de las cuatro sectas judías principales, en realidad no eran numerosos. Se calcula que formaban sólo el uno o dos por ciento de la población de Palestina. Sin embargo, su influencia sobre las mentes de las masas era considerable. Sus puntos de vista eran acogidos ampliamente, aunque la vasta mayoría de los judíos del primer siglo no podían, o no querían, dedicar tiempo ni esfuerzo para observar las escrupulosas prácticas farisaicas. Como resultado, la mayoría de los judíos aceptaban la evaluación de los fariseos de que las masas eran personas pecadoras sin esperanza. Pocos judíos del primer siglo intentaban seriamente observar las reglas rabínicas para preservar y restaurar la santidad ritual. Los fariseos mencionados en nuestro texto las cumplían, pero al parecer sólo les preocupaba su propia salvación.
EL PODER DE LA SANTIDAD
Todo esto explica por qué Jesús enfrentó tanta oposición. El enseñó que la única impureza que podía contaminar a una persona era la impureza moral (Marcos 7:17-22). También dio por sentado que la santidad ética era contagiosa. Aunque El era el “Santo de Dios”, su santidad amenazó sólo el mal, no a las personas que eran víctimas desvalidas del mal.
Al negarse a practicar el acostumbrado lavamiento de las manos antes de comer, Jesús no estaba rechazando la higiene básica, sino la idea de que El pudiera haberse “contaminado” por el contacto casual con personas pecaminosas. Los milagros de sanidad que realizó el día de reposo parecen haber sido afrentas deliberadas a la susceptibilidad popular respecto a los días sagrados. Nada urgente obligó a Jesús a sanar a personas que habían sufrido su aflicción por muchos años (véase Lucas 13:10-17). ¿Hubiera afectado en algo esperar un día más? Pero Jesús dijo: “El sábado fue hecho por causa del hombre, y no el hombre por causa del sábado” (Marcos 2:27). Era apropiado hacer el bien y satisfacer las necesidades de las personas, aun en el día de reposo (véase Mateo 12:9-14). Lo que hace el día sagrado o mundano son las obras de la persona, y no el día de la semana.
Jesús se asoció libremente con personas pecaminosas e impuras. La mayoría de sus contemporáneos judíos creían que comer con otros era aceptarlos como amigos, aceptarlos como eran, excusar su pecado, transigir, y por lo tanto, contaminarse. Sin embargo, Jesús aceptó invitaciones a comer en las casas de pecadores conocidos, pasando por alto en forma patente la susceptibilidad judía. Se asoció con cobradores de impuestos, quienes por ganarse la vida, habían transigido a los valores de la Roma pagana, y por lo tanto, eran impuros.
Jesús desechó costumbres sociales que daban por sentado que la impureza era más poderosa que la santidad (véase Mateo 15:1-20). Los evangelios nos dicen que El tocó a leprosos, liberándolos de su impureza (véase Lucas 5:12-16; 17:11-19). A diferencia de la mayoría de los hombres judíos de su época, El aceptó a las mujeres —aun prostitutas y adúlteras— como seres humanos (7:36—8:3; Juan 8:1-11). Lejos de contaminarse, Jesús sintió que de El había salido “poder” cuando lo tocó una mujer que sufría de un trastorno menstrual crónico (Lucas 8:43-48; 6:17-19). El dedicó tiempo para bendecir a los niños, a quienes consideraban “sin importancia”, asombrando así aun a los discípulos (18:15-17). Jesús se arriesgó acercándose a aquellos que estaban poseídos por espíritus malos, y causó que los demonios huyeran al enfrentar su poderosa santidad (8:26-29). Jesús no titubeó en poner sus manos sobre los enfermos, a pesar de la idea común en su tiempo de que las personas se enfermaban por causa de su pecado. Al tocarlos, les dio sanidad y perdón (Marcos 2:1-12; 6:53-56; Juan 9:1-3). El tocó aun a los muertos y. al hacerlo, les dio vida (Lucas 7:11-17; 8:41-42, 49-56; Juan 11). Además, a los religiosos que estaban entre la multitud, Jesús los contrarió mencionando como héroes de sus parábolas a pecadores perdidos, cobradores de impuestos y aun samaritanos (Lucas 10:25-37; 15:1-2; 18:9-14), y al elogiar la fe y los hechos de gentiles y otros menospreciados por la sociedad, dando a entender que eran superiores a los judíos que confiaban en su propia justicia (7:1-10; 11:37-54; 19:1-10).
Aunque el punto de vista de Jesús acerca de la santidad era correcto, El arriesgó algo al ministrar a los impuros: su reputación. Los fariseos lo hubieran despreciado, como otro más de las masas impuras, si no hubiera sido por la gran reputación que tenía entre las multitudes como un maestro religioso con credibilidad: un hombre santo. Jesús no sólo se mostraba indiferente a las observancias que distinguían entre lo puro y lo impuro, entre lo santo y lo profano. El guiaba a otros a pensar y actuar de la misma manera.
No es de extrañar que, en el nombre de la religión, los enemigos de Jesús se propusieran eliminarlo por ser una seria amenaza a la perspectiva que ellos tenían de su mundo. Ellos justificaron su antagonismo hacia Jesús describiéndolo como glotón y borracho, amigo de cobradores de impuestos y pecadores (Lucas 7:34). Esta descripción fue más que una acusación de culpabilidad por asociación: “Dime con quién andas...”Fue una declaración de guerra. Identificaron a Jesús como alguien que merecía la muerte (véase Deuteronomio 21:18-23). El intento de Jesús de limpiar el templo eliminando objetos religiosos extraños, para dar lugar a los adoradores gentiles, parece haber sido la última gota que hizo rebosar el vaso con agua (véase Marcos 11:15-18; 14:53-59). De manera que fueron la ley y hombres “santos” que guardaban la ley, los que finalmente llevaron a Jesús a la muerte.
Después Jesús instó a sus seguidores a que llevaran las buenas nuevas a personas de todas las naciones (Mateo 28:18-20; Lucas 14:15-24; Hechos 1:8). El libro de Hechos muestra que los discípulos, influenciados por las tradiciones del exclusivismo judío, al principio se resistieron a realizar la misión a los gentiles. Ni siquiera el don del Cristo exaltado, el Espíritu Santo, venció inmediatamente los prejui­cios religiosos. No ocurrió de un día para otro, pero, con el paso del tiempo, entendieron e imitaron el concepto radical de Jesús acerca de la santidad contagiosa. Pedro requirió una visión triple para entender que los gentiles eran candidatos apropiados para recibir el poder purificador de Dios (Hechos 10). Otros cristianos judíos, aun los apóstoles, al principio lo reprendieron por haberse involucrado en algo tan arriesgado (11:1-18; 15). Sin embargo, ni siquiera Pedro pudo conciliar siempre lo que recién había aprendido y sus viejos amigos, tal como el apóstol Pablo tuvo que recordárselo en una confrontación pública (Gálatas 2:11-21).
Tal vez sea tiempo de explicar mi extraño uso de la palabra “contagiosa”. Al usar este término, no quiero decir que la santidad enferme a las personas o que podamos “contagiamos” de santidad sencillamente al pasar tiempo con una persona santa. Lo que estoy afirmando es que la santidad es más poderosa que el pecado; de hecho, tiene poder para derrotar al pecado en su propio terreno. Quiero decir que la santidad auténtica es al menos tan contagiosa como la risa, que la santidad es atractiva y cautivadora, y que transforma todo lo que toca.
La confianza en el poder contagioso de la santidad llevó al apóstol Pablo a instar a los cristianos cuyos cónyuges no fueran creyentes, a que no se divorciaran (1 Corintios 7:10-16). El estaba convencido de que el cónyuge creyente “santificaría” al incrédulo. Estaba convenci­do de que la santidad es más poderosa que la incredulidad, el pecdo, la idolatría y cualquier otro problema. El creyente puede llevar a su cónyuge y a sus hijos a la fe.
Pablo conocía el poder del “Espíritu santificador”. Pero también conocía el poder de la convicción. “Yo sé, y confío en el Señor Jesús, que nada es impuro en sí mismo; pero para el que piensa que algo es impuro, para él lo es” (Romanos 14:14).
EL PODER DE LA CONVICCIÓN
¿Estamos convencidos del poder purificador y contagioso de la santidad? Quizá muchos consideremos los tabúes rituales —tales como los que acostumbraban evitar los judíos del primer siglo— como un reflejo de supersticiones primitivas. Hoy, consideramos mental­mente enfermas a las personas que se preocupan por realizar purifi­caciones meticulosas después del contacto casual con pecadores.
Sin embargo, en muchas otras formas, nuestras prácticas a veces indican que apreciamos más el punto de vista de los oponentes de Jesús que el de Jesús, Pablo y la iglesia primitiva. ¿Estamos realmen­te convencidos de que Dios es más fuerte que Satanás? ¿Que el Santo es más fuerte que el maligno? ¿Que el bien es más fuerte que el mal? ¿Que lo correcto es más fuerte que el poder? ¿Que la gracia es mayor que nuestro pecado? ¿Que el Espíritu es más fuerte que la carne?
¿Creemos realmente que la santidad es contagiosa? ¿O estamos tan preocupados con nuestra preservación que no hacemos nada para ayudar a los necesitados? ¿Evitamos acercamos a las víctimas del SIDA porque nuestra supervivencia personal es más importante que servir a la semejanza de Cristo? ¿Es nuestra reputación religiosa más importante que la realidad? ¿Nos preocupa más cuán santos piensan algunos que somos, en vez de ser santos? ¿Fuimos purificados y recibimos poder para servir en el nombre de Jesús? Si es así, ¿estamos demostrando nuestra santificación por medio de un servicio desinteresado? ¿O estamos almacenando virtud para una contingencia futura?
Si Dios es la Fuente de la santidad auténtica, ¿acaso no estamos convencidos de que su provisión es inagotable? ¿Persuadiremos alguna vez a los incrédulos sobre la realidad y el poder purificador de Jesucristo si nos escondemos temerosos en algún lugar con un “grupito de santos”? ¿Cuándo saldremos y avanzaremos al frente de batalla, en donde se enfrentan las fuerzas del bien y del mal?
Pero, ¿cómo confrontamos un mundo impuro con la convicción de que la santidad es contagiosa? ¿Cómo confortamos con el optimismo de la gracia a los heridos? ¿Qué se necesita para persuadirnos de que en verdad un Dios santo puede transformar este planeta impío por medio de un pueblo santo?
CORAZONES TRANSFORMADOS
Sólo la transformación que se lleva a cabo de adentro hacia afuera, y que llamamos entera santificación, puede capacitar al pueblo de Dios para servirle y guiar al mundo para que sepa que El es Dios. Jesús cita las palabras de Isaías (29:13): “Este pueblo de labios me honra, mas su corazón está lejos de mí, pues en vano me honran, enseñando como doctrinas, mandamientos de hombres” (Marcos 7:6-7). Ezequiel enseñó algo similar: “Os daré un corazón nuevo y pondré un espíritu nuevo dentro de vosotros. Quitaré de vosotros el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Pondré dentro de vosotros mi espíritu, y haré que andéis en mis estatutos y que guardéis mis preceptos y los pongáis por obra” (36:26-27).
La tentación en que cayeron los fariseos es común entre las per­sonas religiosas. Es la de cumplir sólo las “leyes” que conducen a la adoración formal. Pero, la preocupación de Dios va más allá de las interrupciones en nuestra rutina diaria para adorar. Va más allá de la asistencia fiel a los cultos de la iglesia. La adoración involucra más que alabar con palabras o adorar sólo en el santuario.
La demanda de Dios para nosotros se extiende a las dimensiones de la vida supuestamente seculares y las sagradas. Dios ansía guiar todos los días de nuestra vida, no sólo los especiales. “O toda la vida cristiana es adoración, y las reuniones y actos sacramentales de la comunidad equipan e instruyen para esto, o dichas reuniones y actos resultan absurdas”. La verdadera adoración no consiste sólo en lo que se practica en los sitios sagrados, en tiempos sagrados y con actos sagrados, sino es también la ofrenda de nosotros mismos como sacrificios vivos en nuestra existencia diaria en el mundo (Romanos 12:1-2). Hablar de la adoración en este sentido bíblico amplio requiere que se tome en cuenta la ética personal y social, así como las discipli­nas espirituales privadas y comunitarias.
La verdadera adoración, como respuesta sincera del creyente a Dios, se lleva a cabo principalmente en el mundo, y en especial se realiza como servicio a nuestros hermanos y hermanas. Dios quiere una religión práctica y diaria: La religión que ayuda a los desvalidos y da fuerza a los indefensos (Santiago 1:27; Mateo 25:31-46); la religión que no sólo habla del amor, sino que lo pone en acción (Santiago 2:14-17; 1 Juan 3:17-18). El ritual nunca podrá remplazar el hacer lo correcto. Buscar a Dios no sustituye el procurar que haya justicia en las calles (Amós 5:21-24). La adoración y la oración no son medios para sobornar a Dios a fin de que nos dé seguridad o alivio emocional.
Las ofrendas sacrificiales, los cultos de adoración y las devociones privadas son significativas sólo en el contexto de vidas de completa obediencia (véase 2 Samuel 24:24; Jeremías 7:21-26; 14:12; Oseas 6:6; Miqueas 6:6-8). El problema de los fariseos en nuestro texto no fue simplemente que discutieron con Jesús acerca de la doctrina de la san­tidad. Fue la falta de confianza práctica en Dios y de obediencia a El. Fue utilizar la religión como un cheque en blanco para excusar lo malo que hacían. Jesús no se oponía a las reuniones religiosas públicas que los fariseos realizaban regularmente. Los evangelios muestran que El acostumbraba asistir a la sinagoga. Jesús no se oponía a la oración pri­vada que practicaban ni a su estudio de las Sagradas Escrituras. Sin embargo, la adoración sin obediencia no tiene valor. ¿Hemos perdido en nuestras prácticas religiosas la realidad de la verdadera adoración? ¿Ofrecen nuestros labios alabanzas a Dios mientras que nuestras vidas marchan al ritmo del mundo? Nadie nos acusaría a nosotros de lega­lismo. Pero, ¿estamos satisfechos con la adoración vacía?
Isaías 58 tal vez sea el más fuerte ataque en la Biblia contra la adoración vacía. Es una respuesta a la queja del pueblo de Dios de que El no había recompensado en forma adecuada la febril actividad religiosa de ellos. Leamos la respuesta de Dios en los versículos 6-10:
[La adoración] que yo escogí, ¿no es más bien desatar las ligaduras de impiedad, soltar las cargas de opresión, dejar ir libres a los quebrantados y romper todo yugo? ¿No es que com­partas tu pan con el hambriento, que a los pobres errantes alber­gues en casa, que cuando veas al desnudo lo cubras y que no te escondas de tu hermano? Entonces nacerá tu luz como el alba y tu sanidad se dejará ver en seguida; tu justicia irá delante de ti y la gloria de Jehová será tu retaguardia. Entonces invocarás, y te oirá Jehová; clamarás, y dirá él: “¡Heme aquí! Si quitas de en medio de ti el yugo, el dedo amenazador y el hablar vanidad, si das tu pan al hambriento y sacias al alma afligida, en las tinieblas nacerá tu luz y tu oscuridad será como el mediodía”.
Entonces las naciones sabrán que Jehová es Dios. Entonces el mundo incrédulo verá “vuestras buenas obras y [glorificarán] a vuestro Padre que está en los cielos (Mateo 5:16). ¡Esa santidad, a la semejanza de Cristo, es contagiosa!
LA SANTIFICACIÓN EN UNA ERA SECULAR
Desafortunadamente, la mayoría nos hemos conformado con una santidad semejante a la de los saduceos, esenios, zelotes o fariseos, en vez de la santidad a la semejanza de Cristo. No vivimos en una comunidad en el desierto; por tanto, no hay peligro de que nos aislemos. No celebramos los sacramentos con frecuencia; por tanto,  no estamos en peligro de caer victimas de la santidad “ritualista”. En ciertos ambientes se podría discutir el problema de la politización que equipararía la santidad con la política de los partidos conservadores de derecha. Sin embargo, quisiera tratar de la amenaza más seria que presentan dos problemas insidiosos: la secularización y la privatización.
La secularización funcional se ha infiltrado en muchas iglesias de santidad. Parece que nos afligiera la tendencia de dividir nuestras vidas en compartimientos organizados y herméticamente cerrados. Nuestra fe religiosa la ponemos en uno de ellos, mientras que el resto de nuestra vida la clasificamos en los otros compartimientos. La evidencia clara de esto es la rígida agenda moral que poseen muchos miembros de los grupos de santidad y los limitados recursos espirituales que tenemos para expandir nuestra agenda. Hemos definido la santidad casi exclusivamente en términos negativos: lo que no hacemos. Las únicas evidencias positivas de santidad que recalcamos tienen que ver con la piedad privada y personal: oración, devociones, asistencia a la iglesia y otras prácticas; y con nuestras actitudes internas secretas, las que generalmente vemos como un sentimiento indefinido, cálido e inexplicable que llamamos amor.
Hemos transigido ante la perspectiva no bíblica del mundo, de que hay áreas en las que Dios no tiene nada que ver, que hay esferas seculares y esferas sagradas en la vida. Jesús rechazó la idea de que  algún área de la vida estuviera fuera de la soberanía de Dios. Sin embargo, hemos hecho de la santidad algo tan privado, que los cristianos hemos perdido influencia en las esferas política, económica y moral de la vida humana. Hemos relegado la santidad a nuestra vida privada e interna. Las intenciones sanas son más importantes que la vida santa.
No debemos descuidar los recursos espirituales de la piedad privada, pero tampoco debemos pensar que se puede acumular santidad como un banco de reserva de ganancias religiosas. La mayoría de nosotros vivimos cerca de otras personas, ya sea en la universidad, la familia, la iglesia, el trabajo, el vecindario. ¿Tiene alguna influencia nuestra fe en las dimensiones sociales de la vida? Juan Wesley declaró: “La frase ‘santos solitarios’ contradice la enseñanza del evangelio tanto como la contradice la frase ‘adúlteros santos’. El evangelio de Cristo sólo conoce la religión que es social, y sólo conoce la santidad que es social”. Los que profesamos santidad únicamente en base a lo que no hacemos, nos encontramos en el mismo nivel que los bancos de la iglesia. Pero, ¿qué estamos haciendo?
Vivir la santidad auténtica, en el mundo y para el mundo, es la expresión más apropiada de nuestra adoración a Dios, porque así damos testimonio al mundo acerca de la realidad de Dios. La santificación que opera dentro de las supuestas esferas sagradas no es completa. Muchos hemos creído que la palabra “entera”, en nuestra preciada doctrina de la entera santificación, implica que cuando la “recibimos”, Dios ha terminado su obra en nosotros. Luego podemos entrar tranquilamente al cielo. ¡Eso no es cierto!

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