EL PUNTO DE VISTA HISTORICO
Al interpretar un documento es de
primordial importancia descubrir quien fue su autor y determinar la
época, el lugar y las circunstancias en que escribió. Por
consiguiente, el intérprete debe tratar de olvidar el momento y
circunstancias actuales y trasladarse a la posición histórica del
autor, mirar a través de sus ojos, darse cuenta del ambiente en que
actuó, sentir con su corazón y asir sus emociones. Aquí notamos el
alcance del término “interpretación histórico‑gramatical”. Tenemos que
apropiarnos no sólo la tendencia gramatical de las palabras y frases
sino, también, sentir la fuerza y la situación de las circunstancias
históricas que, en alguna forma, pudieron afectar al escritor. De ahí,
también, puede deducirse cuán íntimamente relacionado puede estar el
objeto o designio de un escrito con la ocasión que sugirió su
producción. La individualidad del escritor, su medio ambiente, sus
necesidades y deseos, su relación para con aquellos para quienes
escribió, su nacionalidad y la de ellos, el carácter de la época en
que escribió, todas estas cosas son asuntos de la mayor importancia
para una perfecta interpretación de los varios libros de la Biblia.
Especialmente debiera el intérprete tener un concepto claro del orden
de los acontecimientos relacionados con todo el curso de la historia
sagrada, tales como la historia contemporánea (hasta donde se pueda
conocer) de las grandes naciones y tribus de los tiempos patriarcales;
los grandes poderes de Egipto, Asiria, Babilonia y Persia, naciones
con las cuales los israelitas estuvieron varias veces en contacto; el
Imperio Macedónico, con sus posteriores ramas tolemaicas y
seleucidaicas (que infligieron muchas penas al pueblo judío) y la
conquista y dominio subsiguientes de los romanos. El exegeta debiera
ser capaz de situarse en cualquier punto de esta línea de la Historia,
donde quiera que pueda hallar la época de su autor; y desde allí asir
vívidamente las remotas circunstancias. Debe buscar familiaridades
con las costumbres, vida, espíritu, ideas y ocupaciones de aquellas
diferentes épocas y tribus y naciones, para poder distinguir
prontamente entre lo que perteneció a una y lo que perteneció a otra.
Con semejante conocimiento estará habilitado no sólo para trasportarse
con el pensamiento a una época dada sino, también, para evitar el
confundir las ideas de una época o raza con las de otra.
No es tarea fácil el despojarse
del instante actual y transportarse a una época pasada. A medida que
avanzamos en conocimientos generales y alcanzamos una civilización
más elevada, inconscientemente pasamos más allá de las antiguas
costumbres e ideas. Perdemos el espíritu de los tiempos antiguos y nos
llenamos con la generalización más amplias y los procedimientos más
científicos del pensamiento moderno. La inmensidad del universo, la
vasta acumulación de los estudios e investigaciones humanas, el
influjo de grandes instituciones civiles y eclesiásticas y el poder
del sentimiento y opiniones tradicionales, rigen y modelan nuestro
modo de pensar en una medida de la que apenas nos damos cuenta.
Arrancarse uno a sí mismo de estas cosas y volver, con el espíritu, a
las épocas de Moisés, David, Isaías, Esdras, Mateo y Pablo, y
colocarse en el punto de vista histórico de esos escritores a fin de
ver y de sentir como ellos, seguramente no es tarea fácil. Sin
embargo, si verdaderamente asimos el espíritu y sentimos la fuerza
viva de los antiguos oráculos de Dios, tenemos que recibirlos con una
sensación análoga a la que experimentaron los corazones de aquellos a
quienes fueron dados de inmediato.
No pocos devotos lectores de la
Biblia están tan impresionados con ideas exaltadas acerca de la
gloria y santidad de sus antiguos personajes, que se hallan expuestos
a contemplar el registro de sus vidas en una luz falsa. Para algunos
es difícil creer que un Moisés y un Pablo no conociesen los
acontecimientos de épocas modernas. Hay quienes se imaginan que la
sabiduría de Salomón debió abarcar todo lo que el hombre puede saber.
Piensan que Isaías y Daniel deben haber discernido todas los
acontecimientos futuros tan claramente como si ya hubieran ocurrido y
que los escritores del Nuevo Testamento deben haber sabido qué
historia e influencia había de tener en épocas posteriores la obra de
sus vidas. En la mente de tales personas, los nombres de Abraham,
Jacob, Josué, Jefté y Sansón, están tan asociados con pensamientos
santos y revelaciones sobrenaturales, que medio se olvidan de que
fueron hombres sujetos a las mismas pasiones que nosotros. Una
indebida exaltación de la santidad de los santos bíblicos es posible
que perjudique la correcta exposición histórica.
La vocación e inspiración divina
de los profetas y apóstoles no anuló o hizo a un lado sus potencias
humanas naturales; y el intérprete bíblico no debe cometer el error de
consentir que su visión sea de tal manera deslumbrada por la gloria de
la misión divina de aquellos hombres que lo cieguen acerca de los
hechos de la historia. La astucia y engaño de Abraham, así como de
Isaac y Jacob; las pasiones temerarias de Moisés y la brutalidad
bestial de muchos de los jueces y reyes de Israel, no son cosas que
deban quererse esconder o disimular. Son hechos que el intérprete debe
reconocer debidamente; y cuanto más plena y vívidamente se dé uno
cuenta de esos hechos y los coloque en su verdadera luz y su aspecto
real, tanto más exactamente entenderemos el verdadero intento de las
Escrituras.
En la exposición de los Salmos,
una de las primeras cosas que hay que inquirir es el punto personal en
que el autor se coloca. De los poetas hebreos puede decirse como de
los de todas las otras naciones, que la interpretación de su poesía
depende menos de la crítica verbal que de la simpatía con los
sentimientos del autor, el conocimiento de sus circunstancias y
atención al objeto y dirección de sus declaraciones. Hay que
colocarse uno mismo en su condición, adoptar sus sentimientos, dejarse
llevar a flote con la corriente de sus sentimientos, ser consolado con
sus consolaciones, o agitado por la tormenta de sus emociones.
¡Cuánta vividez y realidad
aparecen en las epístolas de San Pablo cuando las estudiamos en
conexión con el relato de sus viajes y labores apostólicos y los
aspectos físicos y políticos de los países por los cuales ha pasado!
Desde este punto de vista cuán reales y llenas de vida son todas las
alusiones de sus epístolas. Debe buscarse cuidadosamente la situación
y condición de las personas e iglesias de que habla. Especialmente sus
epístolas a los Corintios y las de su prisión perderían la mitad de su
interés y valor si no fuese por el conocimiento que otras epístolas
nos proporcionan acerca de personas, incidentes y lugares. Qué tierno
encanto presta a la Epístola a los Filipenses el conocimiento que
tenemos de las primeras experiencias del apóstol en aquella colonia
romana, sus visitas posteriores a ella y el pensamiento de que la
escribe en su prisión, en Roma, mencionando frecuentemente sus
cadenas (Fil. 1:7, 13, 14) y de las bondades que los filipenses le
habían manifestado (4:15‑18).
Vemos, pues, que un buen canon
de interpretación, debe tomar muy en consideración la persona y las
circunstancias del autor, la época y el sitio en qué escribió y la
ocasión y los motivos que le movieron a escribir. Y no debemos omitir
el hacer investigaciones análogas acerca del carácter, condiciones e
historia de aquellos para quienes se escribió el libro que estudiamos
y de aquellos a quienes el libro menciona.
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