La Santificación del Yo
La persona redimida recibe el
Espíritu Santo al convertirse. Sin embargo, es bueno distinguir esta
recepción del Espíritu en la conversión de lo que a menudo llamamos la
“plenitud” o “ser llenos” del Espíritu. Estar “llenos del Espíritu”
equivale a decir que entonces Cristo nos posee por entero. Y nosotros
lo tenemos a El en plenitud sólo cuando El nos posee a nosotros por
entero. Tanto teórica como racionalmente, no hay razón para que esta
doble posesión no ocurra simultáneamente con la conversión. Pero en la
práctica, y en nuestros tiempos, el ser lleno del Espíritu parece
estar bastante separado de la conversión. Esta recepción del Espíritu
Santo es lo que Pablo expresa en Romanos 5:5, “Porque el amor de Dios
está derramado en nuestros corazones por el Espíritu que nos es dado”.
En cierta ocasión estaba predicando
sobre este texto, pero las circunstancias que nos rodeaban eran bien
poco inspiradoras. Ya habían pasado las vacaciones de navidad y los
predicadores habíamos regresado de los distintos lugares a donde
habíamos ido a evangelizar. Era un día lluvioso y frío, y estábamos
celebrando el culto en el piso húmedo de una humilde casa indígena de
paredes de barro, tratando de conducir un culto de adoración ese
domingo por la mañana. En varios lugares donde habíamos procurado
predicar nos habían rechazado con ira, y todos nos sentíamos con una
amarga sensación de fracaso y el ánimo por los suelos. Yo estaba
tratando de predicar un corto mensaje cuando, de pronto, recibí una
inspiración repentina, algo que todos los predicadores conocen bien
cuando se les da algo “de arriba”. Era un pensamiento acerca de la
expresión “derramarse”. Dios es amor, y cuando decimos que Dios
“derramó su amor”, queremos significar que El se derramó a Sí mismo
en la Persona del Espíritu Santo. Para entender mejor el significado
de derramar, usemos la ilustración de la luz. Cuando se enciende la
luz la bombilla eléctrica se ilumina, e instantáneamente la luz se
derrama en todas direcciones ocupando todos los rincones y
escondrijos de la habitación. Lo único que impide que la luz lo llene
todo es la presencia de objetos opacos, tales como cajas, muebles,
personas, etc.
Entonces les hablé a mis amigos
indios de la fiesta de Diwali. Esta festividad india cae en el
otoño después que han pasado las lluvias. Antes de la fiesta se
limpian todas las casas, se lavan pisos y paredes, y la casa se
ilumina con lamparitas. Les recordé que en esa fiesta ellos sacan
fuera de la casa todos los muebles y objetos pesados para hacer una
limpieza a fondo. Les dije entonces que en nuestro corazón hay también
toda clase de objetos opacos, que producen sombra, y que es necesario
permitir al Espíritu Santo hacer una limpieza a fondo, de modo que El
pueda iluminarnos por completo. Les dije que algunos de esos objetos
opacos son los celos, la ira, la maledicencia, la amargura, el amor al
dinero, y cosas semejantes.
No creo que mi ilustración haya
hecho mucha impresión en los predicadores que me rodeaban. Era
demasiado simple y muy poco teológica. Pero un hombre del campo estaba
escuchando con ávida atención. Aunque era un recién convertido,
todavía no estaba satisfecho de sí mismo. Ponía demasiado sus ojos en
los demás cristianos y sus defectos. Estaba resentido y amargado
porque no le daban puestos de responsabilidad en la iglesia. Muchos de
sus resentimientos habían crecido en forma desproporcionada.
Pasaron algunas semanas después de
mi predicación sin que yo supiera qué había sucedido esa mañana. El
hecho era que este campesino tenía ahora una casa limpia. El no podía
dar una explicación teológica de lo que le había ocurrido, y ni
siquiera explicar claramente su experiencia de esa mañana, pero el
hecho era que su corazón estaba limpio. Semanas más tarde estábamos
hablando a un grupo sobre la plenitud del Espíritu Santo, cuando de
repente, este mismo hombre, que estaba otra vez presente, vio la luz y
comprendió lo que había sucedido. A continuación dijo que
precisamente eso era lo que había ocurrido en su corazón. El cambio de
vida que había comenzado ese domingo era tan marcado como el cambio
que había habido antes de su conversión.
No es suficiente que recibamos el
Espíritu Santo. Debemos tenerlo en su plenitud. También, El debe
poseernos a nosotros completamente. El Espíritu Santo viene a
nosotros sin hacerse rogar o suplicar. No es necesario tener largas
sesiones de llantos y súplicas para que el Espíritu venga a llenarnos,
La enseñanza de Jesús es: “He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si
alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y
él conmigo” (Apocalipsis 3:20). Cristo está llamando a la puerta de
nuestro corazón. No es posible menospreciarlo y hacernos los
desentendidos sin recibir alguna clase de reprimenda. Tardar en abrir
esa puerta es rechazar a Cristo. Pero si abrimos, ¡El entra! La Biblia
no dice: “Si alguno pelea, grita, ruega, o procura ser bueno, recibirá
el Espíritu Santo”. No, la Biblia dice: “Si alguno oye mi voz y abre
la puerta”. Más simple no puede ser. El está tan dispuesto a llenarnos
con el Espíritu como la luz está lista a llenar todos los ámbitos de
la habitación cuando se enciende la bombilla.
Si hay alguna tardanza, algún
entorpecimiento, si hay clamores, y lágrimas y gemidos sin resultado,
no se debe a la voluntad del Señor, sino a nuestra dificultad para
abrir la puerta. Hablando francamente, cuanto más viejos somos, cuanto
más tiempo posponemos nuestra decisión, más se arraigan nuestros
hábitos, más sucio se vuelve nuestro corazón, y más difícil se nos
hace abrir la puerta. Además, no debemos confundir simplemente su
entrada en plenitud con alguna clase de emoción que sintamos por ello.
Para algunas personas el ser llenos con el Espíritu es algo
electrizante; para otros es una experiencia muy emocionante; pero
para otros es una simple y sencilla sensación de paz. Pero ninguna de
estas experiencias es normativa. Lo esencial de todo es el efecto de
la plenitud: esto es, la pureza de corazón.
Mi pobre abuelo había escuchado
predicar a un hombre sobre el bautismo del Espíritu Santo que lo
comparaba a un choque eléctrico que lo sacude a uno de pies a cabeza.
Este individuo le aseguró a mi abuelo que algún día iba a recibir un
choque eléctrico semejante. Durante seis meses mi abuelo estuvo
buscando esa descarga eléctrica que, afortunadamente, nunca recibió.
¡Cuán penoso hubiera sido si el pobre viejo hubiera sólo recibido algo
así! Al fin, mi abuelo comprendió que lo que necesitamos no es un
choque, o un golpe, o cualquier otro fenómeno, sino simplemente ser
llenos del Espíritu.
“Si alguno oye mi voz, y abre la
puerta, entraré a él”. Lo único que puede mantener a Cristo fuera de
nosotros es nuestra propia voluntad que no se rinde. Y no necesitamos
más evidencia que el testimonio de su Espíritu a nuestra conciencia
purificada de que la puerta está efectivamente abierta, para pedir que
El cumpla su promesa de entrar. No hace falta el testimonio de los
sentidos, en algún modo fenomenal, para saber que el Espíritu
ha entrado a la casa.
Entonces, si esto es verdad, ¿por
qué muchos luchan tanto tiempo hasta lograr ser llenos del Espíritu?
Si aceptamos que la tardanza no se debe a alguna exigencia de Dios,
sino que es alguna falla nuestra, debemos examinarnos detenidamente
para ver qué es lo que impide. Por desgracia, la indisposición a abrir
la puerta no se debe a algún estado de ánimo pasajero, sino a una
rebelión profunda del corazón. Suena feo decir esto, pero debemos
decirlo porque es la verdad. El tratar el problema en una manera
“intelectual” no cambia la cosa. Pablo dice que “la mente carnal es
enemistad contra Dios” (Romanos 8:7). No nos gusta tener que admitir
esto, pero a veces existen partes de nuestra vida que no deseamos
someter a Dios. Esto es la mente carnal.
Pablo nos da una explicación
detallada del problema en Romanos, capítulo 6. Allí usa la ilustración
de la relación existente entre amos y esclavos. Nos dice que el
pecado puede ser nuestro amo hasta conducirnos a la muerte o bien la
justicia puede ser amo nuestro hasta conducirnos a la santificación.
La elección de quién será nuestro amo es nuestra, pues no podemos
servir a los dos a la vez. “Cuando erais siervos del pecado, erais
libres acerca de la justicia”. Vez tras vez el pasaje habla de ser
hechos “libres del pecado” e indica que entonces, y sólo entonces,
puede uno hacerse siervo de la justicia. De modo que es nuestra
decisión, en amor, lo que determina si vamos a dejar de ser siervos
del pecado para muerte para venir a ser siervos de la justicia para
santidad de vida, o sea si vamos a estar “en la carne” o “en el
espíritu”.
En la carta a los Efesios Pablo
habla del “viejo hombre” y del “nuevo hombre”, y aclara perfectamente
su significado. Puede ayudarnos a entender si pensamos en dos pautas
diferentes de vida. Una está centrada en el yo— que es pecado (el
viejo hombre). La otra tiene a Dios como su centro—que es santidad (el
hombre nuevo). Todos los sucesos, y todo el material de que nuestra
vida está hecha, caen dentro de uno u otro modo o estilo de vida. Y,
en efecto, ambos modos de vida pueden existir simultáneamente dentro
de un corazón que no está rendido completamente. Estos dos modos
diferentes se superponen uno al otro, de modo que la vida total, vista
geométricamente se parece más a una elipse que a un círculo, como
debería ser.
Esto podría ilustrarse por medio de
un imán que se pasa por debajo de una hoja de papel donde hay
diseminadas partículas de hierro. Mirando desde arriba no se puede
ver el imán, pero se puede ver dónde están sus polos por la posición
que toman las partículas que instantáneamente se agrupan alrededor de
los polos. En la vida de los cristianos hay dos grandes polos, el yo y
Dios. Todas las partículas que forman nuestra vida se agrupan
alrededor de uno de esos polos en pautas de vida que son parcialmente
egocéntricas y parcialmente teocéntricas. Es concebible que aquellas
partículas de nuestro ser que se centran en ambos polos a la vez,
tengan un tiempo de conflicto hasta resolver en cuál de los polos se
centrarán definitivamente. El apóstol Santiago algo sabía de este
conflicto cuando hablaba de “el hombre de doblado ánimo, el cual es
inconstante en todos sus caminos”. La mente carnal es precisamente
la personalidad que se centra en el yo humano, y el modo de vida que
produce desagrada a Dios precisamente porque la mente carnal es
enemistad contra Dios.
¿Qué debemos hacer entonces? El
apóstol Pablo usa un lenguaje fuerte. Su término más común es
“crucificar” o “mortificar”; también “entregar a la muerte”, o
despojaos” y otras palabras parecidas. Debemos poner cuidado en
entender correctamente. Pablo desea que el viejo hombre sea
crucificado. Pero lo que debe morir y quedar fuera de existencia real
y positivamente es esa forma de vida que está fuera de la voluntad de
Dios. Debemos entender claramente qué es lo que debe morir, porque es
en este punto donde ha surgido tanta confusión sobre los términos
“erradicación”, “supresión” y “neutralización”. Obviamente existe
confusión, porque aquellos que objetan más fuertemente a la
erradicación todavía insisten en la crucifixión del viejo hombre (lo
cual, por supuesto, es un término escritural), mientras que aquellos
que afirman la erradicación no están bien seguros sobre qué cosa es lo
que debe ser erradicado, como tampoco están bien seguros sus oponentes
sobre qué es lo que debe ser crucificado. En lo que todos están de
acuerdo es que algo debe ser eliminado definitivamente. Y por
supuesto, hay en juego palabras y frases tales como “el viejo hombre”,
“la naturaleza carnal”, “la naturaleza de pecado”, “la predisposición
al pecado”, “la naturaleza corrupta”, que deben ser bien entendidas.
Pero de lo que ambos grupos carecen es una clara definición o
explicación de esos términos en lenguaje psicológico comprensible, de
modo que, en función de la vida diaria, sepamos precisamente qué es lo
que debe ser eliminado, qué es lo que queda, y qué es lo que vamos a
hacer con lo que queda.
La respuesta al problema la
encontramos en la posición del yo. Volvamos a nuestra ilustración del
imán. Hallamos un modo doble de vida por el hecho de que el yo
permanece fuera del centro de la voluntad de Dios. El punto crucial
que debemos entender bien es este: lo que debe morir es esta doblez de
vida, pero no el yo, el cual es su centro. Todos aquellos que
buscan la vida profunda del Espíritu hablan a menudo de la “muerte del
yo”. El yo, o sea nuestra personalidad, debe seguir viviendo, pero lo
que debe morir es el egoísmo. En esto, también, hay un mundo de
diferencia. El egoísmo, o “yoísmo”, es ese modo de vida que surge
inevitablemente cuando el yo humano se aparta de Dios en cualquier
manera. El yo, como tal, es santo y bueno, porque ha sido hecho por
Dios. El yo se torna malo cuando comienza a hacer decisiones propias,
aparte de la santa voluntad de Dios.
Para saber lo que tenemos que hacer
con el yo, necesitamos otro texto. Pablo dice en Colosenses 3:3:
“Porque habéis muerto, y vuestra vida está escondida con Cristo en
Dios”. Si a veces tenemos dificultades en expresar en palabras lo que
es la vida más profunda, consolémonos pensando que Pablo tenía la
misma dificultad, y que continuamente le faltaban palabras cuando
quería aclarar estas sublimes verdades. A menudo hacía uso de la
paradoja, en la forma que lo hace en este texto: “habéis muerto...
vuestra vida...” ¿Cómo puede haber vida donde hay muerte? Esto es
paradójico. Algo ha muerto. Algo, también, está vivo, y bien vivo.
Será provechoso aquí continuar con nuestra ilustración. El yo humano,
como polo aparte de Dios, debe abandonar su alejamiento, su
separación, su enemistad contra Dios por un acto de completa y
consciente entrega a Dios. El yo debe rendirse completamente, hasta
quedar “escondido en Dios”. Haciendo esto, el yo no necesita morir,
sino que sigue viviendo pero en Dios, y para Dios. Entonces, los polos
son, por así decirlo idénticos, y la pauta de la vida es una. Esta
integración, esta reunión íntima con Dios, sin embargo, no puede
suceder sin que algo deje de existir. No el yo precisamente, porque
eso es imposible, sino aquella pauta o modo de nuestra vida que
resulta de la acción del yo cuando éste no está rendido a Dios, no
está escondido con Cristo en Dios. Esta destrucción del “viejo hombre”
es difícil en tanto que nuestra voluntad propia, centrada en el yo y
enemiga de Dios esté fuertemente arraigada. Para algunas personas el
someterse a Dios es algo simple y fácil; para otros es una lucha
amarga, larga y tenaz. A veces ocurre en un instante de decisión. A
veces viene después de una larga lucha. Nunca sucede por accidente.
Nadie se desliza dentro de ella sencillamente. Ninguna esperanza
piadosa puede realizar esta decisión. Lo que se pide es una rendición
absoluta y total; cualquier reserva y toda reserva, deben desaparecer.
En este asunto uno no puede pedir rebaja, ni plazos para pagar. Pablo
usa los términos “crucifixión” y “muerte” para enfatizar el sentido
absoluto que tiene esta decisión.
Estos términos “crucifixión” y
“muerte” son, por supuesto, figurativos. Se refieren al modo de vida
del yo, y no al yo como tal. Al igual que todas las figuras de
lenguaje no debe ser interpretada más allá de su uso común. Después
que han servido para recalcar cómo tenemos que tratar con la rebelión,
debemos abandonarlas. Si no hacemos así podemos caer en otro error
común. Algunos que han efectuado este entero sometimiento y han
sentido una liberación piensan que por eso la naturaleza carnal está
crucificada, muerta y sepultada, y que las cosas muertas no volverán a
molestarlos más. Concluyen, por lo consiguiente, que la naturaleza
carnal nunca reaparecerá otra vez, y que no será necesario cuidar ese
frente nunca más. Pero Pablo nunca usó esas expresiones para que sean
interpretadas con rigor hasta ese punto extremo. Pablo usa la figura
de la muerte hasta la entera rendición, después usa otra figura de
lenguaje que se aviene más con su enseñanza. Usa la figura de estar
“escondido con Cristo en Dios”. Cualquier cosa que esta figura pueda
significar, está bien claro que debemos usarla, según el contexto
dentro del cual está aplicada, a la vida llena del Espíritu. La mayor
arma que emplea Satanás contra el corazón sometido y santificado es
tratar de apartarlo de esta posición de estar escondido con Cristo en
Dios. Y en algún modo a lo menos, procurar que se independice de Dios.
El yo humano, para estar completo,
debe poseer continuamente todos los elementos propios con que Dios lo
dotó en la creación. Todos los factores físicos y mentales, todos los
impulsos, instintos, apetitos, (o cualquier otro término psicológico
que quiera usarse), los cuales son parte de la naturaleza humana
normal, son instrumentos controlados por, y usados para la gloria, del
centro dominante de la existencia. Este centro puede ser el
yo-escondido-con-Cristo-en-Dios, o el yo-afirmado-en-sí-mismo. En
este último caso esos factores están distorsionados y falseados, y
revelan lo que es la vida centrada en el yo. Cuando estos factores son
purificados, y librados de la influencia nefasta del egoísmo, entonces
son usados para la gloria de Dios y la revelan. Esto es también lo que
Pablo quiere significar cuando dice que Dios “vivificará vuestros
cuerpos mortales por su Espíritu que mora en vosotros”. Esto significa
que todas nuestras capacidades, nuestros impulsos, nuestras
habilidades físicas y mentales, todo lo que Dios ha hecho para residir
en nuestros cuerpos, deben, cuando sean, purificados, quedar libres
de la voluntad centrada en el yo, sus tendencias al egoísmo y al mal,
y volver a ser tal como Dios deseó que fueran en el momento de
crearlas. Notemos que ningún elemento de todo este equipo físico y
psicológico debe ser eliminado, puesto que el yo no debe morir. En vez
de eso, al igual que el propio yo, deben ser limpiadas y clarificadas
y escondidas con Cristo en Dios, posición en la cual deben funcionar
para la gloria de Dios, en santidad verdadera, como El las destinó
originalmente.
Jorge Fox, el gran cuáquero,
describe así su propia experiencia de purificación: “parecía que toda
la creación diera otro olor, como nunca había dado antes”. Esto quiere
decir que cuando la enemistad contra Dios es quitada de nuestros
corazones, todo nuestro ser—cada sentido, cada deseo, cada instinto,
cada parte sensible de nuestra naturaleza, queda más vivo y vigoroso
que nunca, listo por la primera vez para ser un vaso escogido con el
fin de manifestar la gloria de Dios.
Después de llegar a una convención
en la India donde tenía que predicar, saqué de la valija un traje
nuevo gris que iba a ponerme para el culto. Lamentablemente, había
dejado el traje colgado sobre un alambre mojado, y una de las piernas
del pantalón tenía una larga mancha de óxido. Esto me presentaba un
problema: cómo quitar la mancha de óxido sin dañar el delicado color
de la tela. Hay varios detergentes y líquidos que quitan las manchas
de óxido, pero son tan fuertes que también quitan el color de la tela,
de modo que en lugar de la línea de óxido dejan una línea blanca.
Quedé muy agradecido a una buena mujer, que supo hacer tan bien el
trabajo, que quitó por completo la mancha de óxido sin dañar la tela
en lo más mínimo. Hay demasiadas interpretaciones de la salvación que
quitan la mancha del pecado, pero que también se llevan consigo muchas
partes necesarias de la naturaleza humana. Y esto último es algo que
no deseamos que ocurra. Gracias sean dadas a Dios que nos ha provisto,
a través de Jesucristo, un medio de limpieza perfecto, que quita toda
mancha de pecado, pero que deja intacta la naturaleza humana, incluso
hasta su posibilidad de ser tentada.
Esta posibilidad de tentación debe
ser reconocida como parte de la naturaleza humana que Dios creó, y que
El mismo declaró que era “buena”. Es un error decir que el hecho de
que estemos sujetos a la tentación es parte de la naturaleza humana
caída y depravada. La capacidad de ser tentados era parte de la
naturaleza de Adán y Eva antes de la caída y era parte también del
Cristo perfecto e impecable. No es justo lamentarnos de nuestra
naturaleza humana caída sólo porque estamos sujetos a tentación. Dios
desea nuestro amor y servicio voluntarios, y para lograr esto nos hizo
con la facultad de elegir. Y esto es algo muy bueno, no algo malo. La
naturaleza pecaminosa se manifiesta en la actitud de enemistad contra
Dios, y esta actitud, cuando se practica, va torciendo y deformando
cada elemento de nuestra naturaleza humana normal. Hasta que hacemos
morir esta actitud de enemistad, hacemos bien en lamentar nuestra
inclinación o propensión al pecado. La liberación de esta actitud de
enemistad es lo que nos ubica en el lado de la victoria sobre la
tentación, aun cuando la tentación sea intensificada por las
cicatrices que ha dejado el pecado.
Por ejemplo, un borracho puede ser
perdonado y obtener completa victoria sobre su mal hábito. Pero
todavía queda impreso algo sobre cada célula de su cuerpo, que hace
que el mero olor del licor sea una poderosa tentación. Algunos
llamarían a esto su naturaleza pecaminosa. En un sentido amplio esto
podría ser cierto, ya que las cicatrices son el resultado del pecado.
Pero debemos hacer una distinción radical entre esas cicatrices, las
cuales son involuntarias y amorales ahora que el pasado pecaminoso
que las produjo ha sido perdonado, y la actitud de enemistad contra
Dios, que es voluntaria, inmoral, impía, y que puede ser llamada
apropiadamente naturaleza pecaminosa. Si esta enemistad contra Dios
es readmitida en el corazón, sería, por supuesto, una aliada poderosa
del gusto por el licor.
Cuando hablamos, pues de liberación
de la naturaleza pecaminosa, es bueno hacer una aclaración. Debemos
tratar de liberarnos de esa actitud heredada de consciente enemistad
contra Dios. Eso es suficiente. Las cicatrices del pecado pueden
permanecer. Nuestros cuerpos, nuestras mentes, nuestros espíritus,
pueden ser puertas abiertas hacia la tentación. Pero aunque esto
persista por toda la vida, el caso no es desesperado. La gracia de
Dios es suficiente para darnos la victoria, puesto que hemos sido
librados de la raíz de enemistad, que albergamos con nuestro
consentimiento, hasta que completa y conscientemente la entregamos a
Dios para su destrucción y nuestra purificación.
En los antiguos días del gobierno
inglés en la India pude ver un detalle curioso de una ceremonia. Fue
cuando el Maharajah de Chatarpur fue investido con sus poderes de
mando. Todos los invitados a la ceremonia estábamos en el gran salón
Darbar del palacio cuando el maharajah entró con gran pompa y
ceremonia y se sentó un uno de los tronos que había al fondo del
salón. El otro trono lo ocupaba el gobernador británico. Allí estaba
representado el doble gobierno que por entonces regía a la India. Este
sistema de gobierno tenía un precepto que se llamaba soberanía
británica. El maharajah era un soberano completo en sus propios
dominios, pero estaba dentro de los límites de la soberanía de
Inglaterra. Este sistema tiene su propio significado espiritual, pero
ahora quiero destacar otra parte de la ceremonia. Era el momento
cuando los nobles venían a rendir acatamiento a la corona británica
así como antes habían rendido acatamiento al maharajah. Cada noble,
por turno, se acercaba lentamente hasta el trono donde estaba el
representante de Inglaterra, y le ofrecía un pañuelo de seda donde
había algunas monedas de oro. Era derecho del gobernador inglés tomar
ese oro como testimonio de la lealtad de los nobles indios. Pero en
lugar de tomar el oro, el gobernador lo tocaba suavemente con los
dedos, simbolizando con esto la aceptación de la lealtad del noble,
permitiéndole luego regresar a su asiento en posesión de su oro. El
noble estaba en libertad de usar ese oro como quería, siempre y cuando
permaneciese fiel a la corona británica. Si usaba ese oro de un modo
subversivo, sería un acto criminal.
Contemplando esta ceremonia me puse
a pensar en el momento cuando traemos todo para rendirlo al
Señor. El Señor tiene derecho de tomarlo todo de nuestra mano, para
cuidar de que no lo usemos mal, pero El no decide hacer eso. Más bien
El nos toca con su sangre purificadora y entonces nos deja en posesión
de nuestra naturaleza humana purificada, para que la usemos como
mayordomía para su gloria y honra. Cualquier uso que le demos a
nuestra naturaleza humana ya purificada debe ser leal, y sólo para
glorificar a El. El no nos quita ni una sola partícula de nuestra
naturaleza humana legítima que El mismo ha creado. El quita solamente
la mancha de nuestra rebelión y purifica nuestro amor hasta que viene
a ser una santa obediencia a sus mandamientos y ordenanzas.
Esta verdad es tan importante que es
necesario verla detalladamente, lo cual podemos hacer al considerar
varios elementos de la naturaleza humana por separado para ver cómo
funciona. Al hacer este análisis veremos también cuáles son los
ataques de Satanás y como trata de apartarnos de ese lugar “escondido
con Cristo en Dios”.
Todos sabemos que el apetito y la
comida son esenciales para la vida y aún para la gloria de Dios. El
ayuno puede tener valor como disciplina ascética (y ciertamente para
rebajar de peso), pero nadie pediría una experiencia espiritual que
“erradicase” el apetito. Pero también es perfectamente claro que
comer para la gloria de Dios, y ser un glotón, son dos cosas
completamente distintas. ¿Cuándo es que cruzamos la línea y pasamos,
de comer para la gloria de Dios a comer como un glotón? Obviamente, la
respuesta no es simple. Volveremos sobre esto más tarde, pero sea
suficiente decir por ahora que hay una “línea” del apetito, y que
comer de este lado de la línea está en armonía con el
yo-escondido-con-Cristo-en-Dios, y que comer del otro lado está en
armonía con el yo-centrado-en-sí-mismo.
Ahora bien, la solución para este
problema no es suprimir el gozo de comer. Cada acto que realizamos
lleva su toque de emoción, o de sentimiento. Dios nos hizo así, y
tratar de eliminar el sentimiento de nuestros actos no sólo es malo,
sino imposible. Los estoicos trataron de eliminar de la vida todo
sentimiento placentero. Cuando les presentaban un buen plato de
pescado frito, no se permitían decir: “¡Qué plato maravilloso, voy a
disfrutar de él!” Más bien decían: “Vean, aquí está el cadáver de un
pobre pez, me lo voy a comer sólo para poder mantener el alma y el
cuerpo juntos”. La filosofía del famoso libro sagrado hindú, el
Bhagavad Gita, corre en la misma vena a la de los estoicos. Pero
tal filosofía termina al fin en hipocresía y ruina física y moral. La
tarea del cristiano es más difícil que esto. El cristiano ha de comer
para glorificar a Dios, y también ha de disfrutar de aquello que
glorifica a Dios.
He usado esta ilustración porque es
simple y porque se da por sentado, universalmente que no hay nada malo
en satisfacer el hambre. No obstante el mero hecho de que esto se
acepte así, automáticamente, implica un peligro. ¿Por qué será que
oímos tan pocos sermones sobre la santificación del comer? Hay
multitud de glotones excesivamente gordos, que desean ser llenos del
Espíritu y a quienes nunca se les ha ocurrido que la santificación
tiene algo que ver con la manera en que comen. Tenemos que comprender
que el hambre, como cualquier otra parte de nuestro equipo normal es
un posible siervo del yo o de Dios.
Otro elemento menos obvio de nuestra
personalidad es la sensibilidad. Dios nos ha hecho aptos para sentir
los sufrimientos de otros y compartir compasivamente sus necesidades.
Pero cuando dirigimos esa sensibilidad hacia nosotros mismos, y se
vuelve auto-compasión, entonces se torna carnal y reprensible. El
director de una de nuestras escuelas en la India convocó una reunión
de maestros en su casa. En la casa había sillas suficientes para
todos. Una de las maestras puso su silla cerca del lujoso piano y poco
a poco fue corriendo su silla hasta apoyarla contra el instrumento.
Al hacerlo corría el peligro de estropear el barnizado. El director
vio lo que sucedía, pero se controló, dirigió en calma la reunión
hasta el final sin decir palabra. Dos semanas más tarde convocó otra
vez a los maestros a otra reunión. Esta vez tuvo especial cuidado en
poner las sillas a más de un metro del piano. Pero vino la misma
maestra, se sentó en la misma silla, y otra vez la fue corriendo hasta
pegar otra vez contra el barnizado del piano. Esto ya era demasiado.
El director le rogó a la maestra que, por favor, retirase su silla del
piano. La señorita lo hizo así, pero se sintió tan herida y ofendida
que no abrió la boca por el resto de la reunión. Durante los dos días
siguientes la maestra evitó encontrarse con el director. Al tercer día
fue a verlo para pedirle le diera el traslado a otra escuela de la
misión, porque no se sentía con ánimos de enseñar en una escuela donde
había estropeado un piano. Era una niñería, por supuesto, pero ilustra
los problemas que produce una extremada sensibilidad. Gracias a Dios,
hay un final feliz para esta historia. La maestra, experimentó más
tarde el bautismo del Espíritu Santo y su vida cambió por completo.
Ahora bien, la voluntad de Dios no
es que nuestra sensibilidad sea “erradicada”. Pero sí tiene que ser
purificada de su egoísmo y ser liberada para expresar la gloria de
Dios. Cuando esta facultad de la sensibilidad ha sido carnal, ha
constituido un verdadero problema para nosotros. Pero cuando ha sido
purificada y limpiada produce una liberación muy notable.
Conozco un hermano en la India, que
tiene una capacidad poco común para sentir el sufrimiento de los
demás. Es un hombre lleno del Espíritu. Esta sensibilidad lo hace
trabajar incansablemente por las almas, cuidando de ellas amorosamente
como pocas veces se ve. Pero el diablo siempre nos ataca en algún
punto débil, y este hermano frecuentemente tiene terribles batallas
espirituales porque experimenta lástima de sí mismo. ¿Por qué tiene
que dar él tanto de sí mismo, cuando otros predicadores, que ganan
mucho mejor salario, se preocupan tan poco por las almas y sufren tan
pocos inconvenientes? ¡Cuántas veces las cualidades que Dios nos dio
para emplearlas en su servicio, son torcidas para el servicio del yo!
El diablo puede crear fácilmente situaciones donde el uso legítimo de
un instrumento viene a ser la ocasión para que el yo se salga de su
posición de escondido-con-Cristo-en-Dios, y vuelva a actuar
independientemente.
Esto que dejamos dicho puede
aclararse con un breve estudio sobre la envidia. Nadie diría que la
envidia tiene su lado bueno, pero esto se debe a que nuestra palabra
española da solo el lado malo de un término griego que tiene dos. En
I Corintios 13:4 se nos dice que el amor “no tiene envidias”. Pero la
palabra griega es dzeloi, que significa excitación mental,
ardor, fervor de espíritu. Este fervor, o ardor, puede ser usado para
bien o para mal. Usado para el bien puede ser fervor o ardor en
defender una causa buena. Por ejemplo: “El celo de tu casa me
consume” (Juan 2:17), es un caso bueno. Los corintios respondieron a
las exhortaciones de Pablo con, “¡qué solicitud... qué defensa, qué
indignación, qué temor, qué ardiente afecto, qué celo, y qué
vindicación! En todo os habéis mostrado limpios en el asunto” (II
Corintios 7:11). Por otra parte esta facultad puede ser usada en una
manera mala. En esta manera mala es envidia, mala contención, celos,
rivalidad, etc. (como en Romanos 13:13 “... no en contiendas ni
envidia”).
Visto a simple vista el celo y la
envidia parecen tener poco en común, pero una ilustración puede
aclarar su relación. Supongamos que hay elecciones en la iglesia,
digamos para elegir superintendente de la escuela dominical. Se
proponen sólo dos nombres, y uno de ellos es el de usted. A usted le
gusta mucho la obra que hace la escuela dominical. Siente gran
responsabilidad por ella y cree que podría entregarse a la tarea de
ser un superintendente, con mucho celo. Además, usted siente que tiene
capacidades que lo acreditan para hacer un buen trabajo para la
gloria del Señor. El otro candidato es un buen hombre, pero usted
piensa que él tiene menos amor a la obra, que usted, y no tiene tantas
habilidades. Pero la gente no siempre es tan sabia como debiera ser.
¡Resulta que la otra persona es elegida! Usted les dice a sus amigos
que la elección está bien hecha, y felicita sinceramente al nuevo
superintendente, y le dice que orará por él. Pero tiene ciertas dudas
en el fondo de su corazón. ¿Era esta la voluntad de Dios?
¡Cuán celoso hubiera sido usted sirviendo en ese puesto! Entonces
empieza a vigilar a su hermano superintendente. Lo hace por su celo
por la obra del Señor. Usted desea que él haga todas las cosas bien—se
dice usted a sí mismo. Pero él comienza a cometer algunos errores. Se
pone en evidencia alguna falta de cuidado. ¡Cómo desea usted ayudar!
Usted no quiere ver sufrir a la escuela dominical, eso es todo. Su
celo por la obra es muy intenso. Entonces el otro comete nuevos
errores. Usted trata de hacerse el desentendido. Pero en verdad está
realmente fastidiado. Ya no puede disimular más. Y para hacer corta
una historia larga, usted se da cuenta un día que está padeciendo un
grave caso de envidia.
Bien, ¿Cuándo cruza uno la línea
divisoria entre celo y envidia? ¿Cómo puede uno saber que ha cruzado,
o está en peligro de cruzar esa línea? ¿Y que sucederá con su
santificación si la cruza? Hay varias preguntas que serán contestadas
si ponemos atención a algunas ilustraciones adicionales.
La lengua parece ser el mayor
problema para algunas personas y es un problema real para todos
nosotros. Por supuesto, no puede existir la “erradicación” de la
lengua. Pero tampoco puede uno darle rienda suelta a la lengua, aun en
la vida de santidad.
Una vez asistía yo en la India a una
convención sobre la vida espiritual más profunda. Un amigo mío miembro
de la misión, tenía un entendimiento y criterio que siempre estaban
exactos. Siempre estaba acertado en todo cuanto decía, pero la manera
como lo decía, dejaba por lo general un reguero de corazones
lastimados y almas adoloridas. Este hermano había buscado la victoria,
había pedido liberación y había experimentado un gran mejoramiento. El
primer día de la convención, este hermano se puso a conversar con un
hermano indio acerca de la vida que estaba llevando este último. Como
siempre, él tenía razón en lo que estaba diciendo, pero otra vez su
manera de decirlo exaltó los ánimos del creyente a tal grado, que
estuvieron a punto de dar al traste con la convención apenas
comenzada. El misionero se retiró y se fue a un lugar aparte a pasar
el día solo. A la mañana siguiente lo encontré en su carpa haciendo
sus valijas, en el más profundo estado de abatimiento. Todo era
inútil. Había fallado otra vez, era un misionero indigno, y estaba
empacando sus cosas para volverse a su casa. Tuvimos juntos un rato de
conversación y oración, y nos fuimos a la reunión con una nueva
victoria. En la reunión se paró delante del hermano indio con quien
había tenido el altercado, y humildemente le pidió disculpas.
Entonces dijo una cosa interesante. “Si mi problema fuera alguna cosa
como el licor o el tabaco, sería fácil solucionarlo. Simplemente
tiraría a la basura el licor o el tabaco y asunto arreglado. Pero mi
problema es la lengua. Y no puedo cortarme la lengua para la gloria de
Dios. Ahora he entregado todo mi ser a Dios, incluso mi lengua,
confiando que el Espíritu Santo me limpiará completamente, y me usará
para su gloria.”
Con respecto al uso de la lengua
cometemos dos errores muy comunes. El primero es suponer que estamos
en las garras de la vieja naturaleza y que no hay ninguna ayuda contra
ello, y una lengua ofensiva es algo que la gracia de Dios no puede
solucionar, y por lo tanto debemos controlarla lo mejor que podamos,
pero con poca esperanza de tener algo mejor de lo que nuestra mala
naturaleza produce. El otro error es suponer que la erradicación de
la naturaleza carnal deja a la lengua tan limpia que ya no necesita
ninguna disciplina. La verdad es que la purificación del corazón—la
eliminación de la mala voluntad enemiga de Dios—produce la limpieza de
todos los elementos de nuestra personalidad, incluyendo nuestra
lengua, y hace que cada uno de esos elementos esté listo para
glorificar a Dios. La lengua, entonces, está lista para una
disciplina intensa, tal como lo hace entender el apóstol Santiago.
Dios hace algo por nosotros. Nos purifica, y nos da el poder para que
nosotros hagamos algo por nosotros mismos. Pero El deja muchas cosas
por hacer, para darnos el privilegio de que las hagamos nosotros.
Purificación y disciplina son como un santo y seña, dos
contradicciones aparentes, que tenemos que poner juntas en una
viviente paradoja, si deseamos hacer lo mejor para Dios. La
purificación del corazón es algo que Dios hace por nosotros que
nosotros nunca podríamos hacer por nosotros mismos. Ninguna disciplina
nuestra, por más fuerte que sea, podría controlar una lengua que está
expresando la abundancia de un corazón enemistado con Dios. Cuando
Dios hace algo por nosotros que nosotros no podemos hacer por nuestra
propia disciplina, entonces nosotros, por disciplina, podemos hacer
algo para la gloria de Dios.
A veces oímos a alguien decir:
“Bueno, yo solamente exploté. Usted sabe como soy yo, que digo las
cosas como se me vienen a la boca”. No hay duda que mucha gente dice
lo primero que se le viene a la boca. Pero es una pobre defensa
confesar una mala costumbre que se tiene. Lo que debemos hacer
es controlar nuestra lengua, y no podemos controlarla a menos
que nuestro corazón esté limpiado y purificado, y nosotros estemos
escondidos con Cristo en Dios.
Aun estando nosotros escondidos con
Cristo en Dios, siempre estamos sujetos a muchas de las enfermedades y
flaquezas humanas. A pesar de la mucha disciplina y vigilancia,
todavía la lengua se nos va de repente y decimos alguna palabra
ofensiva. El corazón lleno del Espíritu no se manifiesta por haber
alcanzado un estado de gracia en que uno nunca dice una palabra
hiriente, sino por la rapidez y disposición que manifestamos en pedir
perdón o enmendar lo malo que hemos hecho en cuanto nuestra conciencia
nos acusa. Pero tampoco es suficiente para la vida de santidad cuidar
el lenguaje de modo que nunca digamos una palabra ofensiva. “Si tu
hermano tiene algo contra ti... ve a él”. La disposición
del corazón a buscar rápidamente un arreglo, restañar una herida,
suavizar una situación, satisfacer a un hermano ofendido, es la mejor
prueba de una vida de santidad, y no el mero hecho de no decir nunca
una palabra hiriente.
El Señor Jesús estaba delante del
sumo sacerdote y uno de los ministriles le dio una bofetada en el
rostro. El Señor le dijo tranquilamente “Si he hablado mal, testifica
en qué está el mal; y si bien, ¿por qué me golpeas?” (Juan 18:23).
Aunque pensemos toda una hora, no encontraríamos una respuesta mejor
que esa. Aún bajo una tremenda provocación, el Señor le dio una
respuesta absolutamente correcta.
Un poco más tarde el apóstol Pablo
se halló en una situación idéntica (Hechos 23:1-5). Cuando el siervo
del sumo sacerdote le golpeó en la boca, Pablo dijo, “Dios te golpeará
a ti, pared blanqueada. ¿Estás tú sentado para juzgarme conforme a la
ley, y quebrantando la ley me mandas golpear?”
Esto ya es otra cosa. No necesitamos
pensar mucho tiempo para mejorar esta respuesta del Apóstol. Y no
porque no sea verdadera. Quizás era muy cierto que el sumo sacerdote
era una “pared blanqueada” si interpretamos esta frase correctamente.
Pero el espíritu que hace esta réplica no es el mismo espíritu que
Cristo exige que tengamos. Poner sobrenombres a las personas, usar
epítetos injuriosos, marcar a los prójimos con rótulos y etiquetas
sarcásticas, no es del Espíritu de Cristo. Es cierto que una vez el
Señor llamó a los fariseos “serpientes” y “generación de víboras”
(Mateo 23:33), pero en el mismo caso de la mujer sirofenicia, a la
cual llamó “perrillo”, necesitamos entender la connotación que tenía
la palabra “serpiente” en aquellos días. Además, este fuerte
calificativo del Señor, vino como el clímax a una larga denunciación
de la hipocresía de los fariseos, denunciación en la cual, si bien
sumamente penetrante, notamos una nota de auto-limitación, al grado
que no hay ni siquiera un relámpago de un yo carnal en las palabras
del Señor. La indignación nuestra, rara vez es tan recta y santa como
la suya. No importa cuan verdaderas o exactas hayan sido las palabras
de Pablo, la impresión que dejó en los oyentes era que estaba
maldiciendo al sacerdote.
¿Qué le pasó a Pablo? ¿Estaba lleno
del Espíritu? ¿Estaba verdaderamente consagrado? ¿Tenía su vida
“escondida con Cristo en Dios”?
Debemos aclarar que estas preguntas
tienen que ver con la disposición del corazón más que con la
perfección exterior o absoluta. Pablo era un hombre enteramente
consagrado que vivía una vida llena del Espíritu. Pero la prueba de
su vida santa no descansa en el hecho que su lengua, sus palabras, sus
respuestas sean perfectas como las del Señor Jesús. Más bien la prueba
de su consagración descansa en la disposición que tuvo de reconocer
prontamente su error y pedir inmediatamente disculpas. Enseguida de
ser reprendido pidió con humildad la disculpa correspondiente. Es
esta humildad lo que revela la verdadera condición del corazón de este
hombre de Dios. Y lo mismo debe ser en nuestro caso. A veces, en un
descuido, decimos una palabra o tomamos una actitud que resulta
ofensiva y recibe inmediata reprensión del Espíritu Santo. Si en esta
situación dada permitimos que nuestro yo se afirme en su rebeldía, si
nos deslizamos lejos de nuestro lugar de estar escondidos en Dios, si
un poco de obstinación y enemistad con Dios nos hace afirmarnos en
nuestra posición, estaremos rechazando la advertencia del Espíritu, y
caemos en una actitud anticristiana. Casi siempre, en situaciones como
ésta, tenemos todavía “algo más que decir”, y lo lamentable es que lo
decimos. Pero si amamos al Señor Jesús por sobre todas las cosas, y
sentimos el deseo de estar siempre en comunión con El, ese amor se ha
de mostrar tal cual es, aún en una naturaleza tempestuosa, como era la
de Pablo, buscando inmediatamente ofrecer disculpas y arreglar
amigablemente la situación. Notemos, también, que el cambio de actitud
de Pablo fue instantáneo. El no dejó pasar tres o cuatro días hasta
que los ánimos caldeados se enfriaran, para presentarse de nuevo ante
el sumo sacerdote como si nada hubiera pasado. El corazón lleno del
Espíritu no alimenta rencores.
Estamos muy lejos todavía de agotar
todas las fases de la naturaleza humana, que deben ser purificadas y
reguladas de modo que sirvan para la gloria de Dios y la vida llena
del Espíritu. Pero antes de proceder a dar nuevas ilustraciones
debemos responder a las preguntas que hasta aquí hemos provocado.
¿Cómo podemos saber cuándo hemos
cruzado la línea divisoria entre el apetito legítimo y la glotonería,
entre la sensibilidad por otros y la auto-conmiseración, entre el celo
por la obra y la envidia personal, entre hablar santamente y hablar
impíamente?
La respuesta es simple. Ningún
hombre le puede decir a otro hombre cuando ha traspuesto la línea. No
existe ningún cuerpo de reglas escritas que puedan ayudarnos.
Estamos enteramente reducidos a la dirección del Espíritu Santo.
Esto es un modo viviente, y nada menos que el Espíritu viviente de
Dios morando en nosotros puede ayudarnos a resolver nuestro problema.
¡El nos guía! Siempre que estemos en peligro de cruzar la línea
fronteriza, el Espíritu ha de hablarnos fielmente. Pero El nunca lo
hará con voz de trueno, sino con un silbo delicado y apacible.
Nosotros podremos oírle siempre, ¡si estamos
dispuestos a escuchar!
He hablado de “cruzar la línea”. Hay
una zona fronteriza entre lo que es clara y enteramente para la
gloria de Dios, y lo que es sólo para la gratificación de la carne,
una especie de zona entre dos luces. Cuando nos vamos acercando a
ella el Espíritu empieza a enviarnos palabras de advertencia. Estas
palabras aumentan de tono y de volumen a medida que nos acercamos a
la línea. Si cruzamos la línea, debe venir un sentimiento de
condenación y culpa, el cual aumenta a medida que proseguimos más allá
de la línea. Pero este sistema de advertencia no funciona tan
simplemente como dejamos dicho. Un poco es por nuestra dureza de oído
y otro poco por lo compleja que puede ser la situación, o sea ese
entrelazamiento entre lo legítimo y lo ilegítimo en una zona de
sombras. Pasa lo mismo que con el anochecer. Una vez que viajaba en
barco estuve observando la puesta del sol en el mar en un cielo sin
nubes. Estando el cielo despejado es fácil ver cuando el sol traspone
el horizonte, pero si el cielo está nublado no se sabe bien cuando el
sol ha bajado la línea horizontal. En los días nublados o lluviosos
nos damos cuenta de la puesta del sol por un gradual oscurecimiento.
Lo mismo pasa con la vida cristiana. Es imposible reducir el problema
a reglas simples o definir exactamente, en todos los casos, la línea
fronteriza. Debemos estar atentos a la voz del Espíritu
continuamente.
Supongamos que fallamos y caemos.
Supongamos que caemos y hacemos las cosas que ofenden al Espíritu
Santo. ¿Cuál sería entonces nuestra situación, y qué podríamos hacer
acerca de ella?
Primero de todo debemos reconocer que
nuestra posición es pecaminosa. No debemos encubrir o disimular
nuestra culpa refiriéndonos a aquel tiempo pasado cuando tuvimos la
crisis de la santificación. Muchos hay que por hacer esto han
acumulado sobre sí una gran cantidad de pecados no perdonados. Es
porque razonan que porque han tenido una gloriosa experiencia tiempo
atrás, su carnalidad ha sido erradicada, y desde entonces nada malo
han hecho. Cualquier cosa que la erradicación signifique—crucifixión,
aniquilación o muerte del hombre viejo—no es de ninguna manera un
paquete de algo material que hemos arrojado de nosotros. La
erradicación es más bien la destrucción de una relación
incorrecta entre nosotros y Dios. Y precisamente porque esta
erradicación es inmaterial y no material, debe ser restaurada de la
misma manera que la perdimos. La cura verdadera es, por lo tanto, un
nuevo y fresco arrepentimiento, y perdón y purificación que nos pone
en buenos términos con Dios otra vez. Y feliz es aquel que ha
aprendido a hacer este ajuste en el acto y rápidamente.
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