domingo, 17 de junio de 2012


La Santificación del Yo
La persona redimida recibe el Espíritu Santo al convertirse. Sin embargo, es bueno distinguir esta recepción del Espíritu en la conversión de lo que a menudo llamamos la “plenitud” o “ser llenos” del Espíritu. Estar “llenos del Espíritu” equivale a decir que entonces Cristo nos posee por entero. Y nosotros lo tenemos a El en plenitud sólo cuando El nos posee a nosotros por entero. Tanto teórica como racionalmente, no hay razón para que esta doble posesión no ocurra simultáneamente con la conversión. Pero en la práctica, y en nuestros tiempos, el ser lleno del Espíritu parece estar bastante separado de la conversión. Esta recepción del Espíritu Santo es lo que Pablo expresa en Romanos 5:5, “Porque el amor de Dios está derramado en nuestros corazones por el Espíritu que nos es dado”.
En cierta ocasión estaba predicando sobre este texto, pero las circunstancias que nos rodeaban eran bien poco inspiradoras. Ya habían pasado las vacaciones de navidad y los predicadores habíamos regresado de los distintos lugares a donde habíamos ido a evangelizar. Era un día lluvioso y frío, y estábamos celebrando el culto en el piso húmedo de una humilde casa indígena de paredes de barro, tratando de conducir un culto de adoración ese domingo por la mañana. En varios lugares donde habíamos procurado predicar nos habían rechazado con ira, y todos nos sentíamos con una amarga sensación de fracaso y el ánimo por los suelos. Yo estaba tratando de predicar un corto mensaje cuando, de pronto, recibí una inspiración repentina, algo que todos los predicadores conocen bien cuando se les da algo “de arriba”. Era un pensamiento acerca de la expresión “derramarse”. Dios es amor, y cuando decimos que Dios “derramó su amor”, queremos significar que El se derramó a Sí mismo en la Persona del Espíritu Santo. Para entender mejor el significado de derramar, usemos la ilustración de la luz. Cuando se enciende la luz la bombilla eléctrica se ilumina, e instantáneamente la luz se derrama en todas direcciones ocupando todos los rincones y escondrijos de la habitación. Lo único que impide que la luz lo llene todo es la presencia de objetos opacos, tales como cajas, muebles, personas, etc.
Entonces les hablé a mis amigos indios de la fiesta de Diwali. Esta festividad india cae en el otoño después que han pasado las lluvias. Antes de la fiesta se limpian todas las casas, se lavan pisos y paredes, y la casa se ilumina con lamparitas. Les recordé que en esa fiesta ellos sacan fuera de la casa todos los muebles y objetos pesados para hacer una limpieza a fondo. Les dije entonces que en nuestro corazón hay también toda clase de objetos opacos, que producen sombra, y que es necesario permitir al Espíritu Santo hacer una limpieza a fondo, de modo que El pueda iluminarnos por completo. Les dije que algunos de esos objetos opacos son los celos, la ira, la maledicencia, la amargura, el amor al dinero, y cosas semejantes.
No creo que mi ilustración haya hecho mucha impresión en los predicadores que me rodeaban. Era demasiado simple y muy poco teológica. Pero un hombre del campo estaba escuchando con ávida atención. Aunque era un recién convertido, todavía no estaba satisfecho de sí mismo. Ponía demasiado sus ojos en los demás cristianos y sus defectos. Estaba resentido y amargado porque no le daban puestos de responsabilidad en la iglesia. Muchos de sus resentimientos habían crecido en forma desproporcionada.
Pasaron algunas semanas después de mi predicación sin que yo supiera qué había sucedido esa mañana. El hecho era que este campesino tenía ahora una casa limpia. El no podía dar una explicación teológica de lo que le había ocurrido, y ni siquiera explicar claramente su experiencia de esa mañana, pero el hecho era que su corazón estaba limpio. Semanas más tarde estábamos hablando a un grupo sobre la plenitud del Espíritu Santo, cuando de repente, este mismo hombre, que estaba otra vez presente, vio la luz y comprendió lo que había sucedido. A continuación dijo que precisamente eso era lo que había ocurrido en su corazón. El cambio de vida que había comenzado ese domingo era tan marcado como el cambio que había habido antes de su conversión.
No es suficiente que recibamos el Espíritu Santo. Debemos tenerlo en su plenitud. También, El debe poseernos a nosotros completamente. El Espíritu Santo viene a nosotros sin hacerse rogar o suplicar. No es necesario tener largas sesiones de llantos y súplicas para que el Espíritu venga a llenarnos, La enseñanza de Jesús es: “He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo” (Apoca­lipsis 3:20). Cristo está llamando a la puerta de nuestro corazón. No es posible menospreciarlo y hacernos los desentendidos sin recibir alguna clase de reprimenda. Tardar en abrir esa puerta es rechazar a Cristo. Pero si abrimos, ¡El entra! La Biblia no dice: “Si alguno pelea, grita, ruega, o procura ser bueno, recibirá el Espíritu Santo”. No, la Biblia dice: “Si alguno oye mi voz y abre la puerta”. Más simple no puede ser. El está tan dispuesto a llenarnos con el Espíritu como la luz está lista a llenar todos los ámbitos de la habitación cuando se enciende la bombilla.
Si hay alguna tardanza, algún entorpecimiento, si hay clamores, y lágrimas y gemidos sin resultado, no se debe a la voluntad del Señor, sino a nuestra dificultad para abrir la puerta. Hablando francamente, cuanto más viejos somos, cuanto más tiempo posponemos nuestra decisión, más se arraigan nuestros hábitos, más sucio se vuelve nuestro corazón, y más difícil se nos hace abrir la puerta. Además, no debemos confundir simplemente su entrada en plenitud con alguna clase de emoción que sintamos por ello. Para algunas personas el ser llenos con el Espíritu es algo electrizante; para otros es una experiencia muy emocionante; pero para otros es una simple y sencilla sensación de paz. Pero ninguna de estas experiencias es normativa. Lo esencial de todo es el efecto de la plenitud: esto es, la pureza de corazón.
Mi pobre abuelo había escuchado predicar a un hombre sobre el bautismo del Espíritu Santo que lo comparaba a un choque eléctrico que lo sacude a uno de pies a cabeza. Este individuo le aseguró a mi abuelo que algún día iba a recibir un choque eléctrico semejante. Durante seis meses mi abuelo estuvo buscando esa descarga eléctrica que, afortunadamente, nunca recibió. ¡Cuán penoso hubiera sido si el pobre viejo hubiera sólo recibido algo así! Al fin, mi abuelo comprendió que lo que necesitamos no es un choque, o un golpe, o cualquier otro fenómeno, sino simplemente ser llenos del Espíritu.
“Si alguno oye mi voz, y abre la puerta, entraré a él”. Lo único que puede mantener a Cristo fuera de nosotros es nuestra propia voluntad que no se rinde. Y no necesitamos más evidencia que el testimonio de su Espíritu a nuestra conciencia purificada de que la puerta está efectivamente abierta, para pedir que El cumpla su promesa de entrar. No hace falta el testimonio de los sentidos, en algún modo fenomenal, para saber que el Espíritu ha entrado a la casa.
Entonces, si esto es verdad, ¿por qué muchos luchan tanto tiempo hasta lograr ser llenos del Espíritu? Si aceptamos que la tardanza no se debe a alguna exigencia de Dios, sino que es alguna falla nuestra, debemos examinarnos detenidamente para ver qué es lo que impide. Por desgracia, la indisposición a abrir la puerta no se debe a algún estado de ánimo pasajero, sino a una rebelión profunda del corazón. Suena feo decir esto, pero debemos decirlo porque es la verdad. El tratar el problema en una manera “intelectual” no cambia la cosa. Pablo dice que “la mente carnal es enemistad contra Dios” (Romanos 8:7). No nos gusta tener que admitir esto, pero a veces existen partes de nuestra vida que no deseamos someter a Dios. Esto es la mente carnal.
Pablo nos da una explicación detallada del problema en Romanos, capítulo 6. Allí usa la ilustración de la relación existente entre amos y esclavos. Nos dice que el pecado puede ser nuestro amo hasta conducirnos a la muerte o bien la justicia puede ser amo nuestro hasta conducirnos a la santificación. La elección de quién será nuestro amo es nuestra, pues no podemos servir a los dos a la vez. “Cuando erais siervos del pecado, erais libres acerca de la justicia”. Vez tras vez el pasaje habla de ser hechos “libres del pecado” e indica que entonces, y sólo entonces, puede uno hacerse siervo de la justicia. De modo que es nuestra decisión, en amor, lo que determina si vamos a dejar de ser siervos del pecado para muerte para venir a ser siervos de la justicia para santidad de vida, o sea si vamos a estar “en la carne” o “en el espíritu”.
En la carta a los Efesios Pablo habla del “viejo hombre” y del “nuevo hombre”, y aclara perfectamente su significado. Puede ayudarnos a entender si pensamos en dos pautas diferentes de vida. Una está centrada en el yo— que es pecado (el viejo hombre). La otra tiene a Dios como su centro—que es santidad (el hombre nuevo). Todos los sucesos, y todo el material de que nuestra vida está hecha, caen dentro de uno u otro modo o estilo de vida. Y, en efecto, ambos modos de vida pueden existir simultáneamente dentro de un corazón que no está rendido completamente. Estos dos modos diferentes se superponen uno al otro, de modo que la vida total, vista geométricamente se parece más a una elipse que a un círculo, como debería ser.
Esto podría ilustrarse por medio de un imán que se pasa por debajo de una hoja de papel donde hay diseminadas partículas de hierro. Mirando desde arriba no se puede ver el imán, pero se puede ver dónde están sus polos por la posición que toman las partículas que instantáneamente se agrupan alrededor de los polos. En la vida de los cristianos hay dos grandes polos, el yo y Dios. Todas las partículas que forman nuestra vida se agrupan alrededor de uno de esos polos en pautas de vida que son parcialmente egocéntricas y parcialmente teocéntricas. Es concebible que aquellas partículas de nuestro ser que se centran en ambos polos a la vez, tengan un tiempo de conflicto hasta resolver en cuál de los polos se centrarán definitivamente. El apóstol Santiago algo sabía de este conflicto cuando hablaba de “el hombre de doblado ánimo, el cual es incons­tante en todos sus caminos”. La mente carnal es precisamente la personalidad que se centra en el yo humano, y el modo de vida que produce desagrada a Dios precisamente porque la mente carnal es enemistad contra Dios.
¿Qué debemos hacer entonces? El apóstol Pablo usa un lenguaje fuerte. Su término más común es “crucificar” o “mortificar”; también “entregar a la muerte”, o despojaos” y otras palabras parecidas. Debemos poner cuidado en entender correctamente. Pablo desea que el viejo hombre sea crucificado. Pero lo que debe morir y quedar fuera de existencia real y positivamente es esa forma de vida que está fuera de la voluntad de Dios. Debemos entender claramente qué es lo que debe morir, porque es en este punto donde ha surgido tanta confusión sobre los términos “erradicación”, “supresión” y “neutralización”. Obviamente existe confusión, porque aquellos que objetan más fuertemente a la erradicación todavía insisten en la crucifixión del viejo hombre (lo cual, por supuesto, es un término escritural), mientras que aquellos que afirman la erradicación no están bien seguros sobre qué cosa es lo que debe ser erradicado, como tampoco están bien seguros sus oponentes sobre qué es lo que debe ser crucificado. En lo que todos están de acuerdo es que algo debe ser eliminado definitivamente. Y por supuesto, hay en juego palabras y frases tales como “el viejo hombre”, “la naturaleza carnal”, “la naturaleza de pecado”, “la predisposición al pecado”, “la naturaleza corrupta”, que deben ser bien entendidas. Pero de lo que ambos grupos carecen es una clara definición o explicación de esos términos en lenguaje psicológico comprensible, de modo que, en función de la vida diaria, sepamos precisamente qué es lo que debe ser eliminado, qué es lo que queda, y qué es lo que vamos a hacer con lo que queda.
La respuesta al problema la encontramos en la posición del yo. Volvamos a nuestra ilustración del imán. Hallamos un modo doble de vida por el hecho de que el yo permanece fuera del centro de la voluntad de Dios. El punto crucial que debemos entender bien es este: lo que debe morir es esta doblez de vida, pero no el yo, el cual es su centro. Todos aquellos que buscan la vida profunda del Espíritu hablan a menudo de la “muerte del yo”. El yo, o sea nuestra personalidad, debe seguir viviendo, pero lo que debe morir es el egoísmo. En esto, también, hay un mundo de diferencia. El egoísmo, o “yoísmo”, es ese modo de vida que surge inevitablemente cuando el yo humano se aparta de Dios en cualquier manera. El yo, como tal, es santo y bueno, porque ha sido hecho por Dios. El yo se torna malo cuando comienza a hacer decisiones propias, aparte de la santa voluntad de Dios.
Para saber lo que tenemos que hacer con el yo, necesitamos otro texto. Pablo dice en Colosenses 3:3: “Porque habéis muerto, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios”. Si a veces tenemos dificultades en expresar en palabras lo que es la vida más profunda, consolémonos pensando que Pablo tenía la misma dificultad, y que continuamente le faltaban palabras cuando quería aclarar estas sublimes verdades. A menudo hacía uso de la paradoja, en la forma que lo hace en este texto: “habéis muerto... vuestra vida...” ¿Cómo puede haber vida donde hay muerte? Esto es paradójico. Algo ha muerto. Algo, también, está vivo, y bien vivo. Será provechoso aquí continuar con nuestra ilustración. El yo humano, como polo aparte de Dios, debe abandonar su alejamiento, su separación, su enemistad contra Dios por un acto de completa y consciente entrega a Dios. El yo debe rendirse completamente, hasta quedar “escondido en Dios”. Haciendo esto, el yo no necesita morir, sino que sigue viviendo pero en Dios, y para Dios. Entonces, los polos son, por así decirlo idénticos, y la pauta de la vida es una. Esta integración, esta reunión íntima con Dios, sin embargo, no puede suceder sin que algo deje de existir. No el yo precisamente, porque eso es imposible, sino aquella pauta o modo de nuestra vida que resulta de la acción del yo cuando éste no está rendido a Dios, no está escondido con Cristo en Dios. Esta destrucción del “viejo hombre” es difícil en tanto que nuestra voluntad propia, centrada en el yo y enemiga de Dios esté fuertemente arraigada. Para algunas personas el someterse a Dios es algo simple y fácil; para otros es una lucha amarga, larga y tenaz. A veces ocurre en un instante de decisión. A veces viene después de una larga lucha. Nunca sucede por accidente. Nadie se desliza dentro de ella sencillamente. Ninguna esperanza piadosa puede realizar esta decisión. Lo que se pide es una rendición absoluta y total; cualquier reserva y toda reserva, deben desaparecer. En este asunto uno no puede pedir rebaja, ni plazos para pagar. Pablo usa los términos “crucifixión” y “muerte” para enfatizar el sentido absoluto que tiene esta decisión.
Estos términos “crucifixión” y “muerte” son, por supuesto, figurativos. Se refieren al modo de vida del yo, y no al yo como tal. Al igual que todas las figuras de lenguaje no debe ser interpretada más allá de su uso común. Después que han servido para recalcar cómo tenemos que tratar con la rebelión, debemos abandonarlas. Si no hacemos así podemos caer en otro error común. Algunos que han efectuado este entero sometimiento y han sentido una liberación piensan que por eso la naturaleza carnal está crucificada, muerta y sepultada, y que las cosas muertas no volverán a molestarlos más. Concluyen, por lo consiguiente, que la naturaleza carnal nunca reaparecerá otra vez, y que no será necesario cuidar ese frente nunca más. Pero Pablo nunca usó esas expresiones para que sean interpretadas con rigor hasta ese punto extremo. Pablo usa la figura de la muerte hasta la entera rendición, después usa otra figura de lenguaje que se aviene más con su enseñanza. Usa la figura de estar “escondido con Cristo en Dios”. Cualquier cosa que esta figura pueda significar, está bien claro que debemos usarla, según el contexto dentro del cual está aplicada, a la vida llena del Espíritu. La mayor arma que emplea Satanás contra el corazón sometido y santificado es tratar de apartarlo de esta posición de estar escondido con Cristo en Dios. Y en algún modo a lo menos, procurar que se independice de Dios.
El yo humano, para estar completo, debe poseer continuamente todos los elementos propios con que Dios lo dotó en la creación. Todos los factores físicos y mentales, todos los impulsos, instintos, apetitos, (o cualquier otro término psicológico que quiera usarse), los cuales son parte de la naturaleza humana normal, son instrumentos controlados por, y usados para la gloria, del centro dominante de la existencia. Este centro puede ser el yo-escondido-con-Cristo-en-Dios, o el yo-afirmado-en-sí-mismo. En este últi­mo caso esos factores están distorsionados y falseados, y revelan lo que es la vida centrada en el yo. Cuando estos factores son purificados, y librados de la influencia nefasta del egoísmo, entonces son usados para la gloria de Dios y la revelan. Esto es también lo que Pablo quiere significar cuando dice que Dios “vivificará vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que mora en vosotros”. Esto significa que todas nuestras capacidades, nuestros impulsos, nuestras habilidades físicas y mentales, todo lo que Dios ha hecho para residir en nuestros cuerpos, deben, cuando sean, purificados, quedar libres de la voluntad centrada en el yo, sus tendencias al egoísmo y al mal, y volver a ser tal como Dios deseó que fueran en el momento de crearlas. Notemos que ningún elemento de todo este equipo físico y psicológico debe ser eliminado, puesto que el yo no debe morir. En vez de eso, al igual que el propio yo, deben ser limpiadas y clarificadas y escondidas con Cristo en Dios, posición en la cual deben funcionar para la gloria de Dios, en santidad verdadera, como El las destinó originalmente.
Jorge Fox, el gran cuáquero, describe así su propia experiencia de purificación: “parecía que toda la creación diera otro olor, como nunca había dado antes”. Esto quiere decir que cuando la enemistad contra Dios es quitada de nuestros corazones, todo nuestro ser—cada sentido, cada deseo, cada instinto, cada parte sensible de nuestra naturaleza, queda más vivo y vigoroso que nunca, listo por la primera vez para ser un vaso escogido con el fin de manifestar la gloria de Dios.
Después de llegar a una convención en la India donde tenía que predicar, saqué de la valija un traje nuevo gris que iba a ponerme para el culto. Lamentablemente, había dejado el traje colgado sobre un alambre mojado, y una de las piernas del pantalón tenía una larga mancha de óxido. Esto me presentaba un problema: cómo quitar la mancha de óxido sin dañar el delicado color de la tela. Hay varios detergentes y líquidos que quitan las manchas de óxido, pero son tan fuertes que también quitan el color de la tela, de modo que en lugar de la línea de óxido dejan una línea blanca. Quedé muy agradecido a una buena mujer, que supo hacer tan bien el trabajo, que quitó por completo la mancha de óxido sin dañar la tela en lo más mínimo. Hay demasiadas interpretaciones de la salvación que quitan la mancha del pecado, pero que también se llevan consigo muchas partes necesarias de la naturaleza humana. Y esto último es algo que no deseamos que ocurra. Gracias sean dadas a Dios que nos ha provisto, a través de Jesucristo, un medio de limpieza perfecto, que quita toda mancha de pecado, pero que deja intacta la naturaleza humana, incluso hasta su posibilidad de ser tentada.
Esta posibilidad de tentación debe ser reconocida como parte de la naturaleza humana que Dios creó, y que El mismo declaró que era “buena”. Es un error decir que el hecho de que estemos sujetos a la tentación es parte de la naturaleza humana caída y depravada. La capacidad de ser tentados era parte de la naturaleza de Adán y Eva antes de la caída y era parte también del Cristo perfecto e impecable. No es justo lamentarnos de nuestra naturaleza humana caída sólo porque estamos sujetos a tentación. Dios desea nuestro amor y servicio voluntarios, y para lograr esto nos hizo con la facultad de elegir. Y esto es algo muy bueno, no algo malo. La naturaleza pecaminosa se manifiesta en la actitud de enemistad contra Dios, y esta actitud, cuando se practica, va torciendo y deformando cada elemento de nuestra naturaleza humana normal. Hasta que hacemos morir esta actitud de enemistad, hacemos bien en lamentar nuestra inclinación o propensión al pecado. La liberación de esta actitud de enemistad es lo que nos ubica en el lado de la victoria sobre la tentación, aun cuando la tentación sea intensificada por las cicatrices que ha dejado el pecado.
Por ejemplo, un borracho puede ser perdonado y obtener completa victoria sobre su mal hábito. Pero todavía queda impreso algo sobre cada célula de su cuerpo, que hace que el mero olor del licor sea una poderosa tentación. Algunos llamarían a esto su naturaleza pecaminosa. En un sentido amplio esto podría ser cierto, ya que las cicatrices son el resultado del pecado. Pero debemos hacer una distinción radical entre esas cicatrices, las cuales son involuntarias y amorales ahora que el pasado pecaminoso que las produjo ha sido perdonado, y la actitud de enemistad contra Dios, que es voluntaria, inmoral, impía, y que puede ser llamada apropiadamente naturaleza pecaminosa. Si esta enemistad contra Dios es readmitida en el corazón, sería, por supuesto, una aliada poderosa del gusto por el licor.
Cuando hablamos, pues de liberación de la naturaleza pecaminosa, es bueno hacer una aclaración. Debemos tratar de liberarnos de esa actitud heredada de consciente enemistad contra Dios. Eso es suficiente. Las cicatrices del pecado pueden permanecer. Nuestros cuerpos, nuestras mentes, nuestros espíritus, pueden ser puertas abiertas hacia la tentación. Pero aunque esto persista por toda la vida, el caso no es desesperado. La gracia de Dios es suficiente para darnos la victoria, puesto que hemos sido librados de la raíz de enemistad, que albergamos con nuestro consentimiento, hasta que completa y conscientemente la entregamos a Dios para su destrucción y nuestra purificación.
En los antiguos días del gobierno inglés en la India pude ver un detalle curioso de una ceremonia. Fue cuando el Maharajah de Chatarpur fue investido con sus poderes de mando. Todos los invitados a la ceremonia estábamos en el gran salón Darbar del palacio cuando el maharajah entró con gran pompa y ceremonia y se sentó un uno de los tronos que había al fondo del salón. El otro trono lo ocupaba el gobernador británico. Allí estaba representado el doble gobierno que por entonces regía a la India. Este sistema de gobierno tenía un precepto que se llamaba soberanía británica. El maharajah era un soberano completo en sus propios dominios, pero estaba dentro de los límites de la soberanía de Inglaterra. Este sistema tiene su propio significado espiritual, pero ahora quiero destacar otra parte de la ceremonia. Era el momento cuando los nobles venían a rendir acatamiento a la corona británica así como antes habían rendido acatamiento al maharajah. Cada noble, por turno, se acercaba lentamente hasta el trono donde estaba el representante de Inglaterra, y le ofrecía un pañuelo de seda donde había algunas monedas de oro. Era derecho del gobernador inglés tomar ese oro como testimonio de la lealtad de los nobles indios. Pero en lugar de tomar el oro, el gobernador lo tocaba suavemente con los dedos, simbolizando con esto la aceptación de la lealtad del noble, permitiéndole luego regresar a su asiento en posesión de su oro. El noble estaba en libertad de usar ese oro como quería, siempre y cuando permaneciese fiel a la corona británica. Si usaba ese oro de un modo subversivo, sería un acto criminal.
Contemplando esta ceremonia me puse a pensar en el momento cuando traemos todo para rendirlo al Señor. El Señor tiene derecho de tomarlo todo de nuestra mano, para cuidar de que no lo usemos mal, pero El no decide hacer eso. Más bien El nos toca con su sangre purificadora y entonces nos deja en posesión de nuestra naturaleza humana purificada, para que la usemos como mayordomía para su gloria y honra. Cualquier uso que le demos a nuestra naturaleza humana ya purificada debe ser leal, y sólo para glorificar a El. El no nos quita ni una sola partícula de nuestra naturaleza humana legítima que El mismo ha creado. El quita solamente la mancha de nuestra rebelión y purifica nuestro amor hasta que viene a ser una santa obediencia a sus mandamientos y ordenanzas.
Esta verdad es tan importante que es necesario verla detalladamente, lo cual podemos hacer al considerar varios elementos de la naturaleza humana por separado para ver cómo funciona. Al hacer este análisis veremos también cuáles son los ataques de Satanás y como trata de apartarnos de ese lugar “escondido con Cristo en Dios”.
Todos sabemos que el apetito y la comida son esenciales para la vida y aún para la gloria de Dios. El ayuno puede tener valor como disciplina ascética (y ciertamente para rebajar de peso), pero nadie pediría una experiencia espiritual que “erradicase” el apetito. Pero también es perfectamente claro que comer para la gloria de Dios, y ser un glotón, son dos cosas completamente distintas. ¿Cuándo es que cruzamos la línea y pasamos, de comer para la gloria de Dios a comer como un glotón? Obviamente, la respuesta no es simple. Volveremos sobre esto más tarde, pero sea suficiente decir por ahora que hay una “línea” del apetito, y que comer de este lado de la línea está en armonía con el yo-escondido-con-Cristo-en-Dios, y que comer del otro lado está en armonía con el yo-centrado-en-sí-mismo.
Ahora bien, la solución para este problema no es suprimir el gozo de comer. Cada acto que realizamos lleva su toque de emoción, o de sentimiento. Dios nos hizo así, y tratar de eliminar el sentimiento de nuestros actos no sólo es malo, sino imposible. Los estoicos trataron de eliminar de la vida todo sentimiento placentero. Cuando les presentaban un buen plato de pescado frito, no se permitían decir: “¡Qué plato maravilloso, voy a disfrutar de él!” Más bien decían: “Vean, aquí está el cadáver de un pobre pez, me lo voy a comer sólo para poder mantener el alma y el cuerpo juntos”. La filosofía del famoso libro sagrado hindú, el Bhagavad Gita, corre en la misma vena a la de los estoicos. Pero tal filosofía termina al fin en hipocresía y ruina física y moral. La tarea del cristiano es más difícil que esto. El cristiano ha de comer para glorificar a Dios, y también ha de disfrutar de aquello que glorifica a Dios.
He usado esta ilustración porque es simple y porque se da por sentado, universalmente que no hay nada malo en satisfacer el hambre. No obstante el mero hecho de que esto se acepte así, automáticamente, implica un peligro. ¿Por qué será que oímos tan pocos sermones sobre la santificación del comer? Hay multitud de glotones excesivamente gordos, que desean ser llenos del Espíritu y a quienes nunca se les ha ocurrido que la santificación tiene algo que ver con la manera en que comen. Tenemos que comprender que el hambre, como cualquier otra parte de nuestro equipo normal es un posible siervo del yo o de Dios.
Otro elemento menos obvio de nuestra personalidad es la sensibilidad. Dios nos ha hecho aptos para sentir los sufrimientos de otros y compartir compasivamente sus necesidades. Pero cuando dirigimos esa sensibilidad hacia nosotros mismos, y se vuelve auto-compasión, entonces se torna carnal y reprensible. El director de una de nuestras escuelas en la India convocó una reunión de maestros en su casa. En la casa había sillas suficientes para todos. Una de las maestras puso su silla cerca del lujoso piano y poco a poco fue corriendo su silla hasta apoyarla contra el instrumento. Al hacerlo corría el peligro de estropear el barnizado. El director vio lo que sucedía, pero se controló, dirigió en calma la reunión hasta el final sin decir palabra. Dos semanas más tarde convocó otra vez a los maestros a otra reunión. Esta vez tuvo especial cuidado en poner las sillas a más de un metro del piano. Pero vino la misma maestra, se sentó en la misma silla, y otra vez la fue corriendo hasta pegar otra vez contra el barnizado del piano. Esto ya era demasiado. El director le rogó a la maestra que, por favor, retirase su silla del piano. La señorita lo hizo así, pero se sintió tan herida y ofendida que no abrió la boca por el resto de la reunión. Durante los dos días siguientes la maestra evitó encontrarse con el director. Al tercer día fue a verlo para pedirle le diera el traslado a otra escuela de la misión, porque no se sentía con ánimos de enseñar en una escuela donde había estropeado un piano. Era una niñería, por supuesto, pero ilustra los problemas que produce una extremada sensibilidad. Gracias a Dios, hay un final feliz para esta historia. La maestra, experimentó más tarde el bautismo del Espíritu Santo y su vida cambió por completo.
Ahora bien, la voluntad de Dios no es que nuestra sensibilidad sea “erradicada”. Pero sí tiene que ser purificada de su egoísmo y ser liberada para expresar la gloria de Dios. Cuando esta facultad de la sensibilidad ha sido carnal, ha constituido un verdadero problema para nosotros. Pero cuando ha sido purificada y limpiada produce una liberación muy notable.
Conozco un hermano en la India, que tiene una capacidad poco común para sentir el sufrimiento de los demás. Es un hombre lleno del Espíritu. Esta sensibilidad lo hace trabajar incansablemente por las almas, cuidando de ellas amorosamente como pocas veces se ve. Pero el diablo siempre nos ataca en algún punto débil, y este hermano frecuentemente tiene terribles batallas espirituales porque experimenta lástima de sí mismo. ¿Por qué tiene que dar él tanto de sí mismo, cuando otros predicadores, que ganan mucho mejor salario, se preocupan tan poco por las almas y sufren tan pocos inconvenientes? ¡Cuántas veces las cualidades que Dios nos dio para emplearlas en su servicio, son torcidas para el servicio del yo! El diablo puede crear fácilmente situaciones donde el uso legítimo de un instrumento viene a ser la ocasión para que el yo se salga de su posición de escondido-con-Cristo-en-Dios, y vuelva a actuar independientemente.
Esto que dejamos dicho puede aclararse con un breve estudio sobre la envidia. Nadie diría que la envidia tiene su lado bueno, pero esto se debe a que nuestra palabra española da solo el lado malo de un término griego que tiene dos. En I Corintios 13:4 se nos dice que el amor “no tiene envidias”. Pero la palabra griega es dzeloi, que significa excitación mental, ardor, fervor de espíritu. Este fervor, o ardor, puede ser usado para bien o para mal. Usado para el bien puede ser fervor o ardor en defender una causa buena. Por ejemplo: “El celo de tu casa me consume” (Juan 2:17), es un caso bueno. Los corintios respondieron a las exhortaciones de Pablo con, “¡qué solicitud... qué defensa, qué indignación, qué temor, qué ardiente afecto, qué celo, y qué vindicación! En todo os habéis mostrado limpios en el asunto” (II Corintios 7:11). Por otra parte esta facultad puede ser usada en una manera mala. En esta manera mala es envidia, mala contención, celos, rivalidad, etc. (como en Romanos 13:13 “... no en contiendas ni envidia”).
Visto a simple vista el celo y la envidia parecen tener poco en común, pero una ilustración puede aclarar su relación. Supongamos que hay elecciones en la iglesia, digamos para elegir superintendente de la escuela dominical. Se proponen sólo dos nombres, y uno de ellos es el de usted. A usted le gusta mucho la obra que hace la escuela dominical. Siente gran responsabilidad por ella y cree que podría entregarse a la tarea de ser un superintendente, con mucho celo. Además, usted siente que tiene capacidades que lo acreditan para hacer un buen trabajo para la gloria del Señor. El otro candidato es un buen hombre, pero usted piensa que él tiene menos amor a la obra, que usted, y no tiene tantas habilidades. Pero la gente no siempre es tan sabia como debiera ser. ¡Resulta que la otra persona es elegida! Usted les dice a sus amigos que la elección está bien hecha, y felicita sinceramente al nuevo superintendente, y le dice que orará por él. Pero tiene ciertas dudas en el fondo de su corazón. ¿Era esta la voluntad de Dios? ¡Cuán celoso hubiera sido usted sirviendo en ese puesto! Entonces empieza a vigilar a su hermano superintendente. Lo hace por su celo por la obra del Señor. Usted desea que él haga todas las cosas bien—se dice usted a sí mismo. Pero él comienza a cometer algunos errores. Se pone en evidencia alguna falta de cuidado. ¡Cómo desea usted ayudar! Usted no quiere ver sufrir a la escuela dominical, eso es todo. Su celo por la obra es muy intenso. Entonces el otro comete nuevos errores. Usted trata de hacerse el desentendido. Pero en verdad está realmente fastidiado. Ya no puede disimular más. Y para hacer corta una historia larga, usted se da cuenta un día que está padeciendo un grave caso de envidia.
Bien, ¿Cuándo cruza uno la línea divisoria entre celo y envidia? ¿Cómo puede uno saber que ha cruzado, o está en peligro de cruzar esa línea? ¿Y que sucederá con su santificación si la cruza? Hay varias preguntas que serán contestadas si ponemos atención a algunas ilustraciones adicionales.
La lengua parece ser el mayor problema para algunas personas y es un problema real para todos nosotros. Por supuesto, no puede existir la “erradicación” de la lengua. Pero tampoco puede uno darle rienda suelta a la lengua, aun en la vida de santidad.
Una vez asistía yo en la India a una convención sobre la vida espiritual más profunda. Un amigo mío miembro de la misión, tenía un entendimiento y criterio que siempre estaban exactos. Siempre estaba acertado en todo cuanto decía, pero la manera como lo decía, dejaba por lo general un reguero de corazones lastimados y almas adoloridas. Este hermano había buscado la victoria, había pedido liberación y había experimentado un gran mejoramiento. El primer día de la convención, este hermano se puso a conversar con un hermano indio acerca de la vida que estaba llevando este último. Como siempre, él tenía razón en lo que estaba diciendo, pero otra vez su manera de decirlo exaltó los ánimos del creyente a tal grado, que estuvieron a punto de dar al traste con la convención apenas comenzada. El misionero se retiró y se fue a un lugar aparte a pasar el día solo. A la mañana siguiente lo encontré en su carpa haciendo sus valijas, en el más profundo estado de abatimiento. Todo era inútil. Había fallado otra vez, era un misionero indigno, y estaba empacando sus cosas para volverse a su casa. Tuvimos juntos un rato de conversación y oración, y nos fuimos a la reunión con una nueva victoria. En la reunión se paró delante del hermano indio con quien había tenido el altercado, y humildemente le pidió disculpas. Entonces dijo una cosa interesante. “Si mi problema fuera alguna cosa como el licor o el tabaco, sería fácil solucionarlo. Simplemente tiraría a la basura el licor o el tabaco y asunto arreglado. Pero mi problema es la lengua. Y no puedo cortarme la lengua para la gloria de Dios. Ahora he entregado todo mi ser a Dios, incluso mi lengua, confiando que el Espíritu Santo me limpiará completamente, y me usará para su gloria.”
Con respecto al uso de la lengua cometemos dos errores muy comunes. El primero es suponer que estamos en las garras de la vieja naturaleza y que no hay ninguna ayuda contra ello, y una lengua ofensiva es algo que la gracia de Dios no puede solucionar, y por lo tanto debemos controlarla lo mejor que podamos, pero con poca esperanza de tener algo mejor de lo que nuestra mala naturaleza produce. El otro error es suponer que la erradicación de la naturaleza carnal deja a la lengua tan limpia que ya no necesita ninguna disciplina. La verdad es que la purificación del corazón—la eliminación de la mala voluntad enemiga de Dios—produce la limpieza de todos los elementos de nuestra personalidad, incluyendo nuestra lengua, y hace que cada uno de esos elementos esté listo para glorificar a Dios. La lengua, entonces, está lista para una disciplina intensa, tal como lo hace entender el apóstol Santiago. Dios hace algo por nosotros. Nos purifica, y nos da el poder para que nosotros hagamos algo por nosotros mismos. Pero El deja muchas cosas por hacer, para darnos el privilegio de que las hagamos nosotros. Purificación y disciplina son como un santo y seña, dos contradicciones aparentes, que tenemos que poner juntas en una viviente paradoja, si deseamos hacer lo mejor para Dios. La purificación del corazón es algo que Dios hace por nosotros que nosotros nunca podríamos hacer por nosotros mismos. Ninguna disciplina nuestra, por más fuerte que sea, podría controlar una lengua que está expresando la abundancia de un corazón enemistado con Dios. Cuando Dios hace algo por nosotros que nosotros no podemos hacer por nuestra propia disciplina, entonces nosotros, por disciplina, podemos hacer algo para la gloria de Dios.
A veces oímos a alguien decir: “Bueno, yo solamente exploté. Usted sabe como soy yo, que digo las cosas como se me vienen a la boca”. No hay duda que mucha gente dice lo primero que se le viene a la boca. Pero es una pobre defensa confesar una mala costumbre que se tiene. Lo que debemos hacer es controlar nuestra lengua, y no podemos controlarla a menos que nuestro corazón esté limpiado y purificado, y nosotros estemos escondidos con Cristo en Dios.
Aun estando nosotros escondidos con Cristo en Dios, siempre estamos sujetos a muchas de las enfermedades y flaquezas humanas. A pesar de la mucha disciplina y vigilancia, todavía la lengua se nos va de repente y decimos alguna palabra ofensiva. El corazón lleno del Espíritu no se manifiesta por haber alcanzado un estado de gracia en que uno nunca dice una palabra hiriente, sino por la rapidez y disposición que manifestamos en pedir perdón o enmendar lo malo que hemos hecho en cuanto nuestra conciencia nos acusa. Pero tampoco es suficiente para la vida de santidad cuidar el lenguaje de modo que nunca digamos una palabra ofensiva. “Si tu hermano tiene algo contra ti... ve a él”. La disposición del corazón a buscar rápidamente un arreglo, restañar una herida, suavizar una situación, satisfacer a un hermano ofendido, es la mejor prueba de una vida de santidad, y no el mero hecho de no decir nunca una palabra hiriente.
El Señor Jesús estaba delante del sumo sacerdote y uno de los ministriles le dio una bofetada en el rostro. El Señor le dijo tranquilamente “Si he hablado mal, testifica en qué está el mal; y si bien, ¿por qué me golpeas?” (Juan 18:23). Aunque pensemos toda una hora, no encontraríamos una respuesta mejor que esa. Aún bajo una tremenda provocación, el Señor le dio una respuesta absolutamente correcta.
Un poco más tarde el apóstol Pablo se halló en una situación idéntica (Hechos 23:1-5). Cuando el siervo del sumo sacerdote le golpeó en la boca, Pablo dijo, “Dios te golpeará a ti, pared blanqueada. ¿Estás tú sentado para juzgarme conforme a la ley, y quebrantando la ley me mandas golpear?”
Esto ya es otra cosa. No necesitamos pensar mucho tiempo para mejorar esta respuesta del Apóstol. Y no porque no sea verdadera. Quizás era muy cierto que el sumo sacerdote era una “pared blanqueada” si interpretamos esta frase correctamente. Pero el espíritu que hace esta réplica no es el mismo espíritu que Cristo exige que tengamos. Poner sobrenombres a las personas, usar epítetos injuriosos, marcar a los prójimos con rótulos y etiquetas sarcásticas, no es del Espíritu de Cristo. Es cierto que una vez el Señor llamó a los fariseos “serpientes” y “generación de víboras” (Mateo 23:33), pero en el mismo caso de la mujer sirofenicia, a la cual llamó “perrillo”, necesitamos entender la connotación que tenía la palabra “serpiente” en aquellos días. Además, este fuerte calificativo del Señor, vino como el clímax a una larga denunciación de la hipocresía de los fariseos, denunciación en la cual, si bien sumamente penetrante, notamos una nota de auto-limitación, al grado que no hay ni siquiera un relámpago de un yo carnal en las palabras del Señor. La indignación nuestra, rara vez es tan recta y santa como la suya. No importa cuan verdaderas o exactas hayan sido las palabras de Pablo, la impresión que dejó en los oyentes era que estaba maldiciendo al sacerdote.
¿Qué le pasó a Pablo? ¿Estaba lleno del Espíritu? ¿Estaba verdaderamente consagrado? ¿Tenía su vida “escondida con Cristo en Dios”?
Debemos aclarar que estas preguntas tienen que ver con la disposición del corazón más que con la perfección exterior o absoluta. Pablo era un hombre enteramente consagrado que vivía una vida llena del Espíritu. Pero la prueba de su vida santa no descansa en el hecho que su lengua, sus palabras, sus respuestas sean perfectas como las del Señor Jesús. Más bien la prueba de su consagración descansa en la disposición que tuvo de reconocer prontamente su error y pedir inmediatamente disculpas. Enseguida de ser reprendido pidió con humildad la disculpa correspondiente. Es esta humildad lo que revela la verdadera condición del corazón de este hombre de Dios. Y lo mismo debe ser en nuestro caso. A veces, en un descuido, decimos una palabra o tomamos una actitud que resulta ofensiva y recibe inmediata reprensión del Espíritu Santo. Si en esta situación dada permitimos que nuestro yo se afirme en su rebeldía, si nos deslizamos lejos de nuestro lugar de estar escondidos en Dios, si un poco de obstinación y enemistad con Dios nos hace afirmarnos en nuestra posición, estaremos rechazando la advertencia del Espíritu, y caemos en una actitud anticristiana. Casi siempre, en situaciones como ésta, tenemos todavía “algo más que decir”, y lo lamentable es que lo decimos. Pero si amamos al Señor Jesús por sobre todas las cosas, y sentimos el deseo de estar siempre en comunión con El, ese amor se ha de mostrar tal cual es, aún en una naturaleza tempestuosa, como era la de Pablo, buscando inmediatamente ofrecer disculpas y arreglar amigablemente la situación. Notemos, también, que el cambio de actitud de Pablo fue instantáneo. El no dejó pasar tres o cuatro días hasta que los ánimos caldeados se enfriaran, para presentarse de nuevo ante el sumo sacerdote como si nada hubiera pasado. El corazón lleno del Espíritu no alimenta rencores.
Estamos muy lejos todavía de agotar todas las fases de la naturaleza humana, que deben ser purificadas y reguladas de modo que sirvan para la gloria de Dios y la vida llena del Espíritu. Pero antes de proceder a dar nuevas ilustraciones debemos responder a las preguntas que hasta aquí hemos provocado.
¿Cómo podemos saber cuándo hemos cruzado la línea divisoria entre el apetito legítimo y la glotonería, entre la sensibilidad por otros y la auto-conmiseración, entre el celo por la obra y la envidia personal, entre hablar santamente y hablar impíamente?
La respuesta es simple. Ningún hombre le puede decir a otro hombre cuando ha traspuesto la línea. No existe ningún cuerpo de reglas escritas que puedan ayudarnos. Estamos enteramente reducidos a la dirección del Espíritu Santo. Esto es un modo viviente, y nada menos que el Espíritu viviente de Dios morando en nosotros puede ayudarnos a resolver nuestro problema. ¡El nos guía! Siempre que estemos en peligro de cruzar la línea fronteriza, el Espíritu ha de hablarnos fielmente. Pero El nunca lo hará con voz de trueno, sino con un silbo delicado y apacible. Nosotros podremos oírle siempre, ¡si estamos dispuestos a escuchar!
He hablado de “cruzar la línea”. Hay una zona fronteriza entre lo que es clara y enteramente para la gloria de Dios, y lo que es sólo para la gratificación de la carne, una especie de zona entre dos luces. Cuando nos vamos acercando a ella el Espíritu empieza a enviarnos palabras de advertencia. Estas palabras aumentan de tono y de volumen a medida que nos acercamos a la línea. Si cruzamos la línea, debe venir un sentimiento de condenación y culpa, el cual aumenta a medida que proseguimos más allá de la línea. Pero este sistema de advertencia no funciona tan simplemente como dejamos dicho. Un poco es por nuestra dureza de oído y otro poco por lo compleja que puede ser la situación, o sea ese entrelazamiento entre lo legítimo y lo ilegítimo en una zona de sombras. Pasa lo mismo que con el anochecer. Una vez que viajaba en barco estuve observando la puesta del sol en el mar en un cielo sin nubes. Estando el cielo despejado es fácil ver cuando el sol traspone el horizonte, pero si el cielo está nublado no se sabe bien cuando el sol ha bajado la línea horizontal. En los días nublados o lluviosos nos damos cuenta de la puesta del sol por un gradual oscurecimiento. Lo mismo pasa con la vida cristiana. Es imposible reducir el problema a reglas simples o definir exactamente, en todos los casos, la línea fronteriza. Debemos estar atentos a la voz del Espíritu continuamente.
Supongamos que fallamos y caemos. Supongamos que caemos y hacemos las cosas que ofenden al Espíritu Santo. ¿Cuál sería entonces nuestra situación, y qué podríamos hacer acerca de ella?
            Primero de todo debemos reconocer que nuestra posición es pecaminosa. No debemos encubrir o disimular nuestra culpa refiriéndonos a aquel tiempo pasado cuando tuvimos la crisis de la santificación. Muchos hay que por hacer esto han acumulado sobre sí una gran cantidad de pecados no perdonados. Es porque razonan que porque han tenido una gloriosa experiencia tiempo atrás, su carnalidad ha sido erradicada, y desde entonces nada malo han hecho. Cualquier cosa que la erradicación signifique—crucifixión, aniquilación o muerte del hombre viejo—no es de ninguna manera un paquete de algo material que hemos arrojado de nosotros. La erradicación es más bien la destrucción de una relación incorrecta entre nosotros y Dios. Y precisamente porque esta erradicación es inmaterial y no material, debe ser restaurada de la misma manera que la perdimos. La cura verdadera es, por lo tanto, un nuevo y fresco arrepentimiento, y perdón y purificación que nos pone en buenos términos con Dios otra vez. Y feliz es aquel que ha aprendido a hacer este ajuste en el acto y rápidamente.

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