domingo, 17 de junio de 2012

La Unidad del Espíritu
Ningún hombre debe vivir para sí mismo, y sería pecado el intento de hacerlo. Cuando nacemos de nuevo, Dios no nos hace nacer en un orfanatorio, sino dentro de una familia. Se nos da pureza y limpieza de corazón con la condición específica de caminar en esa luz, y de tener compañerismo con todos los otros miembros de la familia de Dios. Hay dos palabras griegas del Nuevo Testamento que se traducen corrientemente por “iglesia”. Una de ellas es ecclesia y la otra es koinonía. La primera puede significar asamblea y la segunda comunidad. Lo curioso es que, en la práctica común, el primer término haya gozado de preponderancia, en tanto que el segundo haya declinado. Tal vez la razón sea que ecclesia cuenta con el apoyo y la aprobación del mundo, por ser identificable con organización. Pero comunidad, o más bien compañerismo es un asunto diferente: este mundo pecaminoso está decididamente en pugna con él. Edificar la iglesia como una organización es bastante fácil; pero edificarla como una comunidad o compañerismo es mucho más costoso. Pero, ¿tenemos derecho de llamar iglesia cristiana a cualquier organización religiosa que no sea también un compañerismo en Cristo? La enseñanza clara del Nuevo Testamento no nos permite hacer tal cosa. Porque concebir la iglesia en términos de cuerpo o novia de Cristo, es usar figuras que llevan implícita la idea de compañerismo. Compañerismo es el carácter mismo del cuerpo de Cristo. Una de las críticas más serias y fundadas que se les hace a las “sectas de santidad” es su propensión a la contienda y la división. Para entender y predicar el mensaje de santidad, el capítulo 13 de la primera carta a los Corintios es materia fundamental.
El movimiento ecuménico parece, cuando se le examina superficialmente, estar encaminado hacia la unidad de todos los cristianos. Pero nos asombra ver como algunos pretenden poner el carro delante del caballo. El lugar donde empezar la práctica y el gozo de la unidad cristiana es la iglesia local. ¿Cómo es posible lograr la unidad mundial, cuando en miles de iglesias locales pequeñas la solidaridad y el compañerismo cristianos se han visto atomizados por rencillas, pleitos, disensiones, orgullos y partidos? Es posible edificar un puente grande cuando el fundamento es sólida roca, ¿pero cómo edificarlo sobre la movediza arena? El diablo lo sabe muy bien y por eso dirige sus mayores ataques contra el compañerismo de los cristianos en la congregación local para destruirlo. Examinaremos cuatro casos que ocurrieron en la iglesia primitiva, y veamos cómo fue amenazando el compañerismo de los creyentes, y de qué manera ellos supieron solucionar el problema.
Caso número uno. Este fue un caso de ineficiencia administrativa (Hechos 6:1-8). Surgió a causa de cierta discriminación que se hacía de algunas viudas en el reparto del socorro diario. La solución de un problema administrativo en la iglesia es relativamente fácil, si se pone buena voluntad, y el diablo no mete la cola para complicarlo. Típicamente, en este caso, el problema administrativo se complicó con un elemento diferente y emocional cuando surgieron los celos raciales. Causar suficiente entusiasmo para un pleito sobre la falla de un método de distribución hubiera sido difícil. Sería sencillo ver lo que se tenía que hacer y hacerlo. Pero el momento en que se mencionó a “griegos” y “judíos”, y se puso una nota de raza, o de color, y aún de teología, el asunto se tornó súbitamente siniestro. ¡Eso era motivo para una buena pelea! Cuán a menudo sencillos problemas administrativos en las iglesias se agravan innecesariamente por convertirlos en cuestiones morales o doctrinales. Si los apóstoles hubieran tardado un poco en hallarle la solución al problema, el asunto de la agenda “viudas”, se hubiera convertido en un tremendo conflicto racial, con la consiguiente división, exhibición de celos y orgullos, y aplicación mutua de epítetos insultantes.
Afortunadamente los apóstoles gozaban de suficiente visión y buen espíritu para conservar el problema libre de factores secundarios. Junto con esta sabiduría, una genuina humildad cristiana los condujo a ceder buena parte de sus poderes terrenales y a dividir responsabilidades con otros hermanos de la iglesia. Por no saber estas dos últimas cosas, muchas congregaciones han caminado hacia la ruptura del compañerismo y la fraternidad. ¿Qué hubiera pasado si los apóstoles, cediendo a un criterio carnal de ellos, hubieran pensado que “ciertos elementos ambiciosos están tratando de hacerse de dinero y de poder” y es necesario mantenerlos a raya, y que, en vez de que todos los apóstoles se hubieran ido a predicar, hubieran salido sólo algunos apóstoles a predicar, quedando los otros para mantener firmes las riendas de la administración, y sujetar a los ambiciosos?
¿Tenemos nosotros la misma visión de estos apóstoles, que renunciaron a los impulsos naturales del yo y de la carne, para compartir responsabilidades administrativas con otros, porque sabían que una iglesia en crecimiento necesitaba tener sobre todas las cosas un buen cuerpo de predicadores libres de todo trabajo secundario y que pudieran dedicarse a la oración y a la Palabra? Algunos han de protestar contra este criterio apostólico diciendo que no pueden hallar hombres dignos, de confianza. Bueno, esto tiene su parte de razón. Delegar responsabilidades en hombres indignos y carnales puede ser desastroso. Pero si no tenemos en la iglesia hombres verdaderamente de confianza, entonces tenemos que preguntarnos el por qué. Quizás la razón sea que nosotros mismos hemos fracasado en formar líderes sanos, porque hemos estado tan ocupados “sirviendo las mesas”, que ahora que los necesitamos nos resulta imposible hallar “siete hombres de buen testimonio, llenos del Espíritu Santo y de sabiduría a quiénes podamos poner en este trabajo”.
No podemos dar demasiado énfasis al valor de hacer la obra espiritual, de una manera espiritual y con herramientas espirituales. Por ejemplo, todos decimos que la oración es la cosa más importante, y que creemos de todo corazón en la eficacia de la oración. Pero, ¿cuántos de nosotros nos dedicamos a la oración como a la cosa más importante de nuestro programa?
Fue mi privilegio durante veinte años en la India, pertenecer a una agrupación que literalmente intentó poner la oración como la primera cosa de la vida. Nos reuníamos para orar tantos días como fuesen necesarios, a veces cuatro o cinco seguidos. Nos entregábamos por entero a la oración y a la Palabra de Dios. Y continuábamos orando tanto tiempo como creíamos que era necesario hacer. Ninguno se preocupaba acerca de los problemas que tenía entre manos. La oración era nuestro único problema.
La oración es nuestro principal negocio. Seguir el ejemplo apostólico cuando los líderes espirituales se dieron a sí mismos “primero a la oración y al ministerio de la palabra” es una necesidad absoluta para el crecimiento espiritual de la iglesia. Debemos orar para que surjan pastores y diáconos que nos ayuden en la obra. La preparación que le puede dar un instituto bíblico no es suficiente. Además de tener preparación escolar los líderes espirituales deben ser “de buen testimonio, llenos del Espíritu Santo y de sabiduría”. Y para conseguir tales obreros la oración da mejores resultados que la publicidad.
Es notable ver como los así llamados “negocios de la vida” se realizan mejor cuando están saturados de oración. Además los problemas mayores de la iglesia no deben solucionarse por un voto de la mayoría. Los cuáqueros tienen un principio espiritual que reza así: “Donde los Amigos no pueden ir juntos, sencillamente no iremos”. El desacuerdo no es una ocasión para distanciarse—al contrario, es un llamado a más oración—. La unidad del espíritu, mantenida por nosotros en esa forma, tiene un valor incalculable.
Caso número dos. Este caso ocurrió en el concilio de Jerusalén (Hechos 15:1-35). Aquí el asunto no era un problema de administración sino de predicación del evangelio. ¿Era el evangelio sólo para los judíos, o para los judíos y gentiles juntamente? Si era también para los gentiles, ¿debían ellos adaptarse a las costumbres y tradiciones de los judíos?
El primer hecho significativo revelado aquí, en la solución de algo que amenazaba partir en dos a toda la iglesia, es que un grupo de hombres, representativo de toda la iglesia, estudió la cuestión. ¡Qué suerte que la iglesia de Antioquía no decidió trazar su propio derrotero, sin que le importara la opinión de la iglesia de Jerusalén! ¡Qué afor­tunado que a Pablo y Bernabé no se les ocurrió formar la “Iglesia Paulina de Antioquía”, con principios exclusivos de libertad para los gentiles, mientras que en Jerusalén se formaba la “Iglesia Petrina”, con reglamentos que satisfacían a los judíos! Un curso de acción que pretende justificarse hoy día con la superficial idea de “diferentes temperamentos requieren diferentes denominaciones”.
El segundo hecho significativo del concilio de Jerusalén fue que todas las partes en disputa reconocieron por igual la soberanía del Espíritu Santo. Las pruebas presentadas eran pragmáticas. La cuestión puesta sobre la mesa era: “¿En qué forma está trabajando actualmente en el mundo el Espíritu Santo?” Pablo y Bernabé presentaron las evidencias recogidas en sus campos de trabajo. Era evidente que el Espíritu Santo estaba trabajando entre los gentiles en la misma forma que entre los judíos, concediéndoles las mismas bendiciones espirituales sin necesidad de los ritos judíos. La solución propuesta era: debemos trabajar y cooperar con el Espíritu tal como y donde El está trabajando.
El tercer hecho significante es que el concilio obedeció a las Escrituras. Para resumir el caso, el apóstol Santiago recurrió a las Escrituras haciendo ver al concilio que las mismas Escrituras anunciaban la predicación del evangelio a los gentiles y la aceptación de los gentiles en el reino de Dios. El mismo Espíritu santo, que escribió el Sagrado Volumen, es el que está trabajando entre los gentiles en todas partes. El Espíritu de Dios nunca se contradice a Sí mismo. Si cualquier obra del Espíritu Santo está siendo realizada en cualquier parte, debe estar corroborada por las Escrituras. Por eso es que las Escrituras son la regla de fe para la iglesia, porque las Escrituras revelan la mente del Espíritu Santo.
Un cuarto hecho significativo en este caso es que, habiendo decidido ya que el asunto principal sería decidido de acuerdo al Espíritu Santo y su Palabra, confirmados a través de su propia obra que era obvia, todos estuvieron dispuestos a ser generosos y tolerantes con los sentimientos y los prejuicios de los demás en cuestiones menos importantes. Las cuatro restricciones que fueron recomendadas a las iglesias de los gentiles eran otras tantas concesiones a los sentimientos judíos. Dos de ellas eran muy importantes: la idolatría y la fornicación, y Pablo estaba seguro de que se haría provisión para ello en la enseñanza cristiana, aún sin la influencia de la tradición judía. Pero Pablo creyó, con igual vehemencia, que no comer ciertas carnes, o sangre, o animales estrangulados, no eran problemas fundamentales y que, si sencillamente no se les daba importancia, se desvanecerían por carecer de peso. Cuando escribe su Epístola a los Gálatas, y hace mención del concilio de Jerusalén, no menciona estas cosas, pero sí dice que se le encomendó tener cuidado de los pobres, cosa que realmente tuvo cuidado en hacer. En igual manera, nosotros debemos aprender la magnanimidad para hacer concesiones a los demás en cosas no esenciales, estando ciertos que, si trabajamos en cooperación con el Espíritu Santo, estas cuestiones menores caerán como las hojas secas caen en el otoño.
Supongamos, sin embargo, que los líderes de Jerusalén no hubieran llegado a la conclusión que llegaron, y se hubieran aliado con los judaizantes. ¿Qué hubieran hecho entonces Pablo y Bernabé? ¿Hubieran aceptado una decisión que viola sus conciencias, con tal de conservar la unidad a cualquier precio, o se hubieran separado? Esta es una pregunta importante para nuestros días, en que la separación ha llegado a ser un fetiche entre los fundamentalistas. Si la denominación a la cual uno pertenece ha admitido entre sus líderes a hombres que se han apartado de la fe evangélica, ¿están obligados los miembros fieles a continuar en ella?
En primer lugar, permítanme decir que la respuesta a la pregunta debe ser escritural. No debe nacer del compromiso o la conveniencia. Debemos estudiar a la Escritura por entero, e interpretarla mediante una sana exégesis. Precisamente por amor a las Escrituras, y a su mensaje total, uno no debe hacer énfasis sobre la separación basado en un texto como 2 Corintios 6:17 “Salid de en medio de ellos, y apartaos, dice el Señor”. Este texto no podría aplicarse a este problema, sin hacer violencia a la sana exégesis y violando la enseñanza total de las Escrituras. Sería hacer una mala interpretación porque este texto, según su contexto, se está refiriendo a separarse de los paganos. Aplicar este texto a denominaciones contemporáneas, nos hace participar en juzgar y decidir que esas denominaciones son paganas, cosa que sería errónea. Si una denominación, oficialmente, cambia de credo, y se hace unitaria, o anti­cristiana, entonces el caso estaría muy claro. Pero los credos oficiales rara vez son cambiados. Más bien los que cambian son los líderes, o los pensamientos de los líderes. Y cuando tales líderes no son disciplinados o relevados de sus puestos, la denominación llega a representar una mezcla de puntos de vista. La situación se complica aún más cuando los líderes no reconocen que han negado a Cristo. Frecuentemente son sinceros, no obstante estar ya muy equivocados, pensando que sus nuevas creencias son las que todo cristiano debería tener ahora. Una vez producida esta situación, está más allá de nuestro poder juzgar cuáles hombres se han vuelto paganos o no cristianos. Por lo tanto, una aplicación sencilla de este texto no es posible.
Más allá de esto está la enseñanza total de la Escritura referente a este punto. Frank Colquhoun nos ha hecho un gran servicio al reunir en su libro intitulado The Fellowship of the Spirit (El compañerismo del Espíritu), toda la enseñanza de la Biblia en la materia.
De tal estudio surge claramente la evidencia de que el Nuevo Testamento tiene dos mensajes que se complementan. Primero, hay una demanda bien clara de separación del pecado, el mal y la incredulidad. Al mismo tiempo hay una inmensa cantidad de escrituras dedicadas a la necesidad de conservar la unidad del Espíritu. A veces nos sentimos tentados a defender una verdad en detrimento de otra, en lugar de saber conservar ambas juntas en tensión viviente, tal como Dios quiere. El problema se complica por la dificultad práctica de determinar quién es cristiano y quién no. Indudablemente hay tiempos cuando la separación se hace necesaria y se convierte en virtud. Pero también hay casos cuando el sufrimiento debido a una mala situación se vuelve redentor.
Aquí tenemos otro caso en que nuestro único recurso es depender en la dirección del Espíritu Santo para hacer la aplicación de una verdad general, en tensión entre dos polos, a un caso dado en particular. Tenemos que permitirle, a cada hermano cristiano, la libertad de buscar esa guía del Espíritu Santo para sí mismo. Condenar a todos los hermanos que no desean abandonar su denominación, aun cuando algunos de los líderes parecen haber caído en apos­tasía, es algo abusivo que no tenemos derecho de hacer. Igualmente, afirmar que, ya que la Escritura demanda “unidad”, todo intento de separación de una situación herética es cosa mala, es algo falso. Pero puesto que tanto de la Biblia trata con la necesidad de mantener el compañerismo, aun a gran costo, separémonos, si tenemos que hacerlo, pero sin regocijarnos, o reírnos por ello, sino con lágrimas. No importa quién tenga la culpa o la razón, la separación nunca es el mejor plan de Dios. Y conviene dejar siempre las puertas abiertas para una reconciliación en cualquier momento.
Puede ser de ayuda para resolver situaciones difíciles recordar que el compañerismo tiene dos niveles: el consultivo, y el activo. El dejar de reconocerlos nos conduce a una gran cantidad de sufrimientos innecesarios. El énfasis que se hace generalmente sobre la unidad es que debe ser total, especialmente en estos días de ecumenismo. Esto requiere que haya unión tanto en lo que toca a consulta como a acción. Pero conceptos teológicos ampliamente diferentes reclaman a menudo programas de acción que no solamente difieren entre sí, sino que chocan unos con otros. Forzar a esos programas a trabajar unidos en el mismo lugar y en el mismo tiempo, simplemente hará que uno anule al otro. Esto no es la esencia del amor o de la unidad. Es posible que cierta clase de separación sea más cristiana y más amorosa que una unidad forzada. La separación en dos áreas diferentes, pero manteniendo la unidad a nivel consultivo, puede ser la solución adecuada para todos. Esta clase de separación provee la oportunidad para ejercer el respeto mutuo, que es la esencia de la unidad.
Caso número tres. Este caso es mucho más difícil, pero al mismo tiempo de más importancia para nosotros, ya que expone el tipo de diferencia más común hoy en día, y que lesiona el compañerismo cristiano más que ningún otro. Es un nítido caso de choque de personalidades (Hechos 15:16-41).
En cierto sentido hay un aspecto en el cual Pablo y Bernabé se anotaron un gran triunfo en Jerusalén, y no habrían sido humanos si no hubieran vuelto a Antioquía con un profundo sentimiento de gratitud a Dios por la victoria. Y Satanás también, no hubiera sido quién es, si no hubiera tratado de torcer ese sentido de gratitud en uno de triunfo personal. Aún cuando uno posea la razón, es peligroso estar en el lado victorioso de una contienda. Hay algo dentro de nosotros que debe ser siempre controlado, si queremos evitarnos una calamidad. Porque hay algo terriblemente infeccioso en la ruptura de la amistad y del compañerismo. Pueda ser que Pablo y Bernabé salieran de la contienda, cada uno, con un sentido de triunfo personal. Satanás intentó desvirtuar (como habitualmente lo hace) la gratitud por la victoria, que cada uno debió tener, en un sentido de orgullo por haber ganado. Esto hizo difícil para ambos amigos tomar la actitud del que cede, y ambos cayeron en una posición falsa, que los obligó a buscar una nueva victoria otra vez. Quizás esto sea un falso juicio mío sobre el caso, pero hoy en día hay un cantidad asombrosa de choques, y son casos en los que una victoria pide otra, casi a cualquier costo. El diablo sabe armar estas trampas con temible regularidad.
Ahora examinemos las personalidades involucradas en el problema. Ambas eran exactamente opuestas. Pablo era intenso y rígido, en tanto que Bernabé era apacible y generoso. Bernabé, cuyo nombre verdadero era José, fue llamado Bernabé, “Hijo de Consolación” por los discípulos, teniendo en cuenta su carácter. El trato que Pablo le dio a Juan Marcos, sobrino de Bernabé, estaba más de acuerdo con su carácter que con su memoria, porque seguramente Pablo olvidó en ese momento que algún tiempo atrás, Bernabé había abogado por él, y había pedido que lo admitieran en el compañerismo de Jerusalén, cuando eran muchos los que tenían todavía recelos del antiguo fariseo. Había sido Bernabé quien, viendo grandes posibilidades en este joven convertido, lo había ido a buscar a Tarso y lo había introducido en la iglesia de Antioquía para iniciarlo en el servicio cristiano. Era Bernabé quién había encabezado la misión encomendada a “Bernabé y Pablo”, y quien más tarde desarrolló al joven predicador hasta que generosamente se cambió el orden, y Pablo fue el líder de la obra, pero en un modo tan natural que no queda más recuento del cambio que ese simple cambio en la frase a “Pablo y Bernabé”. ¡Que Dios nos dé en estos tiempos más hombres como Bernabé, lado a lado de nuestros Pablos!
Pablo era un gigante. Era capaz de una tremenda auto-disciplina. A menudo esto lo hizo aparecer severo en su trato para con otros. Fue un hombre enviado providencialmente por Dios, en un momento cuando su iglesia necesitaba una severa auto-disciplina para crecer. Hay algo descollante, algo magnífico, algo colosal en Pablo. Aparte del Señor Jesucristo, si se juzga a Pablo por su impacto en la historia, hay que reconocer que es el hombre más grande que ha existido. Los líderes cristianos de 20 siglos han encontrado siempre en Pablo una vívida fuente de inspiración. Pero la conclusión de esto no es necesariamente que haya sido cosa fácil convivir con Pablo. ¡Hay muchos buenos misioneros en el día de hoy, con los cuales me alegro no tener que vivir! Mi opinión es que habría sido mucho más cómodo vivir con Bernabé que con Pablo.
¿Quién tenía razón, y quién no tenía, en este problema con Juan Marcos? Sólo Dios lo sabe. Se han hecho muchos intentos para demostrar que esta separación produjo más bien que mal. Es posible que Dios haya cambiado todo para el bien, y que algún provecho se sacó de ella. Pero decir que la separación produce más bienes que males es pura conjetura, y mientras más estudio este evento menos me persuade tal idea. Me atrevería a decir que este caso debería ser calificado como “una tragedia en tono menor”. Todo parece chocar con las convicciones espirituales más profundas de Pablo. Sea quien sea el que haya tenido la razón, es cierto que la palabra traducida “tal desacuerdo” (grande contienda) viene de una palabra griega que por transliteración, ha dado forma a la palabra castellana “paroxismo”. Y Pablo dice en I Co. 13:5 que el amor no tiene “paroxismos”, o sea que “no se irrita” (no se deja provocar). Uno de estos dos hombres pudo haber tenido la razón, pero ninguno de los dos le dio mucho lugar al amor en esos momentos. Aún las personas de carácter suave como Bernabé, pueden alguna vez “perder los estribos” y ponerse obstinados y tercos. También es difícil poder conciliar este evento con la enseñanza de Pablo, presentada en muchas epístolas, “someteos unos a otros en el temor de Dios”. Yo creo que ambos hombres estuvieron equivocados.
Supongamos que Pablo hubiera dicho: “Bueno, hermano Bernabé, estoy convencido que llevar de nuevo a este muchacho con nosotros sólo nos conducirá al desastre otra vez. No tengo confianza en él. Pero admito que una vez tú sacaste algo muy bueno de un material malo, y puede ser que tengas razón respecto a él. A mí me parece como una acción de tontería y debilidad, pero si tú insistes, acepto que Juan Marcos venga con nosotros, y yo haré lo mejor que pueda con él.”
Y supongamos que Bernabé hubiera respondido, “Pablo, yo realmente creo que este joven tiene un buen futuro. Es débil, pero ha aprendido una lección. Creo que debemos darle una segunda oportunidad, y que podemos correr ese riesgo. Pero por otro lado también comprendo tu punto de vista, de que nuestra obra es difícil y sujeta a fuertes ataques del enemigo, y de que tenemos que ser un equipo unido y valiente en el Espíritu Santo. Por eso no deseo insistir en que venga Juan Marcos. Si tú no compartes mi opinión, entonces olvidemos el asunto, porque no debemos permitir que haya divisiones entre los dos. Quizás podamos encomendar a Juan Marcos algún otro trabajo, donde pueda reivindicarse”.
Supongamos que todo hubiera sucedido así. ¿Hubiera habido necesidad de llegar al paroxismo? ¿No hubieran triunfado juntamente el amor y la sumisión? ¿No podrían Pablo y Bernabé haber orado juntos, y permitido así que el Espíritu Santo les hubiera indicado claramente qué hacer con Juan Marcos? ¿No les hubiera dado el Espíritu unidad aquí también, como se las había dado en otras muchas ocasiones más difíciles? ¿Acaso no podían estos dos hombres que habían tenido tales pruebas maravillosas de la dirección del Espíritu, y que no la habían buscado cuando sus personalidades chocaron, haberla encontrado ahora, si su misión mutua hubiese sido tan profunda como había sido su sumisión unida a Dios en otras ocasiones, en que Dios les había guiado?
Lo que es más, parece que el Espíritu Santo usó esta tragedia menor para marcar un punto culminante en la vida espiritual de Pablo. Es curioso que el Libro de los Hechos no haga mención de la guía diaria del Espíritu en el primer viaje misionero hasta este evento. Pero de aquí en adelante se encuentran expresiones tales como “Les fue prohibido por el Espíritu Santo hablar la Palabra en Asia” (Hechos 16 6) “Intentaron ir a Bitinia, pero el Espíritu no se lo permitió” (16:7), “Pablo se propuso en espíritu ir a Jerusalén” (19:21), “ligado yo en espíritu, voy a Jerusalén” (20:22); además de numerosas referencias a la guía del Espíritu en visiones de noche (16:10; 18:9; 23:11; 27:22-26). Parece que Pablo aprendió un nuevo modo de hacer frente a los choques de personalidad, porque además de todas estas manifestaciones de la guía del Espíritu referidas arriba, él después vino a recalcar más y más su doctrina de la sumisión mutua, coronándola con su Himno al Amor (I Corintios 13). Nuestros errores pueden convertirse en una bendición si aprendemos la lección que el Señor nos quiere dar con ellos.
Nuestras iglesias necesitan un gran avivamiento de la predicación de esta doctrina del sometimiento mutuo. Si esta doctrina fuera predicada, aceptada y vivida, ¡Qué gran diferencia habría en las relaciones de todos los obreros cristianos!
Otra relación en la que hay frecuentes choques de personalidades, y se necesita mucho la doctrina del sometimiento mutuo es el matrimonio. El punto de vista cristiano que considera al matrimonio un compañerismo no es cosa nueva. “Y dijo Jehová Dios: No es bueno que el hombre esté solo; le haré ayuda idónea para él” (Génesis 2:18). El que estas palabras hayan sido escritas en un tiempo cuando la mujer vivía degradada y reducida a la categoría de un mueble, cuando la poligamia era universalmente aceptada, y la necesidad biológica la suprema razón del matrimonio, significa que son una verdadera revelación de Dios. El Nuevo Testamento define esta relación como un mutuo compañerismo, en que cada cónyuge está sometido al otro en términos de amor y obediencia. La obediencia de la esposa se asegura por el amor del esposo. Pero el amor del esposo no se aprovecha de la obediencia de la esposa. Este es el ideal. Ninguna de estas relaciones puede ser identificada como infatuación o atracción natural. Ambas virtudes, la obediencia y el amor, son, en el juicio de los apóstoles, decisiones voluntarias, decisiones que deben ser mantenidas en vigencia por la voluntad continua de los esposos.
El hermoso compañerismo que existe en el matrimonio ideal se consigue por medio de una natural compatibilidad. Esto quiere decir que la pareja debe hallarse en completa armonía, tanto temperamental, como espiritual, sexual y mentalmente, complementándose sin antagonismos, coordinándose sin fricción. Pero en la vida real esto ocurre rara vez. El logro de este necesario compañerismo, entonces, viene a ser no un asunto de atracción natural, ni de compatibilidad natural, sino de amor redentor. En toda redención el amor es el impulso y el instrumento de la cruz. Y en la redención hay menos interés en esos matrimonios que dicen haber “nacido el uno para el otro”, que en esos matrimonios que, por medio de la cruz, han logrado su compañerismo a través de abismos de incompatibilidad natural.
Algunas incompatibilidades son naturales y otras son voluntarias. La infidelidad, los regaños y rezongos, el despotismo y el egoísmo, todos esos son incompatibilidades voluntarias. La acentuación voluntaria de incompatibilidades que provocan fricción, o rompen el compañerismo, se vuelven motivos de culpa, y se corrigen únicamente por medio del arrepentimiento y la restitución. Las incompatibilidades naturales o involuntarias, frecuentemente deben ser perdonadas puesto que no son reconocidas, y por lo tanto han de ser resueltas, por la cruz voluntaria que acepta llevar uno de los cónyuges. Pero cuando uno de los cónyuges llega a darse cuenta de sus defectos, y no hace esfuerzo alguno para corregirlos, entonces se hace culpable de quebrar el compañerismo. El cónyuge que da al otro ese trato ofensivo debe seria y consistentemente tratar de corregirlo, o erradicarlo. Puede ser que este mal trato lo cause una mala costumbre, arraigada de mucho tiempo atrás. Cuanto más tenaz es esta costumbre ofensiva, más grande y pesada se hace la cruz del cónyuge que tiene que soportarla.
Muchos de los consejeros matrimoniales modernos achacan la culpa de todos los desajustes matrimoniales a la incompatibilidad sexual. No deseo disminuir la importancia que tiene un buen ajuste sexual. Pero el desajuste sexual no es la causa del problema, sino su síntoma. La raíz de toda la dificultad es, en último análisis, el egoísmo. Y el egoísmo es un problema espiritual, que debe ser tratado espiritualmente. Esta extendida enfermedad del espíritu tiene una sorprendente tendencia a manifestarse en la vida sexual.
Cualquier matrimonio que no está logrando una perfecta felicidad sexual, debería reconocer (a menos que haya alguna enfermedad o impedimento físico) que esto es un síntoma seguro de egoísmo básico, el cual se delata a sí mismo por una serie creciente de diversas incompatibilidades. Sea que estas incompatibilidades tomen la forma de gazmoñería, auto-indulgencia, falsa modestia, prejuicios o bestialidad, el denominador común es siempre el egoísmo. Por supuesto la ignorancia de cómo lograr buenas relaciones sexuales puede ser un factor de no gozar de armonía, pero la ignorancia no se excusa en estos tiempos donde tanta literatura hay que trata franca y excelentemente los problemas del sexo y el matrimonio.
Cuando nos damos cuanta que la raíz de las dificultades que sufren los matrimonios es de orden espiritual más que físico, entonces comienza a vislumbrarse el remedio. Cuando el egoísmo es la enfermedad, la cruz es la medicina. Y cuando la sanidad viene, resultarán el ajuste y la armonía sexual y mucho más. Donde el egoísmo es crucificado, todas las fricciones matrimoniales ceden el paso al perfecto ajuste. No hay nada imposible para la cruz.
Demasiados jóvenes piensan que el matrimonio es algo en que deben recibir más que dar. El noviazgo ha sido un tiempo feliz de hacer regalos: flores, dulces, alhajas. Pero el matrimonio como un acto de recibir solamente está destinado al fracaso. Sólo el matrimonio como un acto de dar es el que triunfa. El matrimonio es una mayordomía. Cuando cualquiera de los cónyuges se deja guiar por un sentimiento posesivo del otro, está olvidando que ambos pertenecen a Dios.
Las Sagradas Escrituras demandan que la esposa preste al esposo una obediencia tal como la iglesia debe prestar a Cristo. Y demandan que el esposo le tenga a la esposa un amor redentor, tal como Cristo lo tuvo por la iglesia. El matrimonio cristiano no es meramente un esfuerzo titánico de evitar el divorcio, ni tampoco es un concurso de resistencia. Mejor que todo eso, el matrimonio cristiano es la voluntad de amar, de amar aún una cruz que triunfa en el poder de la resurrección y la nueva vida.
Una objeción que se hace al concepto novotestamentario del matrimonio es que es demasiado idealista, y que es factible sólo cuando ambos cónyuges llenan perfectamente el ideal. Esto significa que decir que sólo cuando el esposo ama a la esposa, y se entrega a sí mismo por ella, tal como Cristo se entregó a Sí mismo por la iglesia, es posible para la esposa amar y obedecer a su esposo tal como la iglesia obedece a Cristo, y consecuentemente, sólo cuando la esposa presta esa clase de obediencia es cosa segura para el esposo entregarse a la esposa humildemente y sin egoísmos, sin arriesgar su posición y derecho como cabeza del hogar.
Pero aquí está exactamente, la virtud del programa cristiano. El Reino de Dios no espera a que el mundo sea perfecto para comenzar a realizarse. El reino está dentro de nosotros. Dios no esperó a que el hombre tuviera perfecta obediencia para iniciar la redención. El se entregó a Sí mismo, pródigamente, en un amor redentor que conquista. Y corrió el riesgo de ser rechazado y despreciado. Eso es la cruz. Y el matrimonio cristiano debe aprender a llevar la cruz. El matrimonio cristiano no puede esperar para empezar a realizarse a que haya parejas perfectamente idóneas, en las que ambos cónyuges hayan nacido el uno para el otro. Es un camino de redención. Y la desilusión, el conflicto y la infelicidad en que viven tantos matrimonios hoy en día es justamente una oportunidad para que Dios comience a hacer válida su redención.
Pero, ¿qué podemos decir de un marido cruel—quizás un marido borracho—que derrocha su dinero, que pone en peligro la seguridad del hogar, y que quizás arruina todo, y hasta golpea a su esposa? ¿Debe ella obedecerle y seguir ofreciéndole abnegada sumisión? Esto es algo difícil de aconsejar. Uno está inclinado a simpatizar con la esposa, suponiendo que no ha sido su carácter rezongón, o su frialdad sexual, o su falta de cariño y egoísmo lo que condujo al esposo a comportarse así. Pero concediendo que la esposa sea verdaderamente inocente, y víctima de un marido cruel y egoísta, no es fácil pedirle a ella que se someta mansamente. Las ideas modernas acerca del divorcio hacen fácil el camino de escape. Pero la cruz no es fácil. Tendríamos que plantear ahora, en este punto, la cuestión, ¿qué debemos buscar primero: un escape fácil, o un amor victorioso y redentor? El amor no es un sentimiento baladí. Es fuerte como el acero. Yo he visto al amor, actuar y entrar en acción con fortaleza de hierro, pero derrochando ternura, en el caso de una esposa cuyo marido, borracho empedernido, estaba a punto de perder la casa por no pagar una hipoteca. Yo dudo que haya algún esposo que le pueda decir cómo hacer tal cosa a su esposa, pero por la gracia divina lo he visto realizarse hermosamente. Me ha tocado estar tiempo al lado de muchas mujeres que estaban llevando una cruz, y a las cuales no les podía dar otra ayuda que mi apoyo moral, para que en su corazón el amor no fuera substituido por la amargura. Parece haber algo innato en la constitución moral de esas mujeres entregadas a Dios por completo, a las cuales es dada la guía del Espíritu Santo y su consuelo y fortaleza para sobrellevar su cruz. Quizás esto sea la razón por la cual Dios creó a la mujer como una paradoja.
¿Qué significa para un esposo darse por entero a una esposa regañona, tal como Cristo se entregó a la iglesia? El problema de los rezongos y regaños, y continuas pequeñas peleas, es quizás un problema matrimonial peor que una caída en infidelidad, por la repetición continua de una situación desagradable. El ser quemado en una hoguera no es peor suplicio que el de la gota de agua. Las grandes tentaciones ponen en juego inmediatamente nuestros mecanismos morales de defensa, pero los pequeños pecados diarios, que casi no parecen pecado, van adormeciendo nuestro sentido moral, hasta caer en un sopor espiritual, y por fin en un estado de coma. De este modo un hombre, que jamás cometería adulterio, puede ser culpable de echar a perder el compañerismo con su esposa por tener una lengua demasiado ácida. Es dudoso determinar si la victoria de Cristo fue más grande cuando oró por los hombres que atravesaban sus manos con clavos, o cuando guardó silencio ante los insultos de los soldados.
¿Cómo podríamos emular esa maravillosa serenidad que supo cuándo responder a Pilato, y cuándo contestar a sus preguntas con el silencio? ¡Cuán fácil hubiera sido para el Señor librarse de su cruz, con sólo quedar callado cuando le preguntaron si era el Hijo de Dios! En las respuestas de Jesús apreciamos mejor su carácter transparente. El nunca sacrificó su naturaleza esencial, ni su posición, ni la veracidad. ¡Cuán maravillosamente libre estuvo El de cualquier intento de defenderse o disculparse a Sí mismo! De igual manera, el marido cristiano no debe ceder su derecho a ser la cabeza del hogar. Pero tampoco debe retener esta posición mediante su propio enaltecimiento. El esposo debe despojarse de todo espíritu regañón o aún autoritario, como cuando el Señor soportó con entera paciencia los alardes de Pedro, o los deseos de preeminencia de Santiago y Juan, o la falta de fe de los discípulos, pero el reproche debe darse con una humildad que está dispuesta a lavar pies. Jesús nunca ha abdicado su derecho de ser la Cabeza divina de la familia de Dios, la iglesia. “Vosotros me llamáis Maestro y Señor, y decís bien, porque lo soy”. Pero el compañerismo desplaza a la condición de siervos en sus sujetos. “Ya no os llamaré siervos, sino que os llamaré amigos”.
Los rezongos o regaños continuos—y esto puede ser dicho tanto del esposo como de la esposa—son un problema difícil de resolver a causa de su pequeñez. Exige una gran dosis de silencio sin enfado. Pero ningún hombre o mujer puede vivir en perpetuo silencio, porque ningún hogar puede ser un vacío. Y muchas veces, cuando él cree estar dando “la blanda respuesta que quita la ira” lo único que hace es provocar una nueva granizada. Entonces el pobre marido piensa que mejor hubiera sido quedarse callado. Aquí tenemos otro caso en que es necesaria esa experiencia de que disfrutaba el Señor Jesús de dirección inmediata del Espíritu de Dios. En casos prácticos como estos es cuando debemos escuchar esa voz suave y quieta del Espíritu Santo que ejerce una suave presión sobre nuestros espíritus, mostrándonos cuál es la mejor actitud. Bienaventurado el hombre, o la mujer, que es sensible a la voz del Espíritu, y que ha aprendido a escucharla en medio de voces airadas y de provocaciones. Claro que el ideal es que el cónyuge que abusa y ofende se convierta y sea purificado de este espíritu quejumbroso, porque un corazón lleno del Espíritu no es regañón o quejumbroso. Pero ahora estamos considerando el camino de la cruz en circunstancias no ideales. Supongamos que la esposa no quiere someterse a Dios para que su corazón sea limpiado. ¿Cómo debe, entonces entrar en juego el amor? El Espíritu traza entonces el camino para hablar bondadosamente y guardar silencio.
El amor, a la larga, siempre triunfa, pero hay un precio que pagar. De otro modo no sería una cruz. Las serenas respuestas de Jesús no evitaron que Pilato lo enviara al cadalso ni impidieron que sus manos fueran atravesadas de clavos. Así también es en un hogar. El cónyuge más cristiano y espiritual quizá no logre una armonía ideal, pero su manera de ser y actuar mantendrá en alto su testimonio y además lo librará a él (o a ella) de cualquier raíz de amargura. Porque el que es guiado así, y por eso calla y por eso habla en la dulzura del Espíritu, en el Espíritu responde, dirige, comprende o tolera, pronto descubre que cuando estas respuestas proceden del amor, y no del yo, no dejan ningún residuo de resentimiento o malestar. Pablo debió estar pensando en esta situación de tensión y conflicto matrimonial cuando escribió esta advertencia: “Maridos, amad a vuestras mujeres, y no seáis ásperos con ellas” (Colosenses 3:19). Esta es la aplicación práctica de la enseñanza más general, “El amor es sufrido, es benigno... “(I Corintios 13:4).
Caso número cuatro. Este caso es uno de falla por un lado y de reproche por el otro. Pedro ha dejado de ser fiel a la visión que le había sido dada, y Pablo le administra una buena reprimenda. En mi opinión, es debilidad general de la iglesia, que o deja de reprender el error, o cuando lo hace, no es con amor y con el propósito de restaurar, sino para castigar. En este caso de Pedro y Pablo el reproche parece haber sido no sólo fielmente administrado sino recibido con gratitud. Es difícil decir cuál debe ser alabado más: si Pablo por la forma en que lo dio, o si Pedro por la forma en que lo recibió. Que Pedro recibió la reprimenda con el mejor espíritu se desprende del relato que Pablo hace en Gálatas, y en una nota final de la segunda epístola de Pedro, donde se refiere a algunas de las epístolas de Pablo “entre las cuales hay algunas cosas difíciles de entender”. En educación y en capacidad mental ambos apóstoles estaban separados por kilómetros de distancia. Pero no era así en el Espíritu. El reconocimiento de Pedro a la superioridad intelectual de Pablo está por encima de toda ponderación. Reconoce que los escritos de Pablo son dificultosos, pero habla de que “los indoctos e inconstantes tuercen, como también las otras Escrituras, para su propia perdición... “No hay en estas palabras ninguna nota de amargura por el pasado reproche. Y en la Epístola a los Gálatas, Pablo dice que Pedro tiene una comisión para los judíos tal como él la tiene para los gentiles, demostrando así su profundo respeto que le tenía a Pedro.
Los hermanos en la fe deben respetarse profundamente unos a otros. Por esto la palabra de reproche debe darse siempre con amor y mansedumbre. Cuán a menudo, después que un hermano ha caído, decimos: “Yo sabía que justamente esto iba a suceder”. Si estábamos seguros que tal hermano iba a tropezar y caer, ¿por qué no le dimos una palabra de advertencia? La gracia de reprender sabiamente y con amor es algo sumamente necesario en estos tiempos. Pero para lograr esta gracia es imprescindible que cada uno sepa andar en profunda identificación con Cristo, que es lo único que nos capacita para hacer un reproche con paciencia, mansedumbre y dulzura.
Pero, ¿y si el reproche es injusto y además, dado con acritud? En primer lugar, recuerde que nunca debemos desaprovechar oportunidad alguna de examinar nuestro propio corazón. Si la acusación es falsa no hemos perdido nada. Si tiene algo de veracidad, y nosotros podemos componer la cosa, habremos ganado mucho. Pero si, sea de palabra o mentalmente, elaboramos apresuradamente una defensa, perdemos un gran beneficio. Primero permitamos que se realice una investigación. Dejemos que haya un escudriñamiento del corazón, en busca de cosas escondidas que tienen que ser arregladas, antes de buscar migajas de bondad, en nosotros, con las cuales aminorar el reproche. Y sobre todo, no devolver el reproche a la persona que lo hizo, son la esperanza de hallar en ella un defecto para justificar el nuestro. Cuando se nos hace un reproche o reprimenda tenemos la mejor ocasión para demostrar la realidad de nuestra consagración a Cristo.
Un notable evangelista indio fue usado por Dios grandemente en nuestra misión. Más tarde fue invitado a predicar durante una semana en unos cultos campestres en el interior. Sin embargo, se notaba que algo andaba mal, pues el evangelista no tenía mensaje que dar. En verdad, parecía estar apagado. En la noche final el hombre estaba dirigiendo la reunión de testimonio, pero había habido tan poca bendición en toda la semana que era difícil levantarse a dar un testimonio. Otro de los predicadores presentes se levantó como para decir algo, pero fue rápida y ásperamente detenido por el evangelista y obligado a sentarse. El hombre aceptó el reproche mansa y tranquilamente, sin ofenderse. Cuando la reunión terminó, este hombre se encaminó a su casa, que quedaba bastante lejos, con un corazón pesado y sufriendo la tentación del diablo. Cuando llegó a su casa salía la luna por entre las nubes, y se sentó a descansar un poco en el brocal hecho de ladrillos que rodeaba un gran árbol. En eso vio, a la pálida luz de la luna, que había una serpiente cobra enroscada en el hueco del árbol. El hombre levantó los ojos al cielo, dando gracias de todo corazón a Dios por haberle librado del peligro de la cobra. Entonces se dio cuenta de una lección espiritual: Dios lo libraba, no sólo de la picadura de la serpiente, sino también de la tentación de Satanás.
En cuanto al evangelista que no había tenido mensaje, más tarde se descubrió que estaba viviendo en adulterio. El también había sido el blanco de acusaciones sembradas por hombres cuyo pecado él había denunciado antes. ¡Es cosa buena confiar siempre nuestra reputación a Dios!
Estos son, pues, algunos de los modos que Satanás tiene para romper el compañerismo. Pero para todos ellos hay un camino de victoria, ¡y la victoria significa mantener el compañerismo a cualquier costo!
Una de las historias más hermosas de la iglesia de Cristo no ha sido todavía suficientemente conocida. Se refiere a la pequeña compañía de cristianos moravos que rodeaban al conde Zinzendorff. En cierta ocasión se habían producido entre esos hermanos profundas disensiones. El conde vio el peligro de una división. Entonces invitó a los feligreses a unirse en oración y en franca conversación. Convinieron en no discutir, y hablar solamente de las cosas en que estuvieran de acuerdo. También decidieron formar una cadena de oración que durase 24 horas. En todo momento, cada hora del día, uno, dos o más hermanos tenían que estar orando en el cuarto de oración. Esta cadena de oración prosiguió sin cortarse por más de cien años. El resultado fue la gran empresa misionera de los moravos, cuyo celo y consagración no ha tenido parangón en ningún lado. Este es el camino al compañerismo, la unidad, y la unión.

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