sábado, 16 de junio de 2012

COMO INTERPRETAR LA PALABRA SAGRADA


INTRODUCCION

La Hermenéutica es la ciencia de la interpretación. Dicho nombre se aplica, generalmente, a la explicación de documentos escritos y, por este motivo, puede definirse más particularmente a la Hermenéutica como la ciencia de interpretación del lenguaje de los autores. Esta ciencia da por sentado el hecho de que existen diversas modalidades de pensamiento, así como ambigüedades de expresión; y tiene por oficio hacer desaparecer las probables diferencias que puedan existir entre un escritor y sus lectores, de modo que éstos puedan comprender con exactitud a aquél.
La Hermenéutica Bíblica, o Sagrada, es la ciencia de interpretación del Antiguo y Nuevo Testamentos. Siendo que estos dos documentos difieren en forma, lenguaje y condiciones históricas, muchos escritores han considerado preferible tratar por separado la Hermenéutica de cada uno de ellos. Y siendo el Nuevo Testamento la revelación más plena, así como la más moderna, su interpretación ha recibido mayor y más frecuente atención. Pero es asunto discutible si ese tratamiento separado de los dos testamentos es lo mejor. Es asunto de la mayor importancia el observar que, desde el punto de vista cristiano, el Antiguo Testamento no puede ser plenamente comprendido sin la ayuda del Nuevo. El misterio del Cristo, cosa que en otras generaciones no se hizo conocer a los hombres, fue revelado a los apóstoles y profetas del N. Testamento (Efes. 3: 5) y esa revelación arroja inmensa claridad sobre muchos pasajes de las Escrituras Hebreas. Por otra parte, es igualmente cierto que sin un conocimiento perfecto de las Antiguas Escrituras es imposible tener una interpretación científica del Nuevo Testamento. El lenguaje mismo del Nuevo Testamento, aunque pertenece a otra familia de lenguas humanas, es notablemente hebreo. El estilo, la dicción y el espíritu de muchas partes del Testamento Griego, no pueden apreciarse debidamente por quienes no estén relacionados con el estilo y espíritu de los profetas hebreos. También tenemos el hecho de que abundan en el A. T. los testimonios a Cristo (Luc 24: 27­44; Juan 5: 39; Actos 10: 43) la ilustración y el cumpli­miento de los cuales sólo pueden verse a la luz de la Revelación Cristiana. En fin, la Biblia, en su conjunto, es una unidad de hechura divina y existe el peligro de que al estudiar una parte de ella descuidando, relativamente, otra parte, caigamos en métodos equivocados de exposición. Las Santas Escrituras deben estudiarse como un conjunto, porque sus diversas partes nos fueron dadas de muchas maneras (Heb. 1: 1) y, tomadas en conjunto, constituyen un volumen que, en una forma notable, se interpreta a sí mismo.
La Hermenéutica tiende a establecer los principios, métodos y reglas que son necesarios para revelar el senti­do de lo qué está escrito. Su objeto es dilucidar todo lo que haya de oscuro o mal definido, de manera que, mediante un proceso inteligente, todo lector pueda darse cuenta de la idea exacta del autor.
La necesidad de una ciencia de interpretación es cosa que se impone en vista de las diversidades mentales y espirituales de los hambres. Aun el trato personal entre individuos de una misma nación e idioma a veces se hace difícil y embarazoso a causa de los diferentes estilos de pensamiento y de expresión. El mismo apóstol Pedro halló en las epístolas de Pablo cosas difíciles de entender (2 Pedro 3: 16) . Pero especialmente grandes y variadas son las di­ficultades para entender los escritos de los que difieren de nosotros en nacionalidad y en lengua. Aun los eruditos se hallan divididos en sus tentativas por descifrar e interpretar los registros del pasado. Únicamente a medida que los exegetas vayan adoptando principios y métodos comunes de procedimiento, la interpretación de la Biblia alcanzará la dignidad y seguridad de una ciencia establecida; pues si alguna vez el ministerio divinamente asignado de la reconciliación, ha de realzar el perfeccionamiento de los santos y la edificación del cuerpo de Cristo, de manera de traer a todos a la obtención de la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios (Efes. 4: 12‑13) ello debe hacerse por medio de una interpretación correcta y un empleo eficaz de la Palabra de Dios. La interpretación y aplicación de esa Palabra debe descansar sobre una ciencia sana y manifiesta de la Hermenéutica.

 CUALIDADES DEL INTÉRPRETE

En primer lugar, el intérprete de las Escrituras, y, en realidad, de cualquier libro que sea, debe poseer una mente sana y bien equilibrada; ésta es condición indispensable, pues la dificultad de comprensión, el raciocinio defectuoso y la extravagancia de la imaginación, son cosas que pervierten el raciocinio y conducen a ideas vanas y necias. Todos esos defectos, y aun cualquiera de ellos, inutiliza al que los sufre para ser intérprete de la Palabra de Dios. Un requisito especial del intérprete es la rapidez de percepción. Debe gozar del poder de asir el pensamiento de su autor y notar, de una mirada, toda su fuerza y significado. A esa rapidez de percepción debe ir unida una amplitud de vistas y claridad de entendimiento prontos a coger no sólo el intento de las palabras y frases sino también el designio del argumento. Por ejemplo: al tratar de explicar la Epístola a los Gálatas, una percepción rápida notara el tono apologético de los dos primeros capítulos, la vehemente audacia de Pablo al afirmar la autoridad divina de su apostolado y las importantes consecuencias de sus pretensiones. Notará, también, con cuánta fuerza los incidentes personales a que se hace referencia en la vida y ministerio de Pablo entran en su argumento. Se apreciará vivamente la apasionada apelación a los "¡gálatas necios!", al principio del capítulo tercero y la transición natural, desde ese punto a la doctrina de la Justificación. La variedad de argumento y de ilustración en los capítulos tercero y cuarto, y la aplicación exhortatoria y los consejos prácticos de los dos últimos capítulos también saltarán a la vista; y entonces, la unidad, el intento, y la derechura de toda la epístola estarán retratados ante el ojo de la mente como un todo perfecto, el que se irá apreciando más y más, a medida que se añada atención y estudio a los detalles y minucias.
El intérprete debe ser capaz de percibir rápidamente lo que un pasaje no enseña, así como de abarcar su verdadera tendencia.
Un intelecto vigoroso no estará desprovisto de poder imaginativo. En las descripciones narrativas se deja lugar para mucho que no se dice, y abundan hermosos pasajes en las Escrituras que no pueden ser debidamente apreciados por personas carentes de poder imaginativo. El intérprete fiel frecuentemente debe transportarse al pasado y pintar para su propia alma las escenas de los tiempos antiguos. Debe poseer una intuición de la naturaleza y de la vida humana que le permita clocarse en lugar de los escritores bíblicos y ver y sentir como ellos. Pero, a veces, ha acontecido que los hombres dotados de mucha imaginación han sido expositores poco seguros. Una fantasía exuberante se halla expuesta a errar en el juicio, introduciendo conjeturas y fantasías en lugar de exégesis válida. La imaginación corregida y bien disciplinada se asocia al poder de la concepción y del pensamiento abstracto, hallándose así en aptitud de formar, si se le piden, hipótesis para usarlas en ilustraciones o en argumentos.
Pero, sobre toda otra cosa, un intérprete de las Escrituras necesita un criterio sano y sobrio. Su mente debe tener la competencia necesaria para analizar, examinar y comparar. No debe dejarse influir por significados ocultos, por procesos espiritualizantes ni por plausibles conjeturas. Antes de pronunciarse, debe pesar todos los pro y los contra de alguna posible interpretación; debe considerar si sus principios son sostenibles y consecuentes consigo mismos; debe balancear las probabilidades y llegar a conclusiones con las mayores precauciones posibles. Es dable entrenar y robustecer un criterio semejante, un discernimiento lleno de fina observación, y no debe economizarse trabajo en constituirlo en un hábito de la mente, tan seguro como digno de confianza.
Los frutos de semejante discernimiento serán la corrección y la delicadeza. El intérprete del libro sagrado hallará la necesidad de estas cualidades para descubrir las múltiples bellezas y excelencias esparcidas en rica profusión por sus páginas. Pero tanto su gusto como su criterio deben recibir la instrucción necesaria para discernir entre los ideales verdaderos y los falsos. La honestidad a toda costa, así como la sencillez de la gente del mundo anti­guo, hieren muchos tontos refinamientos de la gente moderna. Una sensibilidad exagerada halla, a veces, motivos para ruborizarse por algunas expresiones que en las Escrituras aparecen sin la más mínima idea de impureza. En tales casos, el gusto correcto leerá de acuerdo con el verdadero espíritu del escritor y de su época.
En la interpretación de la Biblia, en todas partes hallamos que se da por sentado que ha de hacerse uso de la razón. La Biblia viene a nosotros en la forma del lenguaje humano, apela a nuestra razón y juicio; invita a la investigación y condena una incredulidad ciega. Debe ser interpretada como cualquier otro volumen, mediante una rígida aplicación de las mismas leyes del lenguaje y el mismo análisis gramatical. Aun en aquellos pasajes de los que puede decirse que se hallan fuera de los límites a que alcanza la razón, en el reino de la revelación sobrenatural, compete al criterio racional el decir si realmente la revelación de que se trata es sobrenatural. En asuntos que están más allá del alcance de su visión, puede la razón, con argumentos válidos, explicar su propia incompetencia y por la analogía y diversas sugestiones demostrar que hay muchas cosas que están fuera de su dominio, las que, a pesar de ello, son verdaderas y enteramente justas, y deben aceptarse sin disputas. De esta manera la razón misma puede ser eficaz para robustecer la fe en lo invisible y eterno.
Pero es conveniente que el expositor de la Palabra de Dios cuide de que todos sus principios y sus procedimientos de raciocinio sean sanos y tengan consistencia propia. No debe colocarse sobre premisas falsas. Debe abstenerse de dilemas que acarrean confusión. Sobre todo, debe evitar el precipitarse a establecer conclusiones faltas del debido apoyo. No debe jamás dar por sentado lo que sea de carácter dudoso o esté en tela de juicio. Todas esas falacias lógicas deben, necesariamente, viciar sus exposicio­nes y constituirle en un guía peligroso. El empleo correcto de la razón en la exposición bíblica se hace visible en el proceder cauteloso, en los principios sólidos adoptados, en la argumentación firme y concluyente, en la sobrie­dad del ingenio desplegado y en la integridad honesta y llena de consistencia propia mantenida en todas partes. Semejante ejercicio de la razón siempre se hará recomendable a la conciencia piadosa y al corazón puro.
En adición a las cualidades que hemos mencionado, el intérprete debiera ser "apto para enseñar" (2 Tim. 2: 24). No sólo debe ser capaz de entender las Escrituras sino también de exponer a otros, en forma vívida y clara, lo que él entiende. Sin esta aptitud, todas sus otras dotes y cualidades de poco o nada le servirán. Por consiguiente, el intérprete debe cultivar un estilo claro y sencillo, esforzándose en el estudio necesario para extraer la verdad y la fuerza de los oráculos inspirados de manera que los demás los entiendan fácilmente.

Cualidades Espirituales

Ante todo, el intérprete necesita una disposición para buscar y conocer la verdad. Nadie puede emprender correctamente el estudio y exposición de lo que pretende ser la revelación de Dios, estando su corazón influido por pre­ocupaciones contra tal revelación o sí, aun por instante, vacila en aceptar lo que su conciencia y su criterio reconocen como bueno. El intérprete debe tener un deseo sincero de alcanzar el conocimiento de la verdad y de aceptarla cordialmente una vez alcanzada. El amor de la verdad debiera ser ferviente y ardiente, de modo que engendre en el alma entusiasmo por la Palabra de Dios. El exegeta hábil y profundo es aquel cuyo espíritu Dios ha tocado y cuya alma está avivada por las revelaciones del cielo. Ese fervor santificado debe ser disciplinado y controlado por una verdadera reverencia. "El temor de Je­hová es el principio de la sabiduría". (Proverb. 1: 7). Tiene qué existir un estado devoto de la mente al mismo tiempo que el puro deseo de conocer la verdad. Finalmente, el expositor de la Biblia necesita gozar de una comunión viva con el Espíritu Santo. Por medio de una pro­funda experiencia del alma debe alcanzar el conocimiento salvador que es en Cristo; y en proporción a la profundidad y plenitud de tal experiencia, conocerá la vida y la paz de la "mente del Espíritu" (Rom. 8: 6) . De modo que quien quiera conocer y explicar a otros "los misterios del “Reino de los cielos" (Mat. 13: 11) debe entrar en bendita comunión con el Santo. Nunca debe dejar de orar (Efes. 1: 17‑18) "que el Dios del Señor nuestro Jesucristo, el Padre de gloria le dé espíritu de sabiduría y de revelación en el pleno conocimiento de él, alumbrados los ojos de su corazón para que sepa cuál sea la esperanza de su vocación y cuáles las riquezas de la gloria de su herencia en los santos, y cuál aquella supereminente grandeza de su poder para con nosotros, los que creemos".

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