domingo, 17 de junio de 2012

historia del AT -- cap 4

Capítulo IV
La religión de Israel
El acampamiento en el monte tuvo  un propósito. En menos de un año, el pueblo de la alianza con Dios se convirtió en una nación. La alianza estableció con el Decálogo las leyes para una vida santificada, la construcción del Tabernáculo, la organización del Sacerdocio, la institución de las ofrendas y las observancias de las fiestas y estaciones del año, todo lo cual capacitaba a Israel para servir a Dios de una forma efectiva (Exodo 19:1 y Nums. 10:10).
            LA religión de Israel fue una religión revelada. Durante siglos, los israelitas habían sabido que Dios hizo un pacto con Abraham, Isaac y Jacob, si bien experimentalmente no habían sido conscientes de su poder y manifestaciones hechas en su nombre. Dios realizó un propósito deliberado con esta alianza al liberar a Israel del cautiverio egipcio y de la esclavitud (Exodo 6:2-9). Y fue en el monte Sinaí, donde el propio Dios se reveló así mismo al pueblo de Israel.
            La experiencia de Israel y la revelación de Dios en aquel acampamiento está registrada en (Ex. 19 y hasta Lev. 27.)
El pacto
Habiendo estado en cautiverio y en un entorno idolátrico, Israel a partir de entonces iba a ser un pueblo totalmente devoto de Dios. Por un acto sin precedentes en la historia, ni repetido desde entonces, quedó repentinamen­te cambiado desde una situación de esclavitud a la de una nación libre e independiente. Allí, en el Sinaí, sobre la base de su liberación, Dios hizo un pacto por el que sería su nación sagrada.
Israel fue instruido para preparar tres días para el establecimiento de esta alianza. A través de Moisés, Dios reveló el Decálogo, otras leyes e instrucciones para la observación de fiestas sagradas. Bajo el liderazgo de Aarón, dos de sus hijos y setenta mayores, el pueblo adoró a Dios con ofrendas de fuego y de paz. Tras de que Moisés hubo leído el libro de la alianza, ellos respondieron aceptando sus términos. La aspersión de la sangre sobre el altar y sobre el pueblo selló el acuerdo. Israel tuvo la seguridad de que sería llevado a la tierra de Canaán a su debido tiempo. La condición del pacto era la obediencia. Los miembros individuales de la nación podían perder sus derechos a la alianza por la desobediencia. Sobre las llanuras de Moab, Moisés condujo a los israelitas a un público acto de renovación de todo aquello antes de su muerte (Deut. 29:1).
El Decálogo
Las diez palabras o diez mandamientos constituyen la introducción al pacto.
Los judíos difieren de Josefo al utilizar Ex. 20:2 como el primer mandamiento y los versículos 3-6 como el segundo. La división usada por los judíos desde los primeros siglos del Cristianismo, coloca el versículo 2 aparte como el primer mandamiento y combina los versículos 3-6 como el segundo. La enumeración agustina difería ligeramente de la lista citada anteriormente en que el noveno mandamiento se refiere a la avaricia y el deseo hacia la esposa del prójimo, mientras que la propiedad estaba agrupada bajo el décimo mandamiento, siguiendo el orden establecido en el Deuteronomio.
Distribuyendo los diez mandamientos en dos tablas, los judíos desde Filo hasta el presente, las dividen en dos grupos de cinco cada una. Puesto que la primera pentada es cuatro veces tan larga como la segunda, esta división puede estar sujeta a discusión. Agustín asignó tres a la primera tabla y siete a la segunda, comenzando la última con el mandamiento de honrar padre y madre. Calvino y muchos otros, que siguieron la enumeración de Josefo, utilizan la misma división en dos partes, con cuatro en la prime­ra tabla y seis en la segunda. Esta división en dos partes por Agustín y Calvino, asigna todos los deberes hacia Dios en la primera tabla. Los deberes hacia los hombres quedan consignados en la segunda. Cuando Jesús redujo los diez mandamientos en dos en Mateo 22:34-40, pudo haber aludido a tal división.
La característica distintiva del decálogo es evidente en los primeros dos mandamientos. En Egipto eran adorados muchos dioses. Las plagas habían sido dirigidas contra los dioses egipcios. Los habitantes de Canaán también eran politeístas. Israel iba a ser distinto y único como el propio pueblo de Dios, caracterizado por una singular devoción a Dios y solo a Dios. Con­secuentemente, la idolatría era una de las peores ofensas en la religión de Israel.
Dios entregó a Moisés la primera copia del decálogo en el monte Sinaí. Moisés rompió aquellas tablas de piedra sobre las cuales fueron escritos los diez mandamientos por el dedo de Dios, cuando comprobó que su pueblo estaba rindiendo culto al becerro de oro fundido. Tras de que Israel fuese debidamente castigado, pero salvado de la aniquilación mediante la plegaria mtercesoria de Moisés, Dios le ordenó que le proporcionase dos tablas de piedra (Deut. 10:2, 4). Sobre tales tablas, Dios escribió una vez más el decálogo. Aquellas tablas fueron más tarde colocadas en el Arca del Pacto.
Las leyes para un vivir santo
La expansión de las leyes morales y sus regulaciones adicionales para un Vivir santo, fueron instituidas para guiar a los israelitas en su conducta como "pueblo santificado por Dios" (Ex. 20-24; Lev. 11-26). La simple obediencia a esas leyes morales, civiles y ceremoniales, les distinguirían de todas las naciones que les circundaban.
Esas leyes para Israel pueden ser entendidas mejor a la luz de las culturas contemporáneas de Egipto y Canaán. El matrimonio entre hermano y hermana, que era cosa común en Egipto, quedaba prohibido. Las regulaciones concernientes a la maternidad y al nacimiento de los hijos, no solamen­te les recordaban que el hombre es una criatura pecadora, sino que se erigía contra la perversión sexual como contraste, contra la prostitución, y el sacrificio de los niños asociado con sus ritos religiosos y con las ceremonias de los cananeos. Las leyes del alimento purificado y las restricciones concernientes al sacrificio de animales, tenían como fin evitar que los israelitas se conformaran con las costumbres egipcias, asociadas con rituales idolátricos. Los israelitas, habiendo vivido y conservado frescas las memorias y recuerdos de la esclavitud, debían ser instruidos en dejar algo para los pobres en tiempo de las cosechas, proveer para los sin ayuda, honrar a los ancianos, y rendir un constante ejemplo de justicia en todas sus relaciones humanas. Conforme se disponía de un mayor conocimiento relativo al medio religioso contemporáneo de Egipto y Canaán, es verosímil que muchas de las restricciones para los israelitas pareciesen más razonables a la mente moderna.
Las leyes morales eran permanentes, pero muchas de las civiles y ceremoniales, eran temporales en naturaleza. La ley que limitaba el sacrificio de animales para alimento destinado al santuario central, fue abrogada cuando Israel entró en Canaán (comparar Lev. 17 y Deut. 12:20-24).
El santuario
Hasta aquel tiempo, el altar había sido el lugar del sacrificio y del cul­to. Una de las costumbres de los patriarcas era que deberían erigir un altar allí donde fuesen. Allá en el monte Sinaí, Moisés construyó un altar, con doce pilares representando las dos tribus, sobre el cual los jóvenes de Israel ofrecían sacrificios para la ratificación del pacto (Ex. 24:4 ss.). Un "Tabernáculo de Reunión" que se menciona en Ex. 33, fue erigida "fuera del campamento". Aquello servía temporalmente solo como el lugar de reunión para todo Israel, pero también como el lugar de la divina revelación. Puesto que ningún sacerdocio había sido organizado, Josué fue el único ministro. Siguiendo inmediatamente la ratificación del Pacto, Israel recibió la orden de construir un tabernáculo de tal forma que Dios pudiese "habitar en medio de él" (Ex. 25:8). En contraste con la proliferación de templos en Egipto, Israel tenía un solo santuario. Los detalles se dan explícitamente en Ex. 25-40.
Bezaleel de la tribu de Judá fue nombrado jefe responsable de la construcción. Trabajando junto a él, estaba Aholiab de la tribu de Dan. Estos hombres estaban especialmente insuflados con el "Espíritu de Dios" y "capacidad e inteligencia" para supervisar el edificio del lugar del culto (Ex. 31,35-36). Asistiéndoles, se encontraban muchos otros hombres que se hallaban divinamente motivados y dotados con capacidad para llevar a cabo sus tareas particulares. Los ofrecimientos por la libre voluntad del pueblo suministraban material más que suficiente para el logro propuesto.
El espacio cerrado destinado al tabernáculo era comúnmente conocido y llamado el atrio (Ex. 27:9-18;38:9-20). Con un perímetro de 300 codos (14 metros) aquel receptáculo estaba marcado por una cortina de fino lienzo retorcido colgado sobre pilares de bronce con ganchos de plata. Aquellos pilares eran de dos metros de altura y espaciados dos metros uno de otro. La única entrada (de nueve metros de anchura) se encontraba al final de la cara este.
La mitad oriental de este atrio constituía el cuadrado de los adoradores. Allí, el israelita hizo sus ofrendas en el altar del sacrificio (Ex. 27:1-8; 38:1-7). Este altar de bronce (tres metros cuadrados y casi dos de altura) con cuernos en cada esquina, fue construido con acacia recubierta de bronce. El altar era portátil equipado con escalones y anillas. Más allá del altar surgía la fuente (Ex. 30:17-21; 38:8, 40:30) que también fue construido en bronce. Allí los sacerdotes se lavaban los pies en preparación para su oficio en el altar de los sacrificios o en el tabernáculo.
En la mitad occidental del atrio, aparecía el tabernáculo propiamente dicho. Con una longitud de 13'50 mts. y una anchura de 4'80 mts., estaba dividido en dos partes. La única entrada abierta hacia oriente, daba acceso al lugar sagrado de nueve mts. de largura, accesible a los sacerdotes. Más allá el velo era el Lugar Santísimo (4'5 x 4'5 mts.) donde el Sumo Sacerdote tenía permiso para entrar en el Día de la Expiación.
El tabernáculo en sí mismo estaba hecho de 48 tablas de 4'5 mts. de altura y casi 70 cms. de ancho, con 20 a cada lado y ocho en el extremo occidental. Hecho todo ello con madera de acacia sobrecubierta de oro (Ex. 26:1-37; 36:20-38), las planchas quedaban sujetas por medio de barras y encastres de plata. El techo consistía en una cortina de fino lienzo retorcido en colores azul, púrpura y carmesí con figuras de querubines. La cubierta externa principal estaba fabricada con pelo fino de cabra, que servía como protección para el lienzo. Dos cubiertas más, una hecha con pieles de car­nero y otra de pieles de tejones, tenían como finalidad proteger las dos pri­meras. Dos velos del mismo material de la primera cubierta eran usados para los lados oriental y occidental del tabernáculo y también para la entrada del lugar santo. La exacta construcción del tabernáculo no puede ser determinada, sin embargo, puesto que no se suministran detalles en el relato escriturístico.
En el lugar santo había colocadas tres piezas de mobiliario: la mesa de los panes de la proposición al norte, el candelero de oro hacia el sur y el altar del incienso ante el velo separando el lugar santo del lugar santísimo (Ex. 40:22-28).
La mesa de los panes de la proposición estaba hecha de acacia, recu­bierta de oro puro teniendo alrededor una cornisa también de oro, rodeada con un reborde de un palmo coronado todo ello de oro. Se hicieron cuatro anillas de oro para los cuatro pies en sus ángulos. Los anillos están por debajo de la cornisa para pasar por ellos las barras con que tenía que ser llevada (Ex. 25:23-30; 37:10-16). Además, platos, cucharas, copas y tazas para las liberaciones, todo de oro puro. Sobre la mesa se pusieron cada sábado doce panes para la proposición, que fueron comidos por los sacerdo­tes (Lev. 24:5-9).
El candelero de oro puro todo él en su base y en su tallo era trabajado a cincel (Ex. 25:31-39; 37:17-24). La forma y medidas del pedestal aparecen inciertas. De sus lados salían seis brazos, tres de un lado y tres del otro. Tres copas en forma de flor de almendro con un capullo y una flor en un brazo y otras tres copas de la misma forma en el otro. El tallo del candelabro tenía también cuatro copas en forma de almendro en flor con sus capullos y sus flores. Un capullo bajo los dos primeros brazos que salen del candelabro, otro bajo los otros dos y un tercero bajo los dos últimos que arrancaban también del candelabro. El conjunto de capullos y brazos formaba una sola pieza con el candelabro. Todo en oro puro trabajado a cincel. Cada tarde los sacerdotes llenaban las lámparas con aceite de oliva suministrado por los israelitas, para proveer de luz durante toda la noche (Ex. 27: 20-21; 30:7-8).
El altar dorado, primeramente usado para la quema del incienso, quedaba en el lugar santo ante la entrada en el lugar santísimo. Hecho de acacia recubierta de oro, este altar tenía casi un metro de altura y 46 cms. cuadrados. Tenía un reborde de oro alrededor de la parte superior y un cuerno y un anillo sobre cada esquina, de forma que pudiera ser convenientemente transportado con varas (Ex. 30:1-10, 28, 34-37). Cada mañana y cada tarde al llegar los sacerdotes al candelabro, quemaban incienso utilizando fuego procedente del altar de bronce.
El arca del pacto o testimonio era el objeto más sagrado en la región de Israel. Esta, y solamente esta, tenía su sitio especial en el lugar santísimo. Hecho de madera de acacia recubierta de oro puro por dentro y por fuera, este cofre tenía 1'15 mts., de largo con una profundidad y anchura de setenta centímetros (Ex. 25:10-22; 37:1-9). Con anillos de oro y varas en cada lado, los sacerdotes podían fácilmente transportarla. La cubierta del arca era llamada el propiciatorio. Dos querubines de oro permanecían sobre la tapa de frente uno respecto del otro con sus alas cubriendo el centro del propiciatorio. Este lugar representaba la presencia de Dios. A diferencia de los paganos, no existía ningún objeto material para representar al Dios de Israel en el espacio que mediaba ente los querubines. El Decálogo claramente prohibía ninguna imagen o semejanza de Dios. No obstante, este propiciatorio era el lugar donde Dios y el hombre se encontraban (Ex. 30:6), donde Dios hablaba al hombre (Ex. 25:22; Núm. 7:89), y donde el sumo sacerdote aparecía en el día de la expiación para rociar la sangre para la nación de Israel (Lev. 16:14). Dentro del arca propiamente dicha, estaba depositado el Decálogo (Ex. 25:21; 31:18; Deut. 10:3-5), un frasco de maná (Ex. 16:32-34), y la vara de Aarón que floreció (Núm. 17:10). Antes de que Israel entrase en Canaán, el libro de la Ley fue colocado cerca del Arca (Deut. 31:26).
El sacerdocio
Anterior a los tiempos de Moisés las ofrendas eran usualmente hechas por el cabeza de una familia, que oficialmente representaba a su familia en el reconocimiento y la adoración de Dios. Excepto por la referencia de Melquisedec como sacerdote de Dios en Gen. 14:18, no se menciona oficialmente el oficio o cargo de sacerdote. Pero ya que Israel había sido redimido de Egipto, el oficio del sacerdote se hizo de una significante importancia.
Dios deseó que Israel fuese una nación santa (Ex. 19:6). Para una ministración adecuada y una adoración y culto efectivos, Dios designó a Aarón para servir como sumo sacerdote durante la permanencia de Israel en el desierto. Asistiéndole, estaban sus cuatro hijos: Nadab, Abiú, Eleazar e Itamar. Los dos primeros fueron más tarde castigados en juicio por llevar fuego no sagrado al interior del tabernáculo (Lev. 8:10; Núm. 10:2-4). En virtud de haber escapado a la muerte en Egipto, el primogénito de cada familia pertenecía a Dios. Elegidos como sustitutos por hijo mayor en cada familia, los levitas auxiliaban a los sacerdotes en su ministerio (Núm. 3:5-13; 8:17). En esta forma, la totalidad de la nación estaba representada en el ministerio sacerdotal.
Las funciones de los sacerdotes eran varias. Su primera responsabilidad era mediar entre Dios y el hombre. Oficiando en las ofrendas prescritas, ellos conducían al pueblo asegurándoles la expiación por el pecado (Ex. 28: 1-43; Lev. 16:1-34). El discernimiento de la voluntad de Dios para el pue­blo era la más solemne obligación (Núm. 27:21; Deut. 33:8). Siendo custodios de la ley, también estaban comisionados para instruir al laicado. El cuidado y la administración del tabernáculo también estaba bajo su jurisdicción. Consecuentemente, los levitas estaban asignados para asistir a los sacerdotes en la ejecución de las muchas responsabilidades asignadas a ellos.
La santidad de los sacerdotes es aparente en los requerimientos para un vivir santo, al igual que en los prerrequisitos para el servicio (Lev. 21:1-22:10). La ejemplaridad en la conducta era especialmente aplicada por los sacerdotes como obligación de tener un especial cuidado en cuestiones de matrimonio y de disciplina de la familia. Mientras que las taras físicas les excluían permanentemente del servicio sacerdotal, la falta de limpieza ceremonial resultante de la lepra, o de contactos prohibidos, les descalificaba temporalmente del ministerio. Las costumbres paganas, la profanación de las cosas sagradas, y la contaminación, eran cosas que tenían que ser evitadas por los sacerdotes en todas las ocasiones. Para el sumo sacerdote las restricciones eran todavía mucho más exigentes (Lev. 21:1-15).
La santidad peculiar para los sacerdotes también estaba indicada por los ornamentos que tenían instrucciones de vestir. Hechos de materiales escogidos y de la mejor labor artesana, tales vestiduras adornaban a los sacerdotes en belleza y en dignidad. El sacerdote vestía una túnica, un cinturón, una tiara, y unos calzoncillos, todo ello fabricado con lino fino (Ex. 28:40-43; 39:27-29). La túnica era larga, sin costuras y con mangas de lino fino, que le llegaban casi hasta los pies. El cinturón, aunque no está descrito en particular, se ponía por encima de la túnica. De acuerdo con Ex. 39:29, el azul, la púrpura y el escarlata, eran trabajados en el hilo blanco del cinturón con aguja, correspondiendo a los materiales y colores utilizados en el velo y ornamentos del tabernáculo. El manto del sacerdote terminaba con un casquete plano, en forma de bonete. Bajo la túnica tenía que usar calzoncillos de hilo fino cuando entraba en el santuario (Ex. 28:42).
El sumo sacerdote se distinguía por ornamentos adicionales que consis­tían en una túnica bordada, un efod, un pectoral y una mitra para la cabeza (Ex. 28:4-39). El vestido, que se extendía desde el cuello hasta por debajo de las rodillas, era azul y muy liso, excepto por unas granadas y campanillas adheridas al fondo. El primero, de color azul, púrpura o escarlata, tenía un propósito ornamental. Las campanillas, hechas en oro, estaban diseñadas para conducir a la congregación que esperaba en cualquier momento, la entrada del sumo sacerdote en el lugar santísimo, en el día de la expiación.
El efod consistía en dos piezas de hilo hecho de oro, azul, púrpura y escarlata, unidas entre sí con tiras en los hombros. En las caderas una pieza extendida en forma de banda en la cintura sostenía a ambas en su lugar. Sobre cada pieza de los hombros del efod, el sumo sacerdote vestía una piedra preciosa con los nombres de seis tribus grabadas por el orden de su naci­miento. Para hacer la cuenta igual, los levitas eran omitidos, puesto que ellos asistían a los sacerdotes, o posiblemente José contaba por Efraín y Manases. En esta forma, el sumo sacerdote representaba la totalidad de la nación de Israel en su ministerio de mediación. Adornando el efod, llevaba dos bordes dorados y dos pequeñas cadenas de oro puro.
En el pectoral, una especie de bolsa cuadrada, de 25 cms., se hallaba el más lujoso, magnífico y misterioso complemento del vestido del sumo sacerdote. Cadenas de oro puro lo eslabonaban a la tira del hombro del efod. El fondo estaba atado con encaje azul a la banda de la cintura. Todo de piedras grabadas con los nombres tribales, estaban montadas en oro sobre la plancha pectoral, sirviendo como un visible recordatorio de que el sacerdote representaba a la nación ante Dios. El Urim y el Tumim, que significaban "luces" y "perfección" estaban situados en el pliegue de la citada plancha del pecho (Ex. 28:30, Lev. 8:8). Se conoce poco respecto a su función o del procedimiento prescrito del sacerdote oficiante; pero el hecho importante permanece, aquello proveía un medio de discernir la voluntad de Dios.
Igualmente significativo era la vestidura de la cabeza o turbante del sumo sacerdote. Extendido por toda la frente y adherido al turbante, llevaba una lámina de oro puro sobre la cual se hallaba escrito "Santidad al Señor". Ello constituía un permanente recordatorio de que la santidad es la esencia de la naturaleza de Dios. Mediante un precepto expiatorio, el sumo sacerdote presentaba a su pueblo como santo ante Dios. Por medio de los sagrados ornamentos el sumo sacerdote, lo mismo que los sacerdotes ordinarios, manifestaba, no solamente la gloria de este ministerio de mediación entre Dios e Israel, sino también la belleza en el culto por la mezcla del colorido de la ornamentación corporal con el santuario.
En una elaborada ceremonia de consagración, los sacerdotes estaban co­locados aparte para su ministerio (Ex. 29:1-37; 40:12-15; Lev. 8:1-36). Tras un lavatorio con agua, Aarón y sus hijos eran vestidos con los ornamentos sacerdotales y ungidos con aceite. Con Moisés oficiando como mediador, se ofrecía un buey joven como ofrenda para el pecado, no solamente para Aarón y sus. hijos, sino para la purificación del altar de los pecados asociados con su servicio. Esto solía ir seguido por un holocausto en donde se sacrificaba un morueco de acuerdo con el ritual usual. Otros de estos animales era entonces presentado como ofrenda de paz en una ceremonia especial. Moisés aplicaba la sangre al dedo pulgar derecho, la oreja derecha y el dedo gordo del pie derecho de cada sacerdote. Después tomaba la grasa, la pierna derecha y tres trozos de repostería, que eran normalmente distribuidos al sacerdote oficiante y los presentaba a Aarón y a sus hijos, quienes hacían con ellos ciertos signos y movimientos antes de ser consumido sobre el altar. Tras ser presentado como ofrenda, la pechuga era hervida y comida por Moisés y los sacerdotes. Precediendo a esta comida sacrificial, Moisés rociaba el aceite de los ungüentos y la sangre sobre los sacerdotes y sus vestiduras. Esta impresionante ceremonia de ordenación era repetida cada uno de siete días sucesivos, santificando los sacerdotes para su ministerio en el tabernáculo. En esta forma la totalidad de la congregación se hacía consciente de la santidad de Dios cuando el pueblo llegaba hasta los sacerdotes con sus ofrendas.
Las ofrendas
Las leyes sacrifícales e instrucciones dadas en el Monte Sinaí, no implicaban la ausencia de las ofrendas anteriormente a este tiempo. Si puede o no ser discutida la cuestión de las varias clases de ofrendas en el sentido de fuesen claramente distinguidas y conocidas por los israelitas, la práctica de hacer sacrificios era indudablemente familiar, de cuanto se deduce de lo registrado acerca de Caín, Abel, Noé y los patriarcas. Cuando Moisés apeló al Faraón para dejar en libertad al pueblo de Israel, ya había anticipado las ofrendas y sacrificios haciéndolo así antes de su partida de Egipto (Ex. 5:1-3; 18:12, y 24:5).
Ahora que Israel era una nación libre y en relación de alianza con Dios, se dieron instrucciones específicas que concernían a las varias clases de ofrendas. Llevándolas como estaban prescritas, los israelitas tenían la oportunidad de servir a Dios de manera aceptable (Lev. 1-7).
Cuatro clases de ofrendas implicaban el esparcir de la sangre: la ofrenda que tenía que ser quemada, la ofrenda de la paz, la ofrenda del pecado y la ofrenda de culpa. Los animales estimados como aceptables para el sacrificio eran animales limpios de manchas cuya carne podía ser comida, tales como corderos, cabras, bueyes o vacas, viejos o jóvenes. En caso de extrema pobreza estaba permitida la ofrenda de una paloma o un pichón.
Las reglas generales para hacer el sacrificio eran como sigue:
1. Presentación del animal en el altar
2. La mano del oferente se colocaba sobre la víctima
3. La muerte del animal
4. El rociado de la sangre sobre el altar
5. Quemar el sacrificio 
Cuando un sacrificio era ofrecido para la nación, oficiaba el sacerdote. Cuando un individuo sacrificaba por sí mismo, llevaba al animal, colocaba su mano sobre él y lo mataba. El sacerdote, entonces, rociaba la sangre y quemaba el sacrificio. El que ofrecía, no podía comer la carne del sacrificio excepto en el caso de una ofrenda de paz. Cuando se producían varios sacrificios al mismo tiempo, la ofrenda del pecado precedía al holocausto y a la ofrenda de paz.
Holocausto
La característica distintiva respecto al holocausto, era el hecho de que la totalidad del sacrificio era consumido sobre el altar (Lev. 1:5-17; 6:8-13). No estaba excluida la expiación, puesto que ésta era parte de todo sacrificio de sangre. La completa consagración del oferante a Dios quedaba significada por la consunción de la totalidad del sacrificio. Tal vez Pablo hacía referencia a esta ofrenda en su llamamiento para la completa consagración (Rom. 12:1). Israel tenía ordenado el mantener una continua ofrenda de fuego día y noche, por medio de ese fuego sobre el altar de bronce. Se ofrecía un cordero cada mañana y cada tarde, y de ahí el recordatorio de Israel de su devoción hacia Dios (Ex. 29:38-42; Núm. 28:3-8).
La ofrenda de paz
La ofrenda de paz era totalmente voluntaria. Aunque la representación y la expiación estaban incluidas, la característica primaria de esta ofrenda era la comida sacrificial (Lev. 3:1-17; 7:11-34; 19:5-8; 22:21-25). Esto representaba una comunicación viviente y una camaradería y amistad entre el hombre y Dios. Se permitía a la familia y a los amigos unirse al oferente en esta comida sacrificial (Deut. 12:6-7, 17-18). Puesto que era un sacrificio voluntario, cualquier animal, excepto un ave, resultaba aceptable, sin tener en cuenta la edad o el sexo. Tras la muerte de la víctima y el rociado de sangre para hacer expiación por el pecado, la grasa del animal era quemada sobre el altar. A través de los ritos de los movimientos de las manos del oferente, que sostenía el muslo y el pecho, el sacerdote oficiante dedicaba estas porciones del animal a Dios. El resto de la ofrenda servía como fiesta para el oferente y sus huéspedes invitados. Esta alegre camaradería significaba el lazo de amistad entre Dios y el hombre.
Existían tres clases de ofrendas de paz. Aquellas variaban con la motivación del oferente. Cuando el sacrificio se hacía en reconocimiento de una bendición inesperada o inmerecida, se llamaba ofrenda de acción de gracias. Si la ofrenda se hacía en pago de un voto o promesa, se le llamaba ofrenda votiva. Si la ofrenda tenía como motivo una expresión de amor a Dios, se le daba el nombre de ofrenda voluntaria. Cada una de tales ofrendas era acompañada por una comida de ofrenda prescrita. La ofrenda de gracias duraba un día, mientras que las otras dos se extendían a dos, con la condición de que cualquier cosa que quedase tenía que ser consumida por el fuego al tercer día. En esta forma, el israelita gozaba del privilegio de entrar en el gozo práctico de su relación de alianza con Dios.
La ofrenda por el pecado
Los pecados de ignorancia cometidos inadvertidamente, requerían una ofrenda (Lev. 4:1-35; 6:24-30). La violación de la negativa de órdenes punibles por excisión podía ser rectificada por un sacrificio prescrito. Aunque Dios tenía solo una pauta de moralidad, la ofrenda variaba con la responsabilidad del individuo. Ningún caudillo religioso o civil era tan prominente que su pecado fuese condenado, ni ningún hombre tan insignificante que su pecado pudiera ser ignorado. Existía una gradación en las ofrendas requeridas: un becerro para el sumo sacerdote o para la congregación, un macho cabrío para un gobernante, una cabra para un ciudadano privado. El ritual variaba también. Para el sacerdote o la congregación, la sangre era rociada siete veces ante la entrada del lugar santísimo. Para el gobernante y el laico, la sangre era aplicada a los cuernos del altar. Puesto que era una ofrenda de expiación, la parte culpable carecía del derecho de comer la carne del animal, en ninguna de sus partes. Consecuentemente, este sacrificio o bien era consumido sobre el altar o quemado al exterior, en el campo, con una excepción: el sacerdote recibía una porción cuando oficiaba en nombre de un gobernante o seglar.
La ofrenda por el pecado era requerida también para pecados específicos, tales como rehusar el testificar, la profanación del ceremonial o un juramento en falso (Lev. 5:1-13). Incluso aunque esta clase de pecados podían ser considerados como intencionales, no representaban un desafío calculado a Dios castigado por la muerte (Núm. 15:27-31). La expiación alcanzaba a cualquier pecado arrepentido, sin tener en cuenta su situación económica. Si no podía ofrecer una oveja o una cabra, podía sustituirlas por una tórtola o una paloma. En casos de extrema pobreza, incluso una pequeña porción de harina de flor fina — el equivalente de una ración diaria de alimento — ase­guraba a la parte culpable la aceptación por parte de Dios. (Para otras oca­siones que requieran una ofrenda del pecado, ver Lev. 12:6-8; 14:19-31; 15: 25-30; y Núm. 6:10-14).
La ofrenda de expiación
Los derechos legales de una persona y de su propiedad, en situación que implicase a Dios al igual que a un amigo, estaban claramente estableci­dos en los requerimientos por las ofrendas de la trasgresión (Lev. 5:14-6:7; 7:1-7). El fallo en el reconocimiento de Dios al descuidar el llevarle los primeros frutos, el diezmo, u otras ofrendas requeridas, necesitaba no solamente la restitución, sino también un sacrificio. Además, era preciso pagar seis quintos de las deudas requeridas, y el ofensor también sacrificaba un carnero con objeto de obtener con ello el perdón. Este costoso sacrificio le recordaba el precio del pecado. Cuando la mala acción era cometida contra un amigo, el quinto era también preciso para hacer la pertinente enmienda. Si la restitución no podía ser hecha para el ofendido o un pariente cercano, estas reparaciones eran pagadas al sacerdote (Núm. 5:5-10). El infringir de los derechos de otras personas, también representaba una ofensa contra Dios. Por tanto, era necesario un sacrificio.
La ofrenda del grano
Esta es la única ofrenda que no implicaba la vida de un animal, sino que consistía primariamente en los productos de la tierra, que representaban los frutos del trabajo del hombre (Lev. 2:1-16; 6:14-23). Esta ofrenda podía ser presentada en tres diferentes formas, siempre mezcladas con aceite, incienso y sal, pero sin levadura ni miel. Si una ofrenda consistía en tos primeros frutos, las espigas del nuevo grano eran quemadas en el fuego. ras de moler el grano, podía presentarse al sacerdote como harina fina o pan sin levadura, tartas o bien en forma de obleas preparadas en el horno.
Parece que una parte de estas ofrendas eran acompañadas de una propor­cionada cantidad de vino para sus libaciones (Ex. 29:40; Lev. 23:13; Núm. 15:5,10). Una justificable inferencia es que la ofrenda del grano, no era nunca llevada sola. Primeramente existía el acompañamiento de las ofrendas de paz y del fuego. Para estas dos parecía ser el necesario y adecuado suplemento (Núm. 15:1-13). Tal era el caso de la ofrenda diaria del fuego (Lev. 6:14-23; Núm. 4:16). La totalidad de la ofrenda era consumida cuando estaba ofrecida por el sacerdote para la congregación. En el caso de una ofrenda individual, el sacerdote oficiante presentaba sólo un puñado ante el altar del holocausto y retenía el resto para el tabernáculo. Ni en la ofrenda misma ni en el ritual, hay alguna sugerencia de que proveía expiación por el pecado. Por medio de estas ofrendas, los israelitas presentaban los frutos de su trabajo, significando así la dedicación de sus regalos a Dios.
Las fiestas y estaciones
Por medio de las fiestas y estaciones designadas, los israelitas recordaban constantemente que ellos eran el pueblo de Dios. En el pacto con Israel, que este ratificó en el Monte Sinaí, la fiel observancia de los períodos establecidos era una parte del compromiso adquirido (Ex. 20-24).
El Sabbath
Lo primero, y muy principalmente, era la observancia del Sabbath. Aunque el período de siete días queda referido en el Génesis, el sábado (día de reposo) está primeramente mencionado en Ex. 16:23-30. En el Decálogo (Ex. 20:8-11), los israelitas tienen que "acordarse del día de reposo" indicando que este no era el principio de su observancia. Para descansar o cesar de sus trabajos, los israelitas recordaban que Dios descansó de su obra creativa en el séptimo día. La observancia del sábado era un recordatorio de que Dios había redimido a Israel del cautiverio egipcio y santificado como su pueblo santo (Ex. 31:13; Deut. 5:12-15). Habiendo sido liberado del cautiverio y la servidumbre, Israel disponía de un día de cada semana para dedicarlo a Dios, que indudablemente no hubiera sido posible mientras que el pueblo había servido a sus amos egipcios. Incluso sus sirvientes estaban incluidos en la observancia del día de reposo. Se prescribía un castigo extre­mo para cualquiera que deliberadamente despreciaba el sábado (Ex. 35:3; Núm. 15:32-36). Mientras que el sacrificio diario para Israel era un cordero, en el sábado se ofrecían dos (Núm. 28:9,19). Este era también el día en que doce tortas de pan eran colocadas sobre la mesa en el lugar santo (Lev. 24:5-8).
La luna nueva y la fiesta de las trompetas
El sonido de las trompetas proclamaban oficialmente el comienzo de un nuevo mes (Núm. 10:10). Se observaba también la luna nueva sacrificando ofrendas al pecado y al fuego, con provisiones apropiadas de carne y bebida (Núm. 28:11-15). El mes séptimo, con el día de la expiación y la fiesta de las semanas, marcaba el clímax del año religioso, o el fin del año (Ex. 34:22). En el primer día de este mes de la luna nueva, era designado como el de la fiesta de las trompetas y se presentaban ofrendas adicionales (Lev. 23:23-25; Núm. 29:1-6). Este también era comienzo del año civil.
El año sabático
Íntimamente relacionado con el sábado, estaba el año sabático, aplica­ble a los israelitas cuando entraron en Canaán (Ex. 23:10-11; Lev. 25:1-7). Observándolo como un año festivo para la tierra, dejaban los campos sin cultivar, el grano sin sembrar y las viñas sin cuidados cada siete años. Cualquier cosa que recogiesen en dicho año tenía que ser compartido por los propietarios, los sirvientes y los extraños, al igual que las bestias. Los que tenían créditos a su favor, tenían instrucciones de cancelar las deudas en que hubiesen incurrido los pobres durante los seis años precedentes (Deut. 15:1-11). Puesto que los esclavos eran liberados cada seis años, probable­mente tal año era también el año de su emancipación (Ex. 21:2-6; Deut. 15:12-18). De esta forma, los israelitas recordaban su liberación del cautiverio egipcio.
Las instrucciones mosaicas también preveían para la lectura pública de la ley (Deut. 31:10-31). En esta forma, el año sabático tuvo su específica significación para jóvenes y viejos, para los amos y sus sirvientes.
Año de júbilo
Después de la observancia del año sabático, llegaba el año del jubileo. Se anunciaba por el clamor de las trompetas en el décimo día de Tishri, el mes séptimo. De acuerdo con las instrucciones dadas en Lev. 25:8-55, este marcaba un año de libertad en el cual la herencia de la familia era restaurada a aquellos que habían tenido la desgracia de perderla, los esclavos hebreos eran puestos en libertad y la tierra era dejada sin cultivar.
En la posesión de la tierra el israelita reconocía a Dios como el verdadero propietario de ella. Consecuentemente tenía que ser guardada por la familia y pasaba como si fuese una herencia. En caso de necesidad, podían venderse sólo el derecho a los productos de la tierra. Puesto que cada cincuenta años esta tierra revertía a su propietario original, el precio estaba directamente relacionado con el número de año que se mantenía antes del año del jubileo. En cualquier momento, durante este período, la tierra estaba sujeta a rendición, por el propietario o un pariente próximo. Las casas existentes en las ciudades amuralladas, excepto en las ciudades levíticas, no estaban incluidas bajo tales principios del año del jubileo.
Los esclavos eran dejados en libertad durante este año, sin tener en cuenta la duración de su servicio. Seis años era el período máximo de servidumbre para cualquier esclavo hebreo sin la opción de la libertad (Ex. 21:1). En consecuencia, no podía quedar reducido a la condición de perpe­tuo estado de esclavitud, aunque pudiese considerarlo necesario el venderlo a otro como sirviente alquilado, cuando financieramente fuese preciso. Incluso los esclavos no hebreos no podían ser considerados como de propiedad absoluta. La muerte como resultado de la crueldad por parte de su amo, estaba sujeta a castigo (Ex. 21:20-21). En caso de evidentes malos tratos personales, un esclavo podía reclamar su libertad (Ex. 21:26-27). Por el periódico sistema de dejar en libertad a los hebreos esclavos y la demostración de amor y amabilidad a los extranjeros en la tierra (Lev. 19:33-34), los israelitas recordaban que ellos también habían sido esclavos en la tierra de Egipto.
Incluso cuando el año del jubileo era seguido por el año sabático, los israelitas no tenían permiso para cultivar el suelo durante este período. Dios les había prometido que recibirían tal abundante cosecha en el sexto año que tendrían suficiente para el séptimo y el octavo años siguientes, que eran tiempo para el descanso de la tierra. De este modo, los israelitas recordaban también que la tierra que poseían al igual que las cosechas que de ellas recibían, era un regalo de Dios.
Fiestas anuales
Las tres observaciones anuales celebradas como fiestas, eran: (1) La pascua y fiesta de los panes sin levadura, (2) la fiesta de las semanas, primicias o siega, (3) la fiesta de los tabernáculos o cosecha. Tenían tal significación estas fiestas que todos los israelitas varones eran requeridos para su debida atención y celebración (Ex. 23:14-17).
La pascua y la fiesta de los panes sin levadura
Históricamente, la pascua fue primeramente observada en Egipto cuando las familias de Israel fueron excluidas de la muerte del primogénito, matando el cordero pascual (Ex. 12:1-13:10). El cordero era escogido en el décimo día del mes de Abib y matado en el décimo cuarto. Durante los siete días siguientes solo podía comerse los panes sin levadura. Este mes de Abib, más tarde conocido por Nisán, era designado como "el principio de los meses" o el principio del año religioso (Ex. 12:2). La segunda pascua era observada en el décimo cuarto día de Abib un año después de que los israelitas abandonasen Egipto (Núm. 9:1-5). Ya que ninguna persona incircuncisa podía compartir la pascua (Ex. 12:48), Israel no observó este festi­val durante el tiempo en su peregrinación por el desierto (Jos. 5:6). No fue sino hasta que el pueblo entró en Canaán, cuarenta años después de dejar la tierra de Egipto en que se observó la tercera pascua.
El propósito de la observancia de la pascua, era el recordar a los israelitas anualmente la milagrosa intervención de Dios en su favor (Ex. 13: 3-4; 34:18; Deut. 16:1). Ello marcaba la inauguración del año religioso.
El ritual de la pascua sufrió indudablemente algunos cambios de su primitiva observancia, cuando Israel no tenía sacerdotes ni tabernáculo. Los ritos de carácter temporal eran: el sacrificio de un cordero por el cabeza de cada familia, el rociado de la sangre en las puertas y dinteles y posiblemente también, la forma en que compartían el cordero. Con el establecimiento del tabernáculo, Israel disponía de un santuario central en donde los hombres tenían que congregarse tres veces al año comenzando con la estación de la pascua (Ex. 23:17; Deut. 16:13). Los días quince y veinticinco eran días de sagrada convocación. En toda la semana, sólo podía comerse por los israelitas el pan sin levadura. Puesto que la pascua era el principal acontecimiento de la semana, a los peregrinos se les permitía volver a casa a la mañana siguiente de esta fiesta (Deut. 16:7). Mientras tanto, durante toda la semana se hacían ofrendas adicionales diarias para la nación, consistentes en dos becerros, un carnero y siete corderos machos para una ofrenda de fuego, con la comida de ofrenda prescrita y un macho cabrío para una ofrenda de pecado (Núm. 28:19-23; Lev. 23:8). Acompañando el ritual en el cual el sacerdote movía la gavilla ante el Señor, estaba la presentación de una ofrenda de fuego consistente en un cordero macho además de una comida de ofrenda de flor de harina mezclada con aceite y una ofrenda de vino. Ningún grano tenía que ser usado de la nueva cosecha hasta el público reconocimiento que tenía que ser hecho como materiales de bendi­ción que procedían de Dios. Por consiguiente, en la observancia de la semana de la pascua, los israelitas eran no solamente conscientes de su histórica liberación de Egipto, sino también reconocían la bendición de Dios que era continuamente evidente en provisiones materiales.
Tan significante era la celebración de la pascua, que su especial provisión era hecha para aquellos que estaban incapacitados para participar en el tiempo señalado y observarla un mes más tarde (Núm. 9:9-12). Cualquiera que rehusara observar la pascua quedaba reducido al ostracismo en Israel. Incluso el extranjero era bienvenido para participar en aquella celebración anual (Núm. 9:13-14).
Así, la pascua era la más significativa de todas las fiestas y observacio­nes en Israel. Conmemoraba el más grande de todos los milagros que el Señor había puesto en evidencia en favor del pueblo de Israel. Esto se halla indicado por muchas referencias en los Salmos y en los libros profetices. Aunque la pascua era observada en el tabernáculo, cada familia tenía un vivísimo recuerdo de su significación, comiendo los panes sin levadura. No había ningún israelita exceptuado de su participación en ella. Esto servía como un recordatorio anual de que Israel era la nación elegida de Dios.
Fiesta de las semanas
Mientras que la pascua y la fiesta del pan sin levadura era observada al comienzo de la cosecha de la cebada, la fiesta de las semanas tenía lugar cincuenta días más tarde, tras la cosecha del trigo (Deut. 16:9). Aunque era una ocasión verdaderamente importante, la fiesta era observada solamente un día. En este día de descanso, se presentaba una comida especial y una ofrenda consistente en dos hogazas de pan con levadura que se presentaba al Señor para el tabernáculo, significando con ello que el pan de cada día era proporcionado por obra del Señor (Lev. 23:15-20). Los sacrificios prescritos eran presentados con esta ofrenda. En esta alegre ocasión, el israelita no olvidaba nunca al menos afortunado, dejando alimentos en los campos para los pobres y los necesitados.
La fiesta de los tabernáculos
El último festival anual era la fiesta de los tabernáculos4, un período de siete días durante el cual los israelitas vivían en tiendas (Ex. 23:16; 34: 22; Lev. 23:40-41). Esta fiesta no sólo marcaba el fin de la estación de las cosechas, sino que cuando estuvieron establecidos en Canaán, servía de recordatorio de su permanencia en el desierto en que tenían que vivir en tiendas de campaña.
Las festividades de esta semana encontraban su expresión en los mayo­res holocaustos jamás presentados, sacrificando un total de setenta bueyes. Ofreciendo trece el primer día, que se consideraba como una convocación sagrada, el número iba decreciendo diariamente en uno. Cada día, además, se ofrecía una ofrenda de fuego adicional. Esta ofrenda consistía en catorce corderos y dos carneros con sus respectivas ofrendas igualmente de carne y bebida. Una convocatoria sagrada celebrada en el octavo día, llevaba a la conclusión de las actividades del año religioso.
Cada año séptimo era peculiar en la celebración de la fiesta de los tabernáculos. Era el año de la pública lectura de la ley. Aunque a los peregrinos se les pedía observar la pascua y la fiesta de las semanas durante un día, ellos normalmente empleaban la totalidad de la semana en la fiesta de de los tabernáculos, dando ocasión de una amplia oportunidad para la lectura de la ley de acuerdo con el mandamiento de Moisés (Deut. 31:9-13).
Día de la Expiación
La más solemne ocasión de la totalidad del año era el día de la ex­piación (Lev. 16:1-34; 23:26-32; Núm. 29:7-11). Era observada en el décimo día de Tishri con una sagrada convocatoria y ayuno. En aquel día no era permitido ningún trabajo. Este era el único ayuno requerido por la ley de Moisés.
El principal propósito de esta observancia era el hacer una verdadera expiación. En su elaborada y singular ceremonia la propiciación fue hecha por Aarón y su casa, el santo lugar, la tienda de la reunión, el altar de las ofrendas de fuego y por la congregación de Israel.
Sólo el sumo sacerdote podía oficiar en aquel día. Los otros sacerdotes ni siquiera se les permitía estar en el santuario sino identificarse con la congregación. Para esta ocasión, el sumo sacerdote lucía sus especiales ornamentos y se vestía con lino blanco. Las ofrendas prescritas para el día eran, como sigue: dos carneros como holocausto para sí mismo y para la congregación, un becerro para su propia ofrenda de pecado, y dos machos cabríos como una ofrenda de pecado por el pueblo.
Mientras que las dos cabras permanecían en el altar, el sumo sacerdote ofrecía su ofrenda del pecado, haciendo expiación por sí mismo. Sacrificando una cabra en el altar, hacía la expiación por la congregación. En ambos casos, aplicaba la sangre al propiciatorio. En manera similar, santificaba el santuario interior, el lugar sagrado y el altar de las ofrendas de fuego. De aquella forma las tres divisiones del tabernáculo eran adecuadamente limpiadas en el día de la expiación para la nación. Después, la cabra era llevada al desierto para que con ella se fuesen los pecados de la congregación.
Habiendo confesado los pecados del pueblo, el sumo sacerdote volvía al tabernáculo para limpiarse a sí mismo y cambiarse en sus atavíos oficiales. Una vez más volvía al altar en el patio exterior. Allí concluía el día de expiación y su ritual con dos holocaustos, uno para sí mismo y el otro para la congregación de Israel.
Las distintivas características de la religión revelada de Israel formaba un contraste con el ambiente religioso de Egipto y Canaán. En lugar de la multitud de ídolos, ellos adoraban a un solo Dios. En vez de un gran número de altares y hornacinas de adoración, ellos tenían sólo un santuario. Por medio de las ofrendas prescritas y de los sacerdotes consagrados, se tenía hecha la provisión para que el laicado pudiese aproximarse a Dios sin temor. La ley les guiaba en una pauta de conducta que distinguía a Israel como la nación de la alianza con Dios en contraste con las culturas paganas del entorno. En toda la extensión en que los israelitas practicaban esta religión divinamente revelada, se hallaban asegurados del favor de Dios, como se expresaba en la fórmula sacerdotal para bendecir la congregación de Israel (Núm. 6:24-26):
"Jehová te bendiga y te guarde."
"Jehová haga resplandecer su rostro sobre ti, y tenga de ti misericordia."
"Jehová alce sobre ti su rostro, y ponga en ti paz."

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