Orando en el Espíritu
“El Espíritu nos ayuda en nuestra
debilidad” (Romanos 8:26). Todo aquél que puede hablar y pensar
ligeramente de sus flaquezas, sin sentir compunción por ello, es
que ha caminado por muy poco en el camino de la santidad. ¿Qué
entendemos por “flaquezas”? Aclaremos que no queremos significar
caídas, desobediencias y derrotas porque éstas son pecados. Nuestra
flaqueza se hace más evidente precisamente cuando estamos haciendo
lo mejor que podemos. Cuando estamos más activos en los mejores
ejercicios espirituales, es cuando estamos más hondamente al tanto
de nuestros puntos débiles. “Tenemos este tesoro en vasos de barro.”
El apóstol, después de garantizarnos la ayuda del Espíritu, pasa
adelante para darnos una ilustración mostrando que nuestra mayor
debilidad se manifiesta precisamente en lo que debiera ser nuestra
mayor potencia espiritual, esto es, la oración. No es cuando la
carne hace más presión sobre nosotros que somos más débiles, sino
cuando estamos realizando la cosa más espiritual que podemos hacer.
“Pues qué hemos de pedir como conviene, no lo sabemos.”
Para muchos cristianos la
dificultad radica simplemente en que no oran. “No tenéis lo que
deseáis, porque no pedís” (Santiago 4:2). Me asombra ver a muchos
cristianos, aún pastores y misioneros, que no llevan una vida
profunda de oración. Por supuesto, en cierto sentido nunca estamos
satisfechos plenamente con nuestra vida de oración. Pero en otro
sentido, igualmente real, hay una vida de oración que satisface
plenamente. Esto viene simplemente al hacerlo, o sea, al
orar. Alguien ha dicho: “La oración es la cosa que menos hacemos y
de la cual más hablamos”. Debo confesar con pena que pasé mucho
tiempo antes de hallar una vida de oración que verdaderamente me
produjera satisfacciones. Yo siempre había orado, y siempre, claro
está, algún provecho había sacado de ello. Pero también había mucha
irregularidad en mi vida de oración, y muchas veces me sentí
completamente convicto de haber fallado. Por ejemplo, muchas veces
me vi sentado en un comité, listos para juzgar a un hermano caído,
hermano al cual yo había visto ir cayendo poco a poco, y yo nada
había hecho para evitar su caída. No había orado por él. Esta
comprobación me produjo profunda pena. Puedo ahora testificar
humildemente la gran diferencia que hay, al hablar con un hermano
que ha resbalado de la gracia de Dios, y poder decirle: “Hermano, en
estos dos últimos años usted ha estado permanentemente en mis
oraciones”. Esto, sólo esto, le da a uno cierta autoridad espiritual
para hablar con el hermano caído, mejor que cualquier autorización
humana o eclesiástica.
Durante muchos años permití que
algunas ideas equivocadas me robaran las mejores bendiciones de la
oración. El primer concepto erróneo fue pensar que no tenía que
hacer de la oración una rutina, sino que la oración tenía que ser
libre y espontánea. Por lo tanto, tenía que orar sólo cuando
sintiera alguna carga de oración. El segundo concepto equivocado
surgió de la lectura de libros sobre la oración, donde me decían que
los grandes hombres de Dios oraban cuatro, cinco y hasta seis horas
cada día. Yo pensaba entonces que si iba a orar con alguna
probabilidad de recibir respuesta, tendría que orar ocho horas
seguidas. Sin embargo, era la cosa más mortífera que se me podía
haber ocurrido, esto es, ponerle tiempo a la oración. Innecesario es
decir, no perseveré en esa disciplina. El tercer error consistió en
el subterfugio práctico de convencerme a mí mismo que la oración es
una buena cosa, pero antes de ponerme a orar tenía que limpiar
primero mi escritorio de todo el trabajo acumulado. También es
innecesario decir que esto nunca ocurrió.
Por fin vino la respuesta. Aprendí
que la oración debe ser una disciplina antes de ser un gozo. Hay
personas para quienes la oración es un deleite, y el más grande
deleite de la vida. Pero para el 98 por ciento de nosotros esto no
es así. Si vamos a orar sólo cuando sentimos deseos, nuestras
oraciones van a ser espasmódicas. No, señores, la oración tiene
que ser una disciplina. Debemos establecer una regularidad de
tiempo, y quizá también de lugar, a fin de poder garantizar que
vamos a orar. Afortunadamente esta disciplina nos lleva a cosas
mejores y conforme la disciplina le cede el paso al gozo, la
oración regular y definida nos trae resultados definidos y
regulares. Esto nos alienta a tener más momentos de oración.
Respecto al elemento de tiempo,
descubrí que la oración no debe ser medida por el reloj, sino más
bien en términos de “no estar de prisa". Es decir, debemos
buscar un momento del día en que estemos despreocupados de cualquier
otro afán y en que no haya nada que hacer sino hablar con Dios y
escuchar a Dios. Muchas de nuestras oraciones no son más que listas
de pedidos amontonados. Cuán a menudo oímos orar, “Señor, bendice a
tus siervos”.
Este modo de orar no es el
característico de la hora quieta, cuando uno puede darse el lujo de
orar detalladamente. Y también darse el lujo de escuchar quietamente
la voz de Dios. Cuando estamos apurados tenemos la tendencia de
decirlo todo. Esto es una verdadera impertinencia. Algunos que
están orando tienen miedo de detener el torrente de palabras por
temor a los pensamientos divagantes. Pero, ¿dónde hay mejor lugar
para tener nuestros más serios pensamientos, que en la presencia de
Dios?
“Pues qué hemos de pedir como
conviene, no lo sabemos.” Esta seria debilidad puede ser corregida
si tomamos bastante tiempo en la presencia de Dios, y dejamos que el
Espíritu nos enseñe cómo orar. Un misionero amigo mío me decía que
él acostumbraba usar una lista de oración, que con el tiempo, se le
hizo tan aburrida y mecánica como el rosario. No digo esto para
negar el valor indudable de las listas de oración, sino para
insistir en el valor que tiene orar “sin apuro”, ya que entonces,
cuando hayamos dejado atrás todo concepto rígido o mecánico, El
Espíritu Santo puede darnos temas de oraciones, y necesidades
perentorias que no estaban en la lista, quitando aquí, y colocando
allá, necesidades de oración que a nosotros se nos escaparon. Hay
veces en que el Espíritu Santo nos hacer orar completamente
olvidados de la lista de oración, y en otros casos dirige nuestra
oración a lo que está en ella.
Es con este tiempo de oración como
podemos empezar el día de la mejor manera. No hay una regla fija que
pueda ser útil para todos, pero para la mayoría de nosotros el
tiempo “sin prisa” puede conseguirse sólo a costa de levantarse más
temprano. No solamente debemos empezar el día de trabajo pidiendo a
Dios que nos planee el día, sino empezarlo con lo que es el mejor
trabajo nuestro.
Es aquí donde encaramos nuestros
problemas más efectivamente. Ponemos nuestros problemas delante de
Dios, buscando la sabiduría de saber pedir, y la fe para recibir. Es
parte de la disciplina de la fe mantener esas peticiones delante de
Dios día tras día, sin olvidar o flaquear, aunque parezca que no
haya respuesta efectiva todavía. La oración debe continuar hasta el
día que obtengamos una respuesta. Pero cuán preciosamente fiel es
el Espíritu de Dios. Vez tras vez, cuando esperamos delante del
Señor, la respuesta viene. A veces como una profunda convicción de
lo correcto de cierto curso de acción, aunado a cierta solución que
se había estado insinuando a lo largo de varios días, y a veces como
una idea fresca y nueva como rayo de los cielos.
Es en la hora quieta cuando
podemos interceder los unos por los otros—nuestra familia, nuestros
amigos, los compañeros de trabajo, el pueblo de Dios, nuestros
prójimos. Para muchos de nosotros la lista se hace tan larga que
necesitaríamos estar orando una semana entera. La lista debería
incluir a todos los que están siendo tentados, o están tropezando,
pero también debe incluir a los que se hallan firmes. El apóstol
Pablo nos enseña que debemos orar tanto por los mejores miembros de
la iglesia como por los que son débiles y flacos. Todos necesitan de
nuestras oraciones para que sean guardados de los ataques del
enemigo, y sostener firme su vida cristiana. A menudo tendremos que
orar por un hermano caído, hasta que la respuesta llega y lo veamos
levantarse. Entonces damos un suspiro de alivio y borramos su nombre
de la lista.
Quizá la lección más profunda
sobre la oración que yo recibí es la que encontré en un libro del
doctor O. Hallesby, titulado Prayer (La Oración). El define
la oración sencillamente como la confesión a Dios de nuestra
necesidad. Cuando nosotros le decimos a Dios cómo debe contestar
nuestras oraciones, no estamos en verdad orando, sino dando órdenes
a Dios. Pero cuando llegamos al extremo de no ser capaces siquiera
de pensar en qué manera puede Dios respondernos, entonces estamos
realmente orando.
Hallesby ilustra este punto
describiendo el caso de la oración por la conversión de tres
hombres. Uno de ellos es un simpático hombre de buenos modales; el
segundo es un hombre algo peor, y el tercero es un repulsivo pecador
del cual no hay ninguna esperanza que se convierta. Nosotros nos
ponemos a orar por todos ellos. Nos parece que Dios va a salvar
fácilmente al primero, de modo que oramos por él con toda confianza,
seguros de su conversión. También oramos por el segundo, pero ya
nuestra fe es más pequeña, puesto que es un hombre bastante malo. En
cuanto al tercero, nos parece un pecador tan endurecido, un sujeto
tan brutal, que pensamos que Dios no podrá salvarlo. Entonces oramos
poco tiempo por él, y sin mayor fe. Dice el doctor Hallesby que
nosotros realmente sólo estamos en la posición de orar por el
tercer hombre, porque la oración es solamente oración cuando
confesamos nuestra impotencia. Estas palabras revolucionaron mi vida
de oración.
Nosotros no sabemos cómo orar. Nos
dice el apóstol Santiago que una segunda razón de nuestras oraciones
no contestadas podría ser: “porque pedís mal, para gastar en
vuestros deleites” (Santiago 4:3). Es pasmoso comprobar cuántas de
nuestras oraciones son egoístas. ¡Qué difícil es descubrir la mente
del Señor y orar según la voluntad del Padre! La ilustración clásica
de esta dificultad es la de Mónica orando por su hijo Agustín. Ella
pedía que el joven no se trasladara de Cartago a Roma, pues en la
capital se haría más libertino y perdido de lo que era. Dios
contestó esa oración, pero no impidiendo que Agustín fuera a Roma,
sino enviándolo de allí a Milán, donde fue convertido. Mónica deseaba que su hijo fuera salvo. El Señor lo salvó, pero no
por los medios que ella sugería. ¡Cuánto de nuestras oraciones se
gasta inútilmente en decirle a Dios los medios y maneras que El debe
usar para contestarlas! En verdad nosotros deberíamos confesar
siempre al Señor nuestra completa ignorancia e impotencia.
El escritor de la Carta a los
Hebreos nos dice que otra condición requerida para la contestación
de nuestras oraciones, es la fe. La creencia firme, no sólo de que
Dios existe, sino que es “galardonador de los que le buscan”
(Hebreos 11:6). Un día que iba caminando de la universidad hacia mi
casa, me detuve a hacer una visita pastoral en una casa donde había
enfermos. La casa era sólo una choza, a punto de caerse, al grado
que tenía que ser sostenida con puntales. El jefe de la familia,
uno de esos hombres que nunca tienen éxito en la vida, se dedicaba
al negocio del aserrín. El me decía siempre que tenía un gran
porvenir vendiendo aserrín. Mientras tanto, su familia vivía en la
mayor indigencia. La madre era una santa. Nunca he visto en mi vida
otra persona haciendo frente a tan constante sarta de males con un
espíritu tan dulce. Muchos de sus hijos andaban perdidos en el
pecado. Algunos estaban en instituciones de caridad o encerrados en
la cárcel. Su único consuelo en la vida era un chico como de ocho
años que siempre la acompañaba a la iglesia. Ahora el chico estaba
enfermo. Tenía viruelas, pulmonía y fiebre cerebral. Si llegaba a
sanarse, decía el médico, seguro que todo esto afectaría su mente.
Cuando entré a la casa la madre
estaba de rodillas ante el enfermo, con las manos puestas sobre su
cabeza. Dos mujeres de la iglesia estaban sentadas también, orando
silenciosamente. La cara de la madre reflejaba su agonía. Demasiado
acongojada para hablar, demasiado agobiada para llorar, sólo podía
orar exhalando un gemido. Yo contemplé al muchacho. Su rostro pálido
tenía ya el sello de la muerte. Me quedé un rato largo en la casa,
pensando que tal vez el chico moriría de un momento a otro.
Entonces se me ocurrió pensar. ¿Qué puedo ofrecerle a esta madre?
Recordé las tres clases de la universidad a la que había asistido en
ese día. ¿Habría algo en ellas que me podrían ayudar? En la clase de
filosofía de la religión habíamos tratado de decidir si había Dios o
no. ¿Podría discutir eso con esta madre? En la clase de filosofía de
la educación habíamos considerado los distintos niveles de educación
en el mundo. ¿Podría yo introducir a esta madre en un mundo de
completo relativismo? En la clase de filosofía contemporánea
habíamos hablado de Nietzche y su particular concepto de Dios.
¿Podría ayudar a esta madre que agonizaba en oración junto a su hijo
moribundo, explicarle lo que decían los filósofos? ¿Qué podía hacer
yo en ese dramático momento? ¿Qué habría hecho usted? Sólo me
quedaba una cosa qué hacer. Me arrodillé y oré.
Para hacer corta una historia
larga, les diré que ese chico está hoy completamente sano, sin
ninguna deficiencia mental en absoluto, y lo último que supe de él
es que anda predicando el evangelio entre los filósofos de la India.
¿Cuál es la explicación de este milagro? Creo que conozco todas las
respuestas naturales que pueden ser dadas. ¡La universidad lo ve
todo de esa manera! Pero así y todo, lo que hace arder mi alma es la
convicción de que Dios contesta las oraciones. “Los hombres
sostienen opiniones, pero las convicciones sostienen a los hombres.”
No debo, sin embargo, dejar la
impresión en los lectores que la oración tiene algún valor
solamente cuando se producen resultados espectaculares o
fenomenales. De ninguna manera. Pero orar específicamente, en
asuntos grandes o pequeños, trae siempre resultados específicos. Y
cuando llegamos a experimentar estos frutos y resultados de la
oración, experimentamos también gozo de la vida santa.
William Penn decía de George Fox:
“Pero sobre todo, él era extraordinario en la oración. El más
tremendo y viviente cuadro que yo haya visto, o sentido, es Fox en
oración. Y verdaderamente era un testimonio que él conocía al Señor
y vivía más cerca de El que ningún otro hombre; porque aquellos que
mejor lo conocen tienen mayor razón para acercarse a El con temor y
reverencia”
¡Oh, Señor concédenos a cada uno
de nosotros, un poco de esta misma vida!
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