domingo, 17 de junio de 2012


Orando en el Espíritu
“El Espíritu nos ayuda en nuestra debilidad” (Romanos 8:26). Todo aquél que puede hablar y pensar ligera­mente de sus flaquezas, sin sentir compunción por ello, es que ha caminado por muy poco en el camino de la santidad. ¿Qué entendemos por “flaquezas”? Aclaremos que no queremos significar caídas, desobediencias y derrotas por­que éstas son pecados. Nuestra flaqueza se hace más evidente precisamente cuando estamos haciendo lo mejor que podemos. Cuando estamos más activos en los mejores ejercicios espirituales, es cuando estamos más hondamente al tanto de nuestros puntos débiles. “Tenemos este tesoro en vasos de barro.” El apóstol, después de garantizarnos la ayuda del Espíritu, pasa adelante para darnos una ilustración mostrando que nuestra mayor debilidad se manifies­ta precisamente en lo que debiera ser nuestra mayor potencia espiritual, esto es, la oración. No es cuando la carne hace más presión sobre nosotros que somos más débiles, sino cuando estamos realizando la cosa más espiritual que podemos hacer. “Pues qué hemos de pedir como conviene, no lo sabemos.”
Para muchos cristianos la dificultad radica simplemente en que no oran. “No tenéis lo que deseáis, porque no pedís” (Santiago 4:2). Me asombra ver a muchos cristianos, aún pastores y misioneros, que no llevan una vida profunda de oración. Por supuesto, en cierto sentido nunca estamos satisfechos plenamente con nuestra vida de oración. Pero en otro sentido, igualmente real, hay una vida de oración que satisface plenamente. Esto viene simplemente al hacerlo, o sea, al orar. Alguien ha dicho: “La oración es la cosa que menos hacemos y de la cual más hablamos”. Debo confesar con pena que pasé mucho tiempo antes de hallar una vida de oración que verdaderamente me produjera satisfacciones. Yo siempre había orado, y siempre, claro está, algún provecho había sacado de ello. Pero también había mucha irregularidad en mi vida de oración, y muchas veces me sentí completamente convicto de haber fallado. Por ejemplo, muchas veces me vi sentado en un comité, listos para juzgar a un hermano caído, hermano al cual yo había visto ir cayendo poco a poco, y yo nada había hecho para evitar su caída. No había orado por él. Esta comprobación me produjo profunda pena. Puedo ahora testificar humildemente la gran diferencia que hay, al hablar con un hermano que ha resbalado de la gracia de Dios, y poder decirle: “Hermano, en estos dos últimos años usted ha estado permanentemente en mis oraciones”. Esto, sólo esto, le da a uno cierta autoridad espiritual para hablar con el hermano caído, mejor que cualquier autorización humana o eclesiástica.
Durante muchos años permití que algunas ideas equivocadas me robaran las mejores bendiciones de la oración. El primer concepto erróneo fue pensar que no tenía que hacer de la oración una rutina, sino que la oración tenía que ser libre y espontánea. Por lo tanto, tenía que orar sólo cuando sintiera alguna carga de oración. El segundo concepto equivocado surgió de la lectura de libros sobre la oración, donde me decían que los grandes hombres de Dios oraban cuatro, cinco y hasta seis horas cada día. Yo pensaba entonces que si iba a orar con alguna probabilidad de recibir respuesta, tendría que orar ocho horas seguidas. Sin embargo, era la cosa más mortífera que se me podía haber ocurrido, esto es, ponerle tiempo a la oración. Innecesario es decir, no perseveré en esa disciplina. El tercer error consistió en el subterfugio práctico de convencerme a mí mismo que la oración es una buena cosa, pero antes de ponerme a orar tenía que limpiar primero mi escritorio de todo el trabajo acumulado. También es innecesario decir que esto nunca ocurrió.
Por fin vino la respuesta. Aprendí que la oración debe ser una disciplina antes de ser un gozo. Hay personas para quienes la oración es un deleite, y el más grande deleite de la vida. Pero para el 98 por ciento de nosotros esto no es así. Si vamos a orar sólo cuando sentimos deseos, nuestras oraciones van a ser espasmódicas. No, señores, la oración tiene que ser una disciplina. Debemos establecer una regularidad de tiempo, y quizá también de lugar, a fin de poder garantizar que vamos a orar. Afortunadamente esta disciplina nos lleva a cosas mejores y conforme la disciplina le cede el paso al gozo, la oración regular y definida nos trae resultados definidos y regulares. Esto nos alienta a tener más momentos de oración.
Respecto al elemento de tiempo, descubrí que la oración no debe ser medida por el reloj, sino más bien en términos de “no estar de prisa". Es decir, debemos buscar un momento del día en que estemos despreocupados de cualquier otro afán y en que no haya nada que hacer sino hablar con Dios y escuchar a Dios. Muchas de nuestras oraciones no son más que listas de pedidos amontonados. Cuán a menudo oímos orar, “Señor, bendice a tus siervos”.
Este modo de orar no es el característico de la hora quieta, cuando uno puede darse el lujo de orar detalladamente. Y también darse el lujo de escuchar quietamente la voz de Dios. Cuando estamos apurados tenemos la tendencia de decirlo todo. Esto es una verdadera impertinencia. Algunos que están orando tienen miedo de detener el torrente de palabras por temor a los pensamientos divagantes. Pero, ¿dónde hay mejor lugar para tener nuestros más serios pensamientos, que en la presencia de Dios?
“Pues qué hemos de pedir como conviene, no lo sabemos.” Esta seria debilidad puede ser corregida si tomamos bastante tiempo en la presencia de Dios, y dejamos que el Espíritu nos enseñe cómo orar. Un misionero amigo mío me decía que él acostumbraba usar una lista de oración, que con el tiempo, se le hizo tan aburrida y mecánica como el rosario. No digo esto para negar el valor indudable de las listas de oración, sino para insistir en el valor que tiene orar “sin apuro”, ya que entonces, cuando hayamos dejado atrás todo concepto rígido o mecánico, El Espíritu Santo puede darnos temas de oraciones, y necesidades perentorias que no estaban en la lista, quitando aquí, y colocando allá, necesidades de oración que a nosotros se nos escaparon. Hay veces en que el Espíritu Santo nos hacer orar completamente olvidados de la lista de oración, y en otros casos dirige nuestra oración a lo que está en ella.
Es con este tiempo de oración como podemos empezar el día de la mejor manera. No hay una regla fija que pueda ser útil para todos, pero para la mayoría de nosotros el tiempo “sin prisa” puede conseguirse sólo a costa de levantarse más temprano. No solamente debemos empezar el día de trabajo pidiendo a Dios que nos planee el día, sino empezarlo con lo que es el mejor trabajo nuestro.
Es aquí donde encaramos nuestros problemas más efectivamente. Ponemos nuestros problemas delante de Dios, buscando la sabiduría de saber pedir, y la fe para recibir. Es parte de la disciplina de la fe mantener esas peticiones delante de Dios día tras día, sin olvidar o flaquear, aunque parezca que no haya respuesta efectiva todavía. La oración debe continuar hasta el día que obtengamos una respuesta. Pero cuán preciosamente fiel es el Espíritu de Dios. Vez tras vez, cuando esperamos delante del Señor, la respuesta viene. A veces como una profunda convicción de lo correcto de cierto curso de acción, aunado a cierta solución que se había estado insinuando a lo largo de varios días, y a veces como una idea fresca y nueva como rayo de los cielos.
Es en la hora quieta cuando podemos interceder los unos por los otros—nuestra familia, nuestros amigos, los compañeros de trabajo, el pueblo de Dios, nuestros prójimos. Para muchos de nosotros la lista se hace tan larga que necesitaríamos estar orando una semana entera. La lista debería incluir a todos los que están siendo tentados, o están tropezando, pero también debe incluir a los que se hallan firmes. El apóstol Pablo nos enseña que debemos orar tanto por los mejores miembros de la iglesia como por los que son débiles y flacos. Todos necesitan de nuestras oraciones para que sean guardados de los ataques del enemigo, y sostener firme su vida cristiana. A menudo tendremos que orar por un hermano caído, hasta que la respuesta llega y lo veamos levantarse. Entonces damos un suspiro de alivio y borramos su nombre de la lista.
Quizá la lección más profunda sobre la oración que yo recibí es la que encontré en un libro del doctor O. Hallesby, titulado Prayer (La Oración). El define la oración sencillamente como la confesión a Dios de nuestra necesidad. Cuando nosotros le decimos a Dios cómo debe contestar nuestras oraciones, no estamos en verdad orando, sino dando órdenes a Dios. Pero cuando llegamos al extremo de no ser capaces siquiera de pensar en qué manera puede Dios respondernos, entonces estamos realmente orando.
Hallesby ilustra este punto describiendo el caso de la oración por la conversión de tres hombres. Uno de ellos es un simpático hombre de buenos modales; el segundo es un hombre algo peor, y el tercero es un repulsivo pecador del cual no hay ninguna esperanza que se convierta. Nosotros nos ponemos a orar por todos ellos. Nos parece que Dios va a salvar fácilmente al primero, de modo que oramos por él con toda confianza, seguros de su conversión. También oramos por el segundo, pero ya nuestra fe es más pequeña, puesto que es un hombre bastante malo. En cuanto al tercero, nos parece un pecador tan endurecido, un sujeto tan brutal, que pensamos que Dios no podrá salvarlo. Entonces oramos poco tiempo por él, y sin mayor fe. Dice el doctor Hallesby que nosotros realmente sólo estamos en la posición de orar por el tercer hombre, porque la oración es solamente oración cuando confesamos nuestra impotencia. Estas palabras revolucionaron mi vida de oración.
Nosotros no sabemos cómo orar. Nos dice el apóstol Santiago que una segunda razón de nuestras oraciones no contestadas podría ser: “porque pedís mal, para gastar en vuestros deleites” (Santiago 4:3). Es pasmoso comprobar cuántas de nuestras oraciones son egoístas. ¡Qué difícil es descubrir la mente del Señor y orar según la voluntad del Padre! La ilustración clásica de esta dificultad es la de Mónica orando por su hijo Agustín. Ella pedía que el joven no se trasladara de Cartago a Roma, pues en la capital se haría más libertino y perdido de lo que era. Dios contestó esa oración, pero no impidiendo que Agustín fuera a Roma, sino enviándolo de allí a Milán, donde fue convertido.  Mónica deseaba que su hijo fuera salvo. El Señor lo salvó, pero no por los medios que ella sugería. ¡Cuánto de nuestras oraciones se gasta inútilmente en decirle a Dios los medios y maneras que El debe usar para contestarlas! En verdad nosotros deberíamos confesar siempre al Señor nuestra completa ignorancia e impotencia.
El escritor de la Carta a los Hebreos nos dice que otra condición requerida para la contestación de nuestras oraciones, es la fe. La creencia firme, no sólo de que Dios existe, sino que es “galardonador de los que le buscan” (Hebreos 11:6). Un día que iba caminando de la universidad hacia mi casa, me detuve a hacer una visita pastoral en una casa donde había enfermos. La casa era sólo una choza, a punto de caerse, al grado que tenía que ser sostenida con puntales. El jefe de la familia, uno de esos hombres que nunca tienen éxito en la vida, se dedicaba al negocio del aserrín. El me decía siempre que tenía un gran porvenir vendiendo aserrín. Mientras tanto, su familia vivía en la mayor indigencia. La madre era una santa. Nunca he visto en mi vida otra persona haciendo frente a tan constante sarta de males con un espíritu tan dulce. Muchos de sus hijos andaban perdidos en el pecado. Algunos estaban en instituciones de caridad o encerrados en la cárcel. Su único consuelo en la vida era un chico como de ocho años que siempre la acompañaba a la iglesia. Ahora el chico estaba enfermo. Tenía viruelas, pulmonía y fiebre cerebral. Si llegaba a sanarse, decía el médico, seguro que todo esto afectaría su mente.
Cuando entré a la casa la madre estaba de rodillas ante el enfermo, con las manos puestas sobre su cabeza. Dos mujeres de la iglesia estaban sentadas también, orando silenciosamente. La cara de la madre reflejaba su agonía. Demasiado acongojada para hablar, demasiado agobiada para llorar, sólo podía orar exhalando un gemido. Yo contemplé al muchacho. Su rostro pálido tenía ya el sello de la muerte. Me quedé un rato largo en la casa, pensando que tal vez el chico moriría de un momento a otro. Entonces se me ocurrió pensar. ¿Qué puedo ofrecerle a esta madre? Recordé las tres clases de la universidad a la que había asistido en ese día. ¿Habría algo en ellas que me podrían ayudar? En la clase de filosofía de la religión habíamos tratado de decidir si había Dios o no. ¿Podría discutir eso con esta madre? En la clase de filosofía de la educación habíamos considerado los distintos niveles de educación en el mundo. ¿Podría yo introducir a esta madre en un mundo de completo relativismo? En la clase de filosofía contemporánea habíamos hablado de Nietzche y su particular concepto de Dios. ¿Podría ayudar a esta madre que agonizaba en oración junto a su hijo moribundo, explicarle lo que decían los filósofos? ¿Qué podía hacer yo en ese dramático momento? ¿Qué habría hecho usted? Sólo me quedaba una cosa qué hacer. Me arrodillé y oré.
Para hacer corta una historia larga, les diré que ese chico está hoy completamente sano, sin ninguna deficiencia mental en absoluto, y lo último que supe de él es que anda predicando el evangelio entre los filósofos de la India. ¿Cuál es la explicación de este milagro? Creo que conozco todas las respuestas naturales que pueden ser dadas. ¡La universidad lo ve todo de esa manera! Pero así y todo, lo que hace arder mi alma es la convicción de que Dios contesta las oraciones. “Los hombres sostienen opiniones, pero las convicciones sostienen a los hombres.”
No debo, sin embargo, dejar la impresión en los lectores que la oración tiene algún valor solamente cuando se producen resultados espectaculares o fenomenales. De ninguna manera. Pero orar específicamente, en asuntos grandes o pequeños, trae siempre resultados específicos. Y cuando llegamos a experimentar estos frutos y resultados de la oración, experimentamos también gozo de la vida santa.
William Penn decía de George Fox: “Pero sobre todo, él era extraordinario en la oración. El más tremendo y viviente cuadro que yo haya visto, o sentido, es Fox en oración. Y verdaderamente era un testimonio que él conocía al Señor y vivía más cerca de El que ningún otro hombre; porque aquellos que mejor lo conocen tienen mayor razón para acercarse a El con temor y reverencia”
¡Oh, Señor concédenos a cada uno de nosotros, un poco de esta misma vida!

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