SUEÑOS Y ÉXTASIS PROFÉTICOS
En una exposición inteligente de
las porciones proféticas de las Santas Escrituras, son asuntos de
fundamental importancia los métodos y las formas mediante los cuales
Dios comunicó revelaciones sobrenaturales a los hombres. Como formas y
condiciones bajo las cuales los hombres recibieron tales revelaciones,
se mencionan los ensueños, las visiones de la noche y los estados de
éxtasis espiritual. En Números 12:16, leemos: "Si tuviereis profeta,
yo, Jehová, le apareceré en visión, en sueños hablaré con él". Luego,
en los vs. 7 y 8, la manera abierta y visible en que Dios se reveló a
Moisés se pone en contraste con las visiones ordinarias, demostrando
que Moisés fue honrado más que ningún otro profeta en la intimidad de
su comunión con Dios. La "apariencia" (temunah, forma, similitud,
v. 8) de Jehová que a Moisés se permitió contemplar, fué algo
inmensamente superior a lo que otros santos videntes contemplaron (
Comp. Deut. 34:12 ) . Esta apariencia "no era la naturaleza, esencial
de Dios, su gloria descubierta, porque esto no puede verlo ningún
mortal (Éxodo 33:20) sino una forma que manifestaba al ojo del hombre
el Dios invisible, de una manera discernible y que era esencialmente
distinta no sólo de la contemplación visual de Dios en la forma de
hombre (Ezeq. 1:26; Dan. 7: 9‑13 ) sino, también, de las apariciones
de Dios en el mundo externo de los sentidos en la persona y forma del
ángel de Jehová: y estaba en la misma relación estas dos formas de
revelación, en lo que toca a exactitud y claridad, en aquélla que
está la visión de una persona misma. Dios habló con Moisés sin figura,
en la plena claridad de una comunicación espiritual, en tanto que a
los profetas sólo se reveló por medio de éxtasis o de ensueños".
El ensueño se destaca notablemente
entre las formas primitivas de recibir revelaciones pero se hace menos
frecuente en épocas posteriores. Los casos más notables de ensueños
relatados en las Escrituras son el de Abimelech (Gen. 20:3‑7); el de
Jacob en Bethel (28:12) ; el de Laban en el Monte de Galaad (31: 24);
el de José respecto a las gavillas y a los luminares (37:5‑10) ; el
del copero y el panadero (40:5‑19); el del faraón (4,1:1‑32); el de
los madianitas (Juec. 7:13‑15); el de Salomón (1 Rey. 3:5; 9: 2); el
de Nabucodonosor (Dan. II y IV); el de Daniel (Dan. 7:1); el de
José (Mat. 1:20; 2:13, 19) y el de los magos del Oriente
(Mat. 2:12).
La "visión nocturna" parece haber sido, esencialmente, de la misma
naturaleza que el ensueño (compar. Dan. 2:19; 7:1; Act. 16:9; 18:9;
27:23).
Es evidente que en la naturaleza
interna del hombre existen facultades y posibilidades latentes que
sólo las ocasiones extraordinarias o ciertas condiciones peculiares
llegan a desplegar. Y es deber del intérprete notar estos hechos.
Estas facultades latentes se ven ocasionalmente en los casos de
trastornos mentales y de locura. Los fenómenos de sonambulismo y de
clarividencia, también las exhiben. Y los ensueños ordinarios,
considerados como operaciones anormales de las facultades perceptivas
sin control del juicio y de la voluntad, a menudo son de un carácter
notable e impresionante. Los sueños de José, del copero y del panadero,
y el de los madianitas, no se nos presentan como divinos o como
revelaciones sobrenaturales. Innumerables ejemplos igualmente notables
han ocurrido a otros hombres. Pero al mismo tiempo, todos los
ensueños así impresionantes sacan parcialmente a luz potencias
latentes del alma humana que bien pueden haber servido en la
comunicación de revelaciones divinas a los hombres. Dice
Delitzch: "Lo
profundo de la naturaleza interna del hombre, a la que en el
sueño
regresa, oculta mucho más de lo que es manifiesto a sí misma.
Ha sido
un error fundamental de la mayoría de los psicólogos el hacer
al alma
extenderse sólo hasta donde se extiende su conciencia; ella
abarca,
como hoy siempre se reconoce, mucha mayor abundancia de
potencias y
relaciones que las que generalmente pueden aparecer en su
conciencia.
A esta abundancia pertenece, además, la facultad de
pronosticar, que
guía y amonesta al hombre sin motivo consciente y anticipa el
futuro, facultad que en el. estado de sueño, cuando los sentidos
externos se
hallan encadenados, frecuentemente se desata y se asoma a las
lejanías
del futuro".
El significado profundo y de
grandes alcances de algunos ensueños proféticos puede verse en el de
Jacob en Bethel (Gén. 28:10‑22). Este hijo de Isaac era culpable de
gravísimas faltas pero en su alma tranquila y reflexiva se ocultaba
una potencia, una susceptibilidad para las cosas divinas, una
percepción y anhelo espiritual que le constituía en persona más apta
que Esaú para ser guía en el desarrollo de la nación escogida. Parece
haber pasado la noche en el campo abierto cerca de la ciudad de Luz
(v. 19) . Antes que la oscuridad le envolviese, indudablemente, como
hiciera Abraham en el mismo sitio largo tiempo antes, (Gén. 13:14)
dirigió la vista hacia todos los puntos al rededor y vio a lo lejos
las colinas y montañas elevándose escalonadas hacia el cielo, y esa
vista pudo ser, en parte, una preparación psicológica para su sueño,
pues cayendo dormido vio una escalera, quizá una gigantesca escalinata
compuesta de montañas apiladas unas sobre otras formando un
maravilloso camino al cielo. Los cuatro puntos princío;
i' l••s de su
sueño caen bajo cuatro "hé aquí", tres de visión, "hé aquí, una
escala", "hé aquí, ángeles", "he aquí, Jehová" (vs. 12, 13) y uno de
promesa, "hé aquí, yo soy contigo" (v. 15) . Estas palabras implican
una seria impresión en toda la revelación que tuvo Jacob. Fué. una
visión de la noche por medio de la cual se reveló en símbolo y en
promesa el gran porvenir de Jacob y de su simiente, pues Jacob al pie
de la escalinata, Jehová en la parte superior, y los ángeles subiendo
y bajando, forman en conjunto un símbolo complejo lleno de profundas
sugestiones. Indicaba, por lo menos, cuatro cosas: (1) Hay un camino
abierto entre el cielo y la tierra por el cual los espíritus pueden
ascender a Dios. (2) El ministerio de ángeles. (3) El ministerio de la
encarnación, pues la escalera era un símbolo del Hijo del Hombre, el
camino de todos, Juan 14:4‑6; Hebr. 9: 8) al más santo cielo, el
Mediador sobre quien, como único fundamento y base de toda
posibilidad de gracia, los ángeles de Dios ascienden y descienden a
ministrar a los herederos de salvación (Juan 1:52). En ese misterio de
la gracia Jehová mismo se revela, desde el tope de la escala,
agachándose para asir a este hijo de Abraham y su simiente espiritual
y elevándolos al cielo. (4) La promesa, relacionada con la visión,
(vs. 13‑15) hizo resaltar la maravillosa providencia de Dios, quien
estuvo mirando (v. 13) desde lo alto a este hombre solitario,
impotente y haciendo una bendita provisión para él y su posteridad.
No hay para qué suponer que Jacob
entendiera el lejano alcance de aquel sueño. Sin embargo, él le
indujo a formular un voto solemne y sin duda alguna por todo el resto
de su vida con frecuencia meditaría en ello. No pudo dejar de
impresionarle la convicción de que su persona era objeto de especial
cuidado de parte de Jehová y del ministerio de ángeles.
Es digno de notarse que el
registro de los ensueños proféticos de los paganos, como, por ej., los
del Faraón, su copero y su panadero, el del madianita y el de
Nabucodonosor, están acompañados de amplia explicación. Observamos,
asimismo, que los ensueños de José y los de Faraón fueron dobles, o
repetidos bajo diversas formas. Los dos sueños de José (Gén. 37:5‑11)
producían un mismo pronóstico y sus hermanos y su padre los entendían
tan bien que excitaron la envidia de aquellos y llamaron seriamente
la atención del padre. José explicó los dos ensueños del Faraón como
uno solo (Gén. 41:21) y declaró que la repetición del ensueño al
Faraón indicaba que era cosa determinada por Dios, quien estaba
apresurando su cumplimiento (v. 32). En esto tenemos una indicación
para la interpretación de otros ensueños y visiones. La visión‑ensueño
de Daniel, de las cuatro bestias que subían del mar (Dan. VII) es, en
sustancia, una repetición del ensueño de Nabucodonosor, de la gran
imagen; y las visiones de los capítulos octavo y undécimo cubren
nuevamente en parte, el mismo campo. De esa manera Dios repite sus
revelaciones bajo varias formas denotando así la certidumbre de las
mismas como propósitos determinados ,de su voluntad. Muchas visiones
del Apocalipsis son también, aparentemente, símbolos de los mismos
acontecimientos o si no, se mueven tan extensamente en el mismo campo
que dan lugar a la creencia de que, también ellas son repeticiones,
bajo la forma diversa, de cosas que pronto debían acontecer, y la
certidumbre de las cuales estaba fijada en los propósitos de Dios.
Pero, como lo hemos observado, los
ensueños fueron, más bien, las formas primitivas e inferiores de
revelación divina. Una forma más elevada fue la del éxtasis profético,
en la que el espíritu del vidente era poseído por el Espíritu de Dios
y, aunque reteniendo su conciencia humana y siendo susceptible de
emociones humanas, era arrebatado en visiones del Todopoderoso y hecho
conocedor de palabras y cosas que ningún mortal podía percibir por
medios naturales. En II Samuel 74‑17 se registra una "palabra de
Jehová" que vino a Nathan en una visión nocturna (véase ver. 17) y fue
comunicada a David. Contenía la profecía y promesa de que su trono se
establecería para siempre. Para David fue un oráculo muy
impresionante y él fue y "púsose delante de Jehová" (v. 18)
maravillándose y adorando. Tal maravilla y adoración fueron,
probablemente, en ese momento o en algún otro, un medio de inducción a
la condición psicológica y el éxtasis espiritual en qué fue compuesto
el Salmo II. David se transforma en vidente y profeta. "El espíritu
de Jehová ha hablado por mí y su palabra ha sido en mi lengua" (II
Sam. 23:2) . Es elevado en éxtasis de visión, en la cual la sustancia
de la profecía de Nathan toma una forma nueva y más elevada,
trascendiendo toda realeza y poder terrenos. Ve a Jehová entronizando
su Ungid (su Mesías) sobre Sión, monte de su santidad (Salmo 2:
2‑6) . Las naciones se enfurecen contra él y luchan por desprenderse
de su autoridad pero son enteramente vencidas por Aquél que "mora en
los cielos" y a quien son dadas las gentes por heredad. Así
vemos que el Salmo II no es una mera oda histórica
compuesta en ocasión del ascenso al trono, de David o Salomón o algún
otro príncipe terreno. Uno mayor que David y que Salomón surgió en
visión del salmista pues se le llama el Mesías, el Hijo de Jehová; se
aconseja a los reyes y jueces de la tierra que lo besen para no
perecer y se declara bienaventurados a los que en él confían. Y es
únicamente en la medida en que el intérprete alcanza una percepción
vívida del poder de tal éxtasis como le es dado, de una manera
apropiada, percibir o explicar el significado de cualquiera profecía
mesiánica.
Otra ilustración del éxtasis
profético la hallamos en las declaraciones de Ezequiel. Al comienzo de
sus profecías emplea cuatro expresiones distintas para indicar la
forma y poder en que recibía revelaciones (Ezeq. 1:1‑3). Los cielos se
abrían, veíanse visiones de Dios, la palabra del Señor vino con gran
fuerza (viniendo, vino) y la mano de Jehová fue sobre él.
Admitiendo lo que se quiera de elemento poético en estas expresiones,
aun es evidente que el profeta experimentaba una poderosa acción doble
de potencias humanas y sobrehumanas que obraban en él. Las visiones de
Dios le hacían caer sobre su rostro (v. 28) y al instante el Espíritu
lo levantaba sobre sus pies 2:1‑2. En otra ocasión la forma de una
mano se extendió y le tomó por las guedejas de su cabeza y llevóle en
visiones de Dios a Jerusalén (8: 3) . De aquí se desprendería que para
que un hombre mortal reciba conscientemente una revelación del
Espíritu Infinito son esenciales dos cosas. El espíritu humano tiene
que exaltarse divinamente o arrebatarse de su vida y operaciones
ordinarias, y el Espíritu Divino de tal manera debe tomar posesión de
las energías del hombre y vivificarlas a una percepción supersensual
que, por el momento, se conviertan en órganos del Infinito. Todo el
proceso es, manifiestamente, una operación divino‑humana. Y sin
embargo, al través de toda ella el espíritu retiene la conciencia
normal del ser humano y sabe que la visión es divina.
La misma cosa aparece también en
las visiones de Daniel. El contempla los símbolos proféticos, oye las
palabras del ángel intérprete y, también él cae sobre su rostro
abrumado por el profundo sueño que adormece los poderes activos de la
mente y la coloca enteramente en manos del ángel revelador (Dan. 8:
17‑18) . El toque del ángel lo eleva al éxtasis en el que se ve y oye
la palabra celestial. Esta forma especial de éxtasis profético parece
haber diferido del "sueño y visiones de su cabeza en su cama" (Dan.
7:1) en que esto último le sobrecogía durante los cabeceos de la
noche, en tanto que lo otro le sobrevenía durante su estado de vigilia
consciente y, probablemente, durante el acto de la oración (comp.
9:21) . El éxtasis que sobrevino a Pedro en la azotea de la casa
ocurrió en conexión con el acto de la oración y con una sensación de
gran apetito (Act. 9:10). El acto de oración fue una preparación
espiritual y el hambre suministró una condición psíquica, mediante la
cual la forma de visión y el mandato de matar y comer se hizo tanto
más impresionante. El éxtasis análogo de Pablo en el templo, en
Jerusalén, fue precedido por oración (Act. 22:17) y su experiencia de
estas "visiones y revelaciones" de Dios, narradas en II Cor. 12:14,
fué en tan trascendental rapto del alma que él no sabía si estaba en
su cuerpo o fuera de él. Es decir, no sabía si toda su persona había
sido transportada en visiones de Dios, como Ezequiel (8: 3) o si,
meramente, el espíritu había sido elevado en éxtasis de visión. Su
conciencia en este asunto parece haber sido sobrepujada por la
excesiva grandeza (uperbole) de las revelaciones (v. 7) . Y es
probable que si a Ezequiel se le hubiese preguntado si su arrebato a
Jerusalén ocurrió en el cuerpo o fuera de él, habría contestado con
tanta incertidumbre como Pablo.
El éxtasis profético, del cual son
notables ejemplos los recién citados, era, evidentemente, el ver algo
espiritualmente, una iluminación sobrenatural en la cual el ojo
natural estaba, o bien cerrado, (comp. Núm. 24:34) o bien, se
suspendían sus funciones ordinarias y los sentidos internos se
apoderaban vívidamente de la escena que se les presentaba o de la
palabra que se les revelaba. No es menester, con Delitzch, entrar en
prolijas clasificaciones, dividiendo este éxtasis divino en tres
formas, el místico, el profético y el de carisma. Todo éxtasis es
místico y el éxtasis de carisma puede haber sido profético; pero aún
podemos, con ese autor, definir el éxtasis profético como consistiendo
esencialmente en esto: en que el espíritu humano es cogido y rodeado
por el Espíritu Divino que escudriña todas las cosas, aun las
profundas de Dios, y asido con una energía tan elevadora que, siendo
apartado de sus condiciones ordinarias de limitación en el cuerpo, se
transforma completamente en ojo vidente, oído oyente, sentido
perceptor que se da cuenta perfectamente vívida de las cosas del
tiempo y la eternidad, según son presentadas por el poder y sabiduría
de Dios.
La forma más grandiosa de éxtasis
profético es aquella en que "la visión" y "la palabra" de Jehová
parecen haber sido tan absorbidas por el alma del profeta, iluminada
por el cielo, que él mismo personifica al Santo y habla en nombre de
Jehová. De esa manera entendemos los últimos capítulos de Isaías,
donde la persona del profeta, relativamente, desaparece de la vista y
Jehová se anuncia a sí mismo con el que habla. De igual manera
Zacarías anuncia la palabra de Jehová tocante a las ovejas de la
naturaleza (Zac. 11:4) pero al proceder con el divino oráculo parece
perder la conciencia de su propia personalidad y hablar en el nombre y
persona del Señor (vs. 10‑14).
Una manifestación posterior y
misteriosa, de éxtasis espiritual aparece en el don de lenguas del N.
Testamento. Entre las señales que acompañarían a los que aceptaran la
predicación de los apóstoles, se especificaba el hablar muevas"
lenguas (Marc. 16:17) y los discípulos recibieron orden de permanecer
en la ciudad de Jerusalén hasta que fuesen revestidos de poder de lo
alto (Luc. 24:49) . Sabemos lo que aconteció en el día de Pentecostés
(Act. 2: C3‑4). Una cosa semejante se manifestó en ocasión de la
conversión de Cornelio (Act. 10:4.6) lo mismo que cuando, más tarde,
Pablo impuso las manos sobre los doce discípulos de Juan el Bautista
que halló en Efeso (Act. i19: 6) . Pero el asunto se halla tratado con
mayor atención en 1ª Corint. XIV, con lo que deben compararse, también,
las referencias incidentales en los capítulos 12:10; 28 y 13:1. De
esta epístola se deduce (1) que: era un don sobrenatural, un
carisma que señalaba con cierta medida de novedad los primeros
resultados del Evangelio de Cristo. (2) Había diversas clases
(gene, clases, géneros) de lenguas (1ª Cor. 12‑10) . (3) El
hablar en lenguas era algo que se dirigía a Dios más bien que al
hombre (14:2) y una expresión de misterios que edificaban al espíritu
del que hablaba (v. 4) pero era ininteligible al entendimiento común
(nous, v. 14). (4) El hablar en lenguas tomó la forma de
adoración y se manifestó en plegarias, cánticos y acciones de gracias
(vs. 14‑16) . (5) Aunque edificaba al que hablaba no tendía a
edificar a la iglesia a menos que alguien, dotado con poder de
interpretación de lenguas, ya fuese el mismo que hablaba, u otro,
explicase lo que se decía. (6) Era una señal para el incrédulo,
probablemente acompañada de evidencias tales de lo sobrenatural como
para, impresionar al oyente al principio, con un sentimiento de pavor,
pero que hacía decir a los que no simpatizaban con el Evangelio que
los que así hablaban estaban locos o ebrios.
(v. 23; comp. Act. 2:13) .
(7 ) Era un don digno de
agradecerse ( v. 18) y cuyo uso no debía prohibirse en la iglesia (v.
39) pero había de deseárselo menos que otros carismas y,
especialmente, menos que el de profetizar, o sea, predicar (vs. 1, 5,
19) pues "mayor es el que profetiza que el que habla lenguas si, al
mismo tiempo, no interpretare".
Tal es, substancialmente, lo que
Pablo dice acerca de este notable carisma. En el día de Pentecostés
tomó la forma de apropiarse los varios dialectos de los oyentes, como
para llenar a éstos de asombro y maravilla (Act. 2: 512) . Sin
embargo, parece que esto fue una manifestación excepcional, quizá una
exhibición milagrosa, con un objeto simbólico, de todos los
géneros de lenguas (comp. 1ª Cor. 12:10), que en otras ocasiones
eran separadas e individualmente distintas. Por cierto que en la
iglesia de Corinto, el hablar en lenguas no estaba acompañado de tal
efecto sobre los oyentes como en Pentecostés. La idea, que en un
tiempo prevaleció de que este don de lenguas fue un don sobrenatural
mediante el cual los primeros predicadores del Evangelio pudieron
proclamarlo en los varios idiomas de naciones extranjeras tiene poco
en su favor. No existe indicación, aparte del milagro de Pentecostés,
de que este don sirviera jamás para ese objeto. Y aquel milagro, fuese
cual fuese su naturaleza real, parece, más bien, una señal simbólica
significando que la confusión de lenguas ocurrida como una maldición
en Babel, sería contrarrestada y abolida por el Evangelio de la nueva
vida que en ese instante amanecía sobre el mundo, como don celestial;
como una declaración de que la palabra evangélica estaba destinada a
hacerse potente en todos los idéntica de los hombres y por la viva voz
de los predicadores, y mediante el Libro, expresar sus mensajes
celestiales a las naciones, hasta que todos conozcan al Señor.
La naturaleza exacta del don de lenguas en el Nuevo Testamento
probablemente es imposible definirlo ahora. En al "unos casos puede
haber sido un éxtasis del alma, durante el cual los hombres adoraban
de una manera rara, perdiendo el dominio de una parte de sus
facultades. Algo como esto experimentó Saúl cuando tropezó con la
compañía de profetas (1º Sam. 10:9‑12) y cuando, en época posterior,
profetizó ante Samuel y cayó bajo el poder del Espíritu de Dios (1º
Sam. 19:23‑24). Otras veces puede haber sido la condición para
recibir visiones y revelaciones de Dios, como cuando Pablo fue
arrebatado al paraíso "donde oyó palabras secretas que el hombre no
puede decir" (2 Cor. 12:4) . Pudiera ser que en ese arrebato este
apóstol recibió su idea de "las lenguas de ángeles" (1ª Cor. 13:1).
Pero fuese cual fuere su verdadera naturaleza era, esencialmente, un
extático hablando de cosas misteriosas (1ª Cor. 14:2), envolviendo tan
divina comunión con Dios que elevaba el espíritu del creyente así
arrebatado al reino de lo no visto v eterno v producía en él un
sentido pavoroso de exaltación sobrenatural.
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