domingo, 17 de junio de 2012


EL SANTO AMOR DE DIOS
Ezequiel 36:22-32
 
INTRODUCCIÓN
El Domingo de Ramos es el primero de ocho días que tradicio­nalmente llamamos Semana Santa. ¡Qué nombre tan inadecuado!
Todo comenzó con un desfile bullicioso en el que hubo burros, niños que gritaban y ramas de palma que la gente agitaba. Para muchos era un llamado abierto a la revolución. Después ocurrió el desagradable encuentro con los guardias del templo. Imagine el caos: monedas que caían de las mesas volcadas, ovejas asustadas que corrían para ponerse a salvo, palomas que volaban de jaulas que se abrían al caer. Puede estar seguro de que a los soldados romanos, que observaban desde sus puestos en la fortaleza Antonio, no les pareció divertido. Tampoco a los sacerdotes aristócratas. Tal vez sus rivales, los fariseos, estaban en lo correcto acerca de este perturbador galileo.
¿Semana Santa? Más bien fue una semana de intrigas, en la que los políticos religiosos hicieron un trato secreto con uno de los discípulos de Jesús.
¿Semana Santa? Más bien fue una semana ocupada, llena de preparativos apresurados para conseguir un aposento alto privado en donde celebrar la última cena de Pascua con los amigos. Sin embar­go, la cena especial se tornó extraña cuando los arrogantes discípulos rehusaron rebajarse a realizar una tarea de siervo, pero necesaria: la de lavar pies sucios. Ellos dejaron que su Señor, ceñido sólo con una toalla, llevara a cabo personalmente la despreciable tarea. ¿Cómo podemos decir que fue una semana “santa”?
¿Semana Santa? ¿Acaso no escucha las fuertes protestas de los discípulos negándose a aceptar la advertencia de Jesús: “Uno de vosotros me va a entregar” (Mateo 26:21)?
“¡Oh, no! ¡Yo no! Los otros tal vez. ¡Pero no yo!”
¿Semana Santa? ¿No escucha la angustiada oración en el huerto de Getsemaní? “Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa; pero...” (Mateo 26:39). ¿Acaso no escucha el suspiro de aflicción cuando Jesús encontró a sus discípulos durmiendo otra vez, cuando deberían estar orando?
Después siguieron el beso de Judas, las antorchas, la guardia del templo, las espadas y la confusión masiva. Promesas quebrantadas, deserción total, juramentos y negaciones. ¿Conducta santa?
¿Semana Santa? ¿Con un tribunal improvisado e ilegal, y hasta testigos falsos? Una turba controla la situación, mientras que un polí­tico débil, cuya popularidad va declinando, procura conservar su puesto por algún tiempo más.
Burlas. La golpiza brutal. La ejecución horrorosa. El entierro apresurado. Discípulos acobardados que temen ser arrestados tam­bién. Lágrimas amargas. La confusa evaluación de tres años perdidos después de otro sueño no cumplido. Un discípulo expresó la desilusión de la mayoría: “Pero nosotros esperábamos que él fuera el que había de redimir a Israel” (Lucas 24:21). Esperanzas destruidas. Desesperación. Aun el reporte de un suicidio.
¡Y usted pensó que había tenido una mala semana!
Para entender esta extraña “Semana Santa”, vayamos a Ezequiel 36.
El Problema
Este pasaje es un recordatorio perturbador de que Dios tiene un problema. Y, nosotros somos el problema.
Sí, así es. El problema más difícil de Dios no es el mundo impío. Es la iglesia. No son los profesores y estudiantes de las universidades seculares. Son las personas de las llamadas universidades cristianas. No es la gente que duerme los domingos por la mañana después de sus fiestas de la noche anterior. Es la gente que llena las bancas de las iglesias cristianas alrededor del mundo domingo tras domingo. No son los estudiantes que inventan excusas débiles para no ir a la capilla, y logran su objetivo, o aquellos que prefieren pagar multas en vez de asistir a la capilla. Nosotros somos el problema de Dios.
No es que Dios prefiera que durmamos el domingo por la maña­na o que faltemos a los cultos de capilla con dejadez. No es que El quiera eliminar los seminarios y las universidades cristianas. Su pro­blema es que su pueblo lo ha hecho quedar mal y lo ha humillado. Hemos arruinado su reputación. Hemos profanado su santo nombre.
No. No estoy hablando de profanidad en el sentido de maldecir. El mandamiento de no tomar en vano el nombre de Dios no se refie­re primordialmente a decir malas palabras. Su preocupación no es cómo hablamos, sino cómo vivimos.
Profesamos ser el pueblo de Dios. Nos llamamos cristianos, seguidores de Jesucristo. Llevamos el nombre de Dios, pero cuando nuestra vida no hace honor a ese nombre, lo hacemos quedar mal. Cuando tratamos a Dios como a un ser común y corriente, profana­mos su santo nombre.
¿Cómo llegará el mundo incrédulo a saber que Dios existe si la iglesia vive como si El no existiera? ¿Cómo comprenderá el mundo que Dios ansía tener una relación personal con sus criaturas si noso­tros, los cristianos, tomamos a la ligera nuestra relación con El?
Se cuenta que Alejandro Magno interrogó a un joven soldado que había desertado en el calor de la batalla. Cuando el desertor fue lle­vado a juicio, el conquistador macedonio le preguntó: “Soldado, ¿cuál es su nombre?”
El desertor contestó: “Alejandro, mi señor”. Entonces Alejandro Magno ordenó al soldado que estaba al lado del joven que lo golpea­ra en la cara.
Luego le preguntó otra vez: “Soldado, ¿cuál es su nombre?”
Cuando el desertor dio la misma respuesta, el gran general se puso de pie y le ordenó: “¡Soldado, cambie de nombre o cambie de conducta!”
Si usted alguna vez ha enfrentado realmente el peligro de muer­te, tal vez sienta compasión por el joven desertor. El deseo de vivir es un impulso increíblemente fuerte. Pero, si usted ha dependido alguna vez de la lealtad de otros en una causa mayor que su comodidad personal, probablemente estará de acuerdo en que el joven recibió un castigo muy leve. Según las leyes de guerra de la antigüedad, él merecía morir.
Pero, ¿qué sucederá con aquellos que desertan al Señor del universo? Si un rey humano trata severamente a uno cuya conducta ha manchado su buen nombre y arruinado su reputación, ¿cómo debe el Rey de reyes tratar a sus súbditos indignos? Si El le diera a Pedro, y a los que nos parecemos a él, lo que merecemos, estaríamos en un problema muy serio.
El profeta Ezequiel va del problema a la solución. Pero, primero aclara que el problema no es lo que parece ser a primera vista.
Desde la perspectiva de los discípulos, el problema con la Sema­na Santa fue que Jesús los decepcionó enormemente: No resultó ser la clase de Mesías que ellos esperaban. Desde la perspectiva del pue­blo de Israel en la época de Ezequiel, el problema fue que Dios los desilusionó. El era el problema para ellos. Después de todo, estaban cautivos en Babilonia. Su tierra había sido desolada. Su templo yacía en ruinas. Y sentían lástima por ellos mismos. Habían perdido la esperanza. Pensaban que Dios les había fallado. Se imaginaban que Dios no se preocupaba por ellos. Ni siquiera estaban seguros de que El existiera.
Ese es el tema de la historia de Ezequiel en el valle de los huesos secos, en el capítulo 37. En los versículos 11-14, Dios le habla al pro­feta Ezequiel:
Luego me dijo: “Hijo de hombre, todos estos huesos son la casa de Israel. Ellos dicen: ‘Nuestros huesos se secaron y pereció nuestra esperanza. ¡Estamos totalmente destruidos!’ Por tanto, profetiza, y diles que así ha dicho Jehová, el Señor: Yo abro vuestros sepulcros, pueblo mío; os haré subir de vuestras sepulturas y os traeré a la tierra de Israel. Y sabréis que yo soy Jehová, cuando abra vuestros sepulcros y os saque de vuestras sepulturas, pueblo mío. Pondré mi espíritu en vosotros y viviréis, y os estableceré en vuestra tierra. Y sabréis que yo, Jehová, lo dije y lo hice, dice Jehová”.
En el medio oriente, el dios de una nación estaba estrechamente ligado con el “bienestar físico de la nación: cosechas, rebaños, salud, paz. En tal contexto...si sufrían una derrota militar, sólo había dos posibles razones. El pueblo había pecado y su dios los estaba juzgando, o ellos no habían pecado y su dios simplemente era incapaz de cuidarlos.
“En cualquier caso, los demás se burlaban de ese pueblo y su dios estaba expuesto al ridículo”.
Este es el mensaje de Ezequiel 36:17-21:
Hijo de hombre, mientras la casa de Israel habitaba en su tierra, la contaminó con su mala conducta y con sus obras...Y derramé mi ira sobre ellos por [su violencia e idolatría]...Los esparcí por las naciones... los juzgué [enviándolos al exilio]. Y cuando llegaron a las naciones adonde fueron, profanaron mi santo nombre, diciéndose de ellos: “Estos son pueblo de Jehová...” Pero he sentido dolor al ver mi santo nombre profanado por la casa de Israel entre las naciones adonde fueron.
¡Qué tragedia! El pueblo de Dios no lo conoce. Saben quién es, pero conocer a alguien, en el sentido hebreo, involucra más que reunir datos sobre esa persona. Conocer a Dios no es sólo tener una teología correcta. El conocimiento en el sentido bíblico involucra una relación personal íntima. Pero, es aún más. Conocer a Dios no es sólo haber tenido una experiencia religiosa en el pasado. Conocer a Dios es continuar confiando en El y obedeciéndole. Es evidente que el pueblo de Dios carecía de ese conocimiento. Al experimentar su juicio, no habían aprendido que debían abandonar su vida pecaminosa. Sus vidas no armonizaban con la fe que profesaban. Eran ateos prácticos.
Si existe un Dios, vivir como si no lo hubiera es, en “última instancia, irracional, y un suicidio disfrazado”. Conocer a Dios como el “Santo de Israel” (Isaías 1:4) es caer en cuenta de que su santidad consume todo lo que no es santo. Rechazar a Dios es pedir que su juicio caiga sobre nosotros.
El Propósito
Desde la perspectiva de Dios, el problema es que su pueblo ha arruinado la reputación de El. Su propósito es restaurar su buen nombre. Para hacerlo, El planea llevar de regreso a la Tierra Prometida a su pueblo exilado.
Por tanto, di a la casa de Israel: Así ha dicho Jehová, el Señor: No lo hago por vosotros, casa de Israel, sino por causa de mi santo nombre, el cual profanasteis vosotros entre las naciones adonde habéis llegado. Santificaré mi gran nombre, profanado entre las naciones, el cual profanasteis vosotros en medio de ellas. Y sabrán las naciones que yo soy Jehová, dice Jehová, el Señor, cuando sea santificado en vosotros delante de sus ojos (Ezequiel 36:22-23).
Cuando decimos el Padrenuestro —“Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre” (Mateo 6:9) — estamos orando que Dios reivindique su santidad, que pruebe que El es Dios, que la iglesia y el mundo lo conozcan como el Dios santo que es.
El Domingo de Resurrección no fue el evento culminante de una semana maravillosa; fue la reivindicación de Dios ante la perversidad de la humanidad. Sin la resurrección de Jesús, el Viernes Santo hubiera sido un viernes trágico, seguido por muchos lunes tristes, luego el olvido y, finalmente, todo habría continuado como antes. Los discípulos hubieran vuelto a trabajar con sus redes y sus cobros de impuestos. Y, pronto el recuerdo del humilde Nazareno se habría desvanecido por completo. Sin embargo, ¡Dios reivindicó su santidad!
Cuando Dios juzga o cuando muestra su misericordia en la historia de su pueblo, lo hace con un propósito. ¿Ha notado la frase que resalta claramente en ambos extremos de nuestro pasaje, en los ver­sículos 22 y 32? “No lo hago por vosotros”.
La restauración de Israel de parte de Dios no se debe primordialmente a que El sienta lástima por ellos. No se debe a que ellos lo merezcan. Ni siquiera es porque se han arrepentido de sus pecados. Por el contrario, Dios espera que su misericordioso acto de restaura­ción les cause tal aflicción que lamenten su conducta al punto de arrepentirse.
Minimizamos lo grave de nuestro pecado y afrentamos a Dios cuando sencillamente decimos: “¡Fallé!” Y, no comprendemos lo que es el arrepentimiento cuando pensamos que sólo involucra derramar algunas lágrimas en el altar cuando nos plazca.
El arrepentimiento no es sólo lamentar que hayan descubierto nuestros pecados. El arrepentimiento es reconocer que hemos ofendido a un Dios santo. No es sólo abandonar la conducta pecaminosa, sino también negarse a repetir el mismo pecado en el futuro si se pre­sentara la oportunidad.
Si es así, yo no puedo decidir simplemente que me arrepentiré cuando me sienta con ánimo para hacerlo. Sin la gracia de Dios, interceptando mi andar por el camino a la autodestrucción y dándome el poder para vivir en una forma diferente, no puedo arrepentirme en verdad y nunca lo haré. Por esa razón Dios dice:
No lo hago por vosotros, dice Jehová, el Señor, sabedlo bien. ¡Avergonzaos y cubríos de deshonra por vuestras iniquidades, casa de Israel!...os [purificaré]…haré también que sean habitadas [sus] ciudades…Y las naciones que queden en vuestros alrededores sabrán que yo reedifiqué lo que estaba derribado y planté lo que estaba desolado; yo Jehová, he hablado, y lo haré (Ezequiel 36:32-33, 36)
Como un disco rayado, este estribillo suena una y otra vez en la profecía de Ezequiel. En las páginas de mi Biblia, abierta en los capítulos 36—37 (Reina-Valera 1960) puedo verlo seis veces:
36:11-“Y sabréis que yo soy Jehová”.
36:23-“Y sabrán las naciones que yo soy Jehová”.
36:36-“Y las naciones…sabrán que…yo [soy] Jehová”.
36:38-“Y sabrán que yo soy Jehová”.
37:6-“Y sabréis que yo soy Jehová”.
37:13-“Y sabréis que yo soy Jehová”.
En Ezequiel 6:7 aparece la frase por primera vez. Desde el capítulo 6 al 38 de Ezequiel, Dios le asegura 60 veces al profeta que hará algo para que su pueblo sepa que El es Dios—que El está con ellos—y para que el mundo incrédulo sepa también que El es Dios. Nunca comprenderemos que necesitamos santidad a menos que veamos a Dios como amor santo.
Vea las palabras de Isaías 43:
Ahora, así dice Jehová, Creador tuyo, Jacob, y Formador tuyo, Israel: No temas, porque yo te redimí; te puse nombre, mío eres tú. Cuando pases por las aguas, yo estaré contigo; y si por los ríos, no te anegarán. Cuando pases por el fuego, no te quemarás ni la llama arderá en ti. Porque yo, Jehová, Dios tuyo, el Santo de Israel, soy tu Salvador...Porque a mis ojos eres de gran estima, eres honorable y yo te he amado...No temas, porque yo estoy contigo; del oriente traeré tu descendencia y del occidente te recogeré. Diré al norte: “¡Da acá!”, y al sur: “¡No los retengas; trae de lejos a mis hijos, y a mis hijas de los confines de la tierra, a todos los llamados de mi nombre, que para gloria mía los he creado, los formé y los hice!”...“Vosotros sois mis testigos, dice Jehová...para que me conozcáis y creáis y entendáis que yo mismo soy; antes de mí no fue formado dios ni lo será después mí. Yo, yo soy Jehová, y fuera de mí no hay quien salve...yo soy Dios. Aun antes que hubiera día, yo era...Yo, Jehová, Santo vuestro, Creador de Israel, vuestro Rey...No os acordéis de las cosas pasadas ni traigáis a la memoria las cosas antiguas. He aquí que yo hago cosa nueva...Este pueblo he creado para mí; mis alabanzas publicará...Yo, yo soy quien borro tus rebeliones por amor de mí mismo, y no me acordaré de tus pecados” (vv. 1-7, 10-11, 12-13, 15, 18-19, 21, 25).
Dios no está ansioso de abandonar su relación de pacto con su pueblo rebelde. Por el contrario, Ezequiel nos asegura que, aunque el pueblo de Dios no ha guardado sus promesas y ha olvidado su pacto con El, El no ha olvidado. El recordará su pacto para que su pueblo sepa que El es el Señor, para que recuerde y sienta remordimiento, se arrepienta y regrese a El (16:59-63).
El propósito de Dios es transformar todo el mundo. Pero, si el mundo ha de llegar a saber que hay un Dios, que El es el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, y que El es santo, los que afirmamos ser su pueblo debemos comenzar a tomar su santidad seriamente.
En Ezequiel 34, Dios dice: “Estableceré con ellos un pacto de paz…habitarán en el desierto con seguridad...Y daré bendición a ellos… y sabrán que yo soy Jehová...Y sabrán que yo, Jehová, su Dios, estoy con ellos, y que ellos son mi pueblo” (vv. 25-27, 30).
El Plan
Dios tiene un problema, y nosotros somos el problema. El tiene un propósito: Que le conozcan como es El verdaderamente —el Santo, Jehová Dios. Según Ezequiel, el propósito de Dios era restaurar su reputación arruinada. Y El tenía un plan para hacerlo.
Y yo os tomaré de las naciones, os recogeré de todos los países y os traeré a vuestro país. Esparciré sobre vosotros agua limpia y seréis purificados de todas vuestras impurezas, y de todos vuestros ídolos os limpiaré. Os daré un corazón nuevo y pondré un espíritu nuevo dentro de vosotros. Quitaré de vosotros el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Pondré dentro de vosotros mi espíritu, y haré que andéis en mis estatutos y que guardéis mis preceptos y los pongáis por obra (Ezequiel 36:24-27).
Dios no se da por vencido con nosotros fácilmente. De acuerdo a las Escrituras, somos su único plan para darlo a conocer al mundo. El plan de Dios no es rechazar a su pueblo, a pesar de la forma en que lo hemos tratado.
Por el contrario, su plan es restaurar su reputación reuniendo a su pueblo disperso. El planea llevarnos de nuestra tierra de exilio. Nos reagrupará para formar un pueblo unido. Y nos llevará de vuelta a la Tierra Prometida. El nos restaurará, declarará nuevamente que somos su pueblo y nos renovará. Nos limpiará de nuestro pecado y nos dará un nuevo comienzo. Nos dará su Espíritu para que podamos obedecer. Nos reconstruirá. Removerá nuestros corazones obstinados y los remplazará con corazones que responderán a El. Dará nueva dirección a nuestras vidas para que, en vez de rebelión, nuestra respuesta sea obediencia sincera.
Sospecho que Dios está hastiado de las llamadas calcomanías cristianas en los parachoques de los automóviles. Cuando le anunciamos al mundo: “Sea paciente conmigo, Dios aún no ha terminado de trabajar en mí”, lo que estamos diciendo, en efecto, es: “Eh, no me culpe si no vivo como cristiano. Dios tiene la culpa”. Cuando justificamos nuestra mala conducta con el dicho: “No soy perfecto, ¡sólo perdonado!”, implicamos: “No espere mucho de Dios ni de la fe cristiana, ¡ni de mí, por cierto! Soy igual a usted, sólo que yo tengo entrada al cielo, y usted no”. El cristianismo popular, que afirma que la vida santa es opcional, debe desagradarle a Dios sobremanera. En realidad ha arruinado su reputación.
Promesa
Dios tiene un problema: nosotros. Hemos frustrado su plan: que por medio de nosotros, el mundo supiera que El es Dios. Sin embargo, El no ha abandonado su propósito. Merecemos que nos rechace como algo inservible, pero en vez de hacer eso, El promete “reciclarnos”.
Muy a menudo pensamos que el Antiguo Testamento es un libro de leyes. Y lo es. Pero, ¿quién puede pasar por alto la gracia en el pasaje que estamos estudiando? Aunque sólo merecemos ser castigados, por representar tan mal a Dios, El promete darnos una segunda oportunidad.
…vosotros seréis mi pueblo, y yo seré vuestro Dios. Yo os guardaré de todas vuestras impurezas...Os acordaréis de vuestra mala conducta y de vuestras obras que no fueron buenas, y os avergonzaréis de vosotros mismos por vuestras iniquidades y por vuestras abominaciones. No lo hago por vosotros, dice Jehová, el Señor, sabedlo bien. ¡Avergonzaos...por vuestras iniquidades, casa de Israel! (Ezequiel 36:28-29, 31-32).
Aunque debiéramos ser personas rechazadas —indignos representantes de Dios— El promete restaurarnos para El. Promete darnos la relación más íntima con El: “Vosotros seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios” (36:28). Dios quiere librarnos de nuestros pecados. El restaurará nuestros recursos debilitados. Reconstruirá nuestras vidas quebrantadas y quitará nuestro oprobio.
¡Qué Dios! ¡Qué gracia! ¡Qué amor!
¡Qué vergonzoso!
Cuando nos vemos desde la perspectiva de Dios, dejamos de sentir lástima de nosotros mismos. Dejamos de preguntarnos: ¿Por qué yo? Cuando recordamos cómo le hemos fallado a Dios, revaluamos nuestras vidas. Sintiendo vergüenza, nos arrepentimos y volvemos al Dios que nos da, no lo que merecemos, sino lo que necesitamos.
Conclusión
Tal vez usted haya escuchado la historia del sargento airado que golpeó a un soldado raso en la cara sin razón alguna. En respuesta al maltrato inmerecido, el soldado prometió: “Sargento, haré que se arrepienta de lo que ha hecho, aunque sea lo último que yo haga”.
Más tarde, en el calor de la batalla, el soldado injustamente mal­tratado salvó la vida del oficial. El desconcertado sargento le extendió la mano en señal de amistad y le preguntó: “¿Por qué arriesgó su vida para salvar la mía, después del trato que le di?” El soldado, dándole la mano, respondió: “Sargento, le dije que haría que se arrepintiera por ello, aunque fuera lo último que hiciera”.
¡Qué muestra de perdón! ¡Qué muestra de la semejanza a Cristo! ¡Qué muestra de conducta cristiana!
Sí, Dios tiene un problema. Pero, no es el mal carácter. No es la injusticia. Nosotros somos el problema. Debe alegramos que Dios tenía un plan para dar a conocer al mundo la verdad acerca de El, ¡a pesar de nosotros! Regocijémonos porque El tuvo un propósito al restaurarnos, para que aún pudiéramos ser sus instrumentos a fin de darlo a conocer. Celebremos que El prometió damos lo que necesitamos, ¡no lo que merecemos!
Si realmente entendemos estas verdades durante la Semana Santa, veremos la cruz desde una perspectiva completamente diferente. Fue el último esfuerzo de Dios para que nos arrepintiéramos de haber profanado su santo nombre, aunque fuera lo último que El hiciera.
¿Y qué de la resurrección? ¡Fue la vindicación de la santidad de Dios! Jesús tenía la razón, sus acusadores estaban equivocados.
Por lo tanto, ahora a nosotros nos toca actuar: a usted y a mí. Si hemos sido culpables de arruinar la reputación de Dios, ¿qué debemos hacer? ¿Nos acercaremos a El y aceptaremos su perdón y limpieza? O, ¿continuaremos humillándolo y rechazando su santo amor? Sus brazos aún están abiertos para recibirnos y darnos un nuevo comienzo. Sólo es el comienzo, pero es el requisito para seguir el camino de santidad.
Un himno de Carlos Wesley provee una conclusión apropiada:
¿Cómo puede ser que el Salvador
Por mí su sangre derramó?
¿Murió El por mí, quien causó su dolor?
¿Por mí, quien su muerte buscó?
¡Oh, qué amor! ¿Cómo puede ser
Que Tú, mi Dios, murieras por mí?
¡Es un misterio! ¡El Inmortal murió!
¿Quién puede entender su divino plan?
¡En vano el ángel quiere entender
El profundo amor del Creador
¡Al Dios de amor, adorad!
¡Oh, ángeles, cesad de inquirir!
¡Del Padre, el trono El dejó!
¡Su gracia infinita es!
Dejó El todo, excepto su amor,
Su sangre por nos derramó.
Misericordia tan inmensa
El demostró al encontrarme a mí.
Mi espíritu cautivo fue,
Esclavizado al pecado, en oscuridad.
Tu mirada irradióme luz,
Y desperté y vi tu resplandor
Mi corazón libre quedó,
Me levanté y te seguí.
No temo más la condenación.
¡Jesús y, en El, todo mío es!
Ahora vivo en mi Señor,
Vestido en justicia de mi gran Dios.
Ya sin temor al trono voy,
Por Cristo corona me dará Dios.


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