EL SANTO AMOR DE DIOS
Ezequiel 36:22-32
INTRODUCCIÓN
El Domingo de Ramos es el primero
de ocho días que tradicionalmente llamamos Semana Santa. ¡Qué
nombre tan inadecuado!
Todo comenzó con un desfile
bullicioso en el que hubo burros, niños que gritaban y ramas de
palma que la gente agitaba. Para muchos era un llamado abierto a la
revolución. Después ocurrió el desagradable encuentro con los
guardias del templo. Imagine el caos: monedas que caían de las mesas
volcadas, ovejas asustadas que corrían para ponerse a salvo,
palomas que volaban de jaulas que se abrían al caer. Puede estar
seguro de que a los soldados romanos, que observaban desde sus
puestos en la fortaleza Antonio, no les pareció divertido. Tampoco a
los sacerdotes aristócratas. Tal vez sus rivales, los fariseos,
estaban en lo correcto acerca de este perturbador galileo.
¿Semana Santa? Más bien fue una
semana de intrigas, en la que los políticos religiosos hicieron un
trato secreto con uno de los discípulos de Jesús.
¿Semana Santa? Más bien fue una
semana ocupada, llena de preparativos apresurados para conseguir un
aposento alto privado en donde celebrar la última cena de Pascua con
los amigos. Sin embargo, la cena especial se tornó extraña cuando
los arrogantes discípulos rehusaron rebajarse a realizar una tarea
de siervo, pero necesaria: la de lavar pies sucios. Ellos dejaron
que su Señor, ceñido sólo con una toalla, llevara a cabo
personalmente la despreciable tarea. ¿Cómo podemos decir que fue una
semana “santa”?
¿Semana Santa? ¿Acaso no escucha
las fuertes protestas de los discípulos negándose a aceptar la
advertencia de Jesús: “Uno de vosotros me va a entregar” (Mateo
26:21)?
“¡Oh, no! ¡Yo no! Los otros tal
vez. ¡Pero no yo!”
¿Semana Santa? ¿No escucha la
angustiada oración en el huerto de Getsemaní? “Padre mío, si es
posible, pase de mí esta copa; pero...” (Mateo 26:39). ¿Acaso no
escucha el suspiro de aflicción cuando Jesús encontró a sus
discípulos durmiendo otra vez, cuando deberían estar orando?
Después siguieron el beso de
Judas, las antorchas, la guardia del templo, las espadas y la
confusión masiva. Promesas quebrantadas, deserción total, juramentos
y negaciones. ¿Conducta santa?
¿Semana Santa? ¿Con un tribunal
improvisado e ilegal, y hasta testigos falsos? Una turba controla la
situación, mientras que un político débil, cuya popularidad va
declinando, procura conservar su puesto por algún tiempo más.
Burlas. La golpiza brutal. La
ejecución horrorosa. El entierro apresurado. Discípulos acobardados
que temen ser arrestados también. Lágrimas amargas. La confusa
evaluación de tres años perdidos después de otro sueño no cumplido.
Un discípulo expresó la desilusión de la mayoría: “Pero nosotros
esperábamos que él fuera el que había de redimir a Israel” (Lucas
24:21). Esperanzas destruidas. Desesperación. Aun el reporte de un
suicidio.
¡Y usted pensó que había
tenido una mala semana!
Para entender esta extraña “Semana
Santa”, vayamos a Ezequiel 36.
El Problema
Este pasaje es un recordatorio
perturbador de que Dios tiene un problema. Y, nosotros somos el
problema.
Sí, así es. El problema más
difícil de Dios no es el mundo impío. Es la iglesia. No son los
profesores y estudiantes de las universidades seculares. Son las
personas de las llamadas universidades cristianas. No es la gente
que duerme los domingos por la mañana después de sus fiestas de la
noche anterior. Es la gente que llena las bancas de las iglesias
cristianas alrededor del mundo domingo tras domingo. No son los
estudiantes que inventan excusas débiles para no ir a la capilla, y
logran su objetivo, o aquellos que prefieren pagar multas en vez de
asistir a la capilla. Nosotros somos el problema de Dios.
No es que Dios prefiera que
durmamos el domingo por la mañana o que faltemos a los cultos de
capilla con dejadez. No es que El quiera eliminar los seminarios y
las universidades cristianas. Su problema es que su pueblo lo ha
hecho quedar mal y lo ha humillado. Hemos arruinado su reputación.
Hemos profanado su santo nombre.
No. No estoy hablando de
profanidad en el sentido de maldecir. El mandamiento de no tomar en
vano el nombre de Dios no se refiere primordialmente a decir malas
palabras. Su preocupación no es cómo hablamos, sino cómo vivimos.
Profesamos ser el pueblo de Dios.
Nos llamamos cristianos, seguidores de Jesucristo. Llevamos el
nombre de Dios, pero cuando nuestra vida no hace honor a ese nombre,
lo hacemos quedar mal. Cuando tratamos a Dios como a un ser común y
corriente, profanamos su santo nombre.
¿Cómo llegará el mundo incrédulo a
saber que Dios existe si la iglesia vive como si El no existiera?
¿Cómo comprenderá el mundo que Dios ansía tener una relación
personal con sus criaturas si nosotros, los cristianos, tomamos a
la ligera nuestra relación con El?
Se cuenta que Alejandro Magno
interrogó a un joven soldado que había desertado en el calor de la
batalla. Cuando el desertor fue llevado a juicio, el conquistador
macedonio le preguntó: “Soldado, ¿cuál es su nombre?”
El desertor contestó: “Alejandro,
mi señor”. Entonces Alejandro Magno ordenó al soldado que estaba al
lado del joven que lo golpeara en la cara.
Luego le preguntó otra vez:
“Soldado, ¿cuál es su nombre?”
Cuando el desertor dio la misma
respuesta, el gran general se puso de pie y le ordenó: “¡Soldado,
cambie de nombre o cambie de conducta!”
Si usted alguna vez ha enfrentado
realmente el peligro de muerte, tal vez sienta compasión por el
joven desertor. El deseo de vivir es un impulso increíblemente
fuerte. Pero, si usted ha dependido alguna vez de la lealtad de
otros en una causa mayor que su comodidad personal, probablemente
estará de acuerdo en que el joven recibió un castigo muy leve. Según
las leyes de guerra de la antigüedad, él merecía morir.
Pero, ¿qué sucederá con aquellos
que desertan al Señor del universo? Si un rey humano trata
severamente a uno cuya conducta ha manchado su buen nombre y
arruinado su reputación, ¿cómo debe el Rey de reyes tratar a sus
súbditos indignos? Si El le diera a Pedro, y a los que nos parecemos
a él, lo que merecemos, estaríamos en un problema muy serio.
El profeta Ezequiel va del
problema a la solución. Pero, primero aclara que el problema no es
lo que parece ser a primera vista.
Desde la perspectiva de los
discípulos, el problema con la Semana Santa fue que Jesús los
decepcionó enormemente: No resultó ser la clase de Mesías que ellos
esperaban. Desde la perspectiva del pueblo de Israel en la época de
Ezequiel, el problema fue que Dios los desilusionó. El era el
problema para ellos. Después de todo, estaban cautivos en Babilonia.
Su tierra había sido desolada. Su templo yacía en ruinas. Y sentían
lástima por ellos mismos. Habían perdido la esperanza. Pensaban que
Dios les había fallado. Se imaginaban que Dios no se preocupaba por
ellos. Ni siquiera estaban seguros de que El existiera.
Ese es el tema de la historia de
Ezequiel en el valle de los huesos secos, en el capítulo 37. En los
versículos 11-14, Dios le habla al profeta Ezequiel:
Luego me dijo: “Hijo de hombre,
todos estos huesos son la casa de Israel. Ellos dicen: ‘Nuestros
huesos se secaron y pereció nuestra esperanza. ¡Estamos totalmente
destruidos!’ Por tanto, profetiza, y diles que así ha dicho Jehová,
el Señor: Yo abro vuestros sepulcros, pueblo mío; os haré subir de
vuestras sepulturas y os traeré a la tierra de Israel. Y sabréis que
yo soy Jehová, cuando abra vuestros sepulcros y os saque de vuestras
sepulturas, pueblo mío. Pondré mi espíritu en vosotros y viviréis, y
os estableceré en vuestra tierra. Y sabréis que yo, Jehová, lo dije
y lo hice, dice Jehová”.
En el medio oriente, el dios de
una nación estaba estrechamente ligado con el “bienestar físico de
la nación: cosechas, rebaños, salud, paz. En tal contexto...si
sufrían una derrota militar, sólo había dos posibles razones. El
pueblo había pecado y su dios los estaba juzgando, o ellos no habían
pecado y su dios simplemente era incapaz de cuidarlos.
“En cualquier caso, los demás se
burlaban de ese pueblo y su dios estaba expuesto al ridículo”.
Este es el mensaje de Ezequiel
36:17-21:
Hijo de hombre, mientras la casa
de Israel habitaba en su tierra, la contaminó con su mala conducta y
con sus obras...Y derramé mi ira sobre ellos por [su violencia e
idolatría]...Los esparcí por las naciones... los juzgué [enviándolos
al exilio]. Y cuando llegaron a las naciones adonde fueron,
profanaron mi santo nombre, diciéndose de ellos: “Estos son pueblo
de Jehová...” Pero he sentido dolor al ver mi santo nombre profanado
por la casa de Israel entre las naciones adonde fueron.
¡Qué tragedia! El pueblo de Dios
no lo conoce. Saben quién es, pero conocer a alguien, en el sentido
hebreo, involucra más que reunir datos sobre esa persona. Conocer a
Dios no es sólo tener una teología correcta. El conocimiento en el
sentido bíblico involucra una relación personal íntima. Pero, es aún
más. Conocer a Dios no es sólo haber tenido una experiencia
religiosa en el pasado. Conocer a Dios es continuar confiando en El
y obedeciéndole. Es evidente que el pueblo de Dios carecía de ese
conocimiento. Al experimentar su juicio, no habían aprendido que
debían abandonar su vida pecaminosa. Sus vidas no armonizaban con la
fe que profesaban. Eran ateos prácticos.
Si existe un Dios, vivir como si
no lo hubiera es, en “última instancia, irracional, y un suicidio
disfrazado”. Conocer a Dios como el “Santo de Israel”
(Isaías 1:4) es caer en cuenta de que su santidad consume todo lo
que no es santo. Rechazar a Dios es pedir que su juicio caiga sobre
nosotros.
El Propósito
Desde la perspectiva de Dios, el
problema es que su pueblo ha arruinado la reputación de El. Su
propósito es restaurar su buen nombre. Para hacerlo, El planea
llevar de regreso a la Tierra Prometida a su pueblo exilado.
Por tanto, di a la casa de Israel:
Así ha dicho Jehová, el Señor: No lo hago por vosotros, casa de
Israel, sino por causa de mi santo nombre, el cual profanasteis
vosotros entre las naciones adonde habéis llegado. Santificaré mi
gran nombre, profanado entre las naciones, el cual profanasteis
vosotros en medio de ellas. Y sabrán las naciones que yo soy Jehová,
dice Jehová, el Señor, cuando sea santificado en vosotros delante de
sus ojos (Ezequiel 36:22-23).
Cuando decimos el Padrenuestro
—“Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre”
(Mateo 6:9) — estamos orando que Dios reivindique su santidad, que
pruebe que El es Dios, que la iglesia y el mundo lo conozcan como el
Dios santo que es.
El Domingo de Resurrección no fue
el evento culminante de una semana maravillosa; fue la
reivindicación de Dios ante la perversidad de la humanidad. Sin la
resurrección de Jesús, el Viernes Santo hubiera sido un viernes
trágico, seguido por muchos lunes tristes, luego el olvido y,
finalmente, todo habría continuado como antes. Los discípulos
hubieran vuelto a trabajar con sus redes y sus cobros de impuestos.
Y, pronto el recuerdo del humilde Nazareno se habría desvanecido por
completo. Sin embargo, ¡Dios reivindicó su santidad!
Cuando Dios juzga o cuando muestra
su misericordia en la historia de su pueblo, lo hace con un
propósito. ¿Ha notado la frase que resalta claramente en ambos
extremos de nuestro pasaje, en los versículos 22 y 32? “No lo hago
por vosotros”.
La restauración de Israel de parte
de Dios no se debe primordialmente a que El sienta lástima por
ellos. No se debe a que ellos lo merezcan. Ni siquiera es porque se
han arrepentido de sus pecados. Por el contrario, Dios espera que su
misericordioso acto de restauración les cause tal aflicción que
lamenten su conducta al punto de arrepentirse.
Minimizamos lo grave de nuestro
pecado y afrentamos a Dios cuando sencillamente decimos: “¡Fallé!”
Y, no comprendemos lo que es el arrepentimiento cuando pensamos que
sólo involucra derramar algunas lágrimas en el altar cuando nos
plazca.
El arrepentimiento no es sólo
lamentar que hayan descubierto nuestros pecados. El arrepentimiento
es reconocer que hemos ofendido a un Dios santo. No es sólo
abandonar la conducta pecaminosa, sino también negarse a repetir el
mismo pecado en el futuro si se presentara la oportunidad.
Si es así, yo no puedo decidir
simplemente que me arrepentiré cuando me sienta con ánimo para
hacerlo. Sin la gracia de Dios, interceptando mi andar por el
camino a la autodestrucción y dándome el poder para vivir en una
forma diferente, no puedo arrepentirme en verdad y nunca lo haré.
Por esa razón Dios dice:
No lo hago por vosotros, dice
Jehová, el Señor, sabedlo bien. ¡Avergonzaos y cubríos de deshonra
por vuestras iniquidades, casa de Israel!...os [purificaré]…haré
también que sean habitadas [sus] ciudades…Y las naciones que queden
en vuestros alrededores sabrán que yo reedifiqué lo que estaba
derribado y planté lo que estaba desolado; yo Jehová, he hablado, y
lo haré (Ezequiel 36:32-33, 36)
Como un disco rayado, este estribillo
suena una y otra vez en la profecía de Ezequiel. En las páginas de
mi Biblia, abierta en los capítulos 36—37 (Reina-Valera 1960) puedo
verlo seis veces:
36:11-“Y sabréis que yo soy Jehová”.
36:23-“Y sabrán las naciones que yo
soy Jehová”.
36:36-“Y las naciones…sabrán que…yo
[soy] Jehová”.
36:38-“Y sabrán que yo soy Jehová”.
37:6-“Y sabréis que yo soy Jehová”.
37:13-“Y sabréis que yo soy Jehová”.
En Ezequiel 6:7 aparece la frase por
primera vez. Desde el capítulo 6 al 38 de Ezequiel, Dios le asegura
60 veces al profeta que hará algo para que su pueblo sepa que El es
Dios—que El está con ellos—y para que el mundo incrédulo sepa
también que El es Dios. Nunca comprenderemos que necesitamos
santidad a menos que veamos a Dios como amor santo.
Vea las palabras de Isaías 43:
Ahora, así dice Jehová, Creador
tuyo, Jacob, y Formador tuyo, Israel: No temas, porque yo te redimí;
te puse nombre, mío eres tú. Cuando pases por las aguas, yo estaré
contigo; y si por los ríos, no te anegarán. Cuando pases por el
fuego, no te quemarás ni la llama arderá en ti. Porque yo, Jehová,
Dios tuyo, el Santo de Israel, soy tu Salvador...Porque a mis ojos
eres de gran estima, eres honorable y yo te he amado...No temas,
porque yo estoy contigo; del oriente traeré tu descendencia y del
occidente te recogeré. Diré al norte: “¡Da acá!”, y al sur: “¡No los
retengas; trae de lejos a mis hijos, y a mis hijas de los confines
de la tierra, a todos los llamados de mi nombre, que para gloria
mía los he creado, los formé y los hice!”...“Vosotros sois mis
testigos, dice Jehová...para que me conozcáis y creáis y entendáis
que yo mismo soy; antes de mí no fue formado dios ni lo será después
mí. Yo, yo soy Jehová, y fuera de mí no hay quien salve...yo soy
Dios. Aun antes que hubiera día, yo era...Yo, Jehová, Santo vuestro,
Creador de Israel, vuestro Rey...No os acordéis de las cosas pasadas
ni traigáis a la memoria las cosas antiguas. He aquí que yo hago
cosa nueva...Este pueblo he creado para mí; mis alabanzas
publicará...Yo, yo soy quien borro tus rebeliones por amor de mí
mismo, y no me acordaré de tus pecados” (vv. 1-7, 10-11, 12-13, 15,
18-19, 21, 25).
Dios no está ansioso de abandonar
su relación de pacto con su pueblo rebelde. Por el contrario,
Ezequiel nos asegura que, aunque el pueblo de Dios no ha guardado
sus promesas y ha olvidado su pacto con El, El no ha olvidado. El
recordará su pacto para que su pueblo sepa que El es el Señor, para
que recuerde y sienta remordimiento, se arrepienta y regrese a El
(16:59-63).
El propósito de Dios es
transformar todo el mundo. Pero, si el mundo ha de llegar a saber
que hay un Dios, que El es el Dios y Padre de nuestro Señor
Jesucristo, y que El es santo, los que afirmamos ser su pueblo
debemos comenzar a tomar su santidad seriamente.
En Ezequiel 34, Dios dice:
“Estableceré con ellos un pacto de paz…habitarán en el desierto con
seguridad...Y daré bendición a ellos… y sabrán que yo soy Jehová...Y
sabrán que yo, Jehová, su Dios, estoy con ellos, y que ellos son mi
pueblo” (vv. 25-27, 30).
El Plan
Dios tiene un problema, y nosotros
somos el problema. El tiene un propósito: Que le conozcan como es El
verdaderamente —el Santo, Jehová Dios. Según Ezequiel, el propósito
de Dios era restaurar su reputación arruinada. Y El tenía un plan
para hacerlo.
Y yo os tomaré de las naciones, os
recogeré de todos los países y os traeré a vuestro país. Esparciré
sobre vosotros agua limpia y seréis purificados de todas vuestras
impurezas, y de todos vuestros ídolos os limpiaré. Os daré un
corazón nuevo y pondré un espíritu nuevo dentro de vosotros. Quitaré
de vosotros el corazón de piedra y os daré un corazón de carne.
Pondré dentro de vosotros mi espíritu, y haré que andéis en mis
estatutos y que guardéis mis preceptos y los pongáis por obra
(Ezequiel 36:24-27).
Dios no se da por vencido con
nosotros fácilmente. De acuerdo a las Escrituras, somos su único
plan para darlo a conocer al mundo. El plan de Dios no es rechazar a
su pueblo, a pesar de la forma en que lo hemos tratado.
Por el contrario, su plan es
restaurar su reputación reuniendo a su pueblo disperso. El planea
llevarnos de nuestra tierra de exilio. Nos reagrupará para formar un
pueblo unido. Y nos llevará de vuelta a la Tierra Prometida. El nos
restaurará, declarará nuevamente que somos su pueblo y nos renovará.
Nos limpiará de nuestro pecado y nos dará un nuevo comienzo. Nos
dará su Espíritu para que podamos obedecer. Nos reconstruirá.
Removerá nuestros corazones obstinados y los remplazará con
corazones que responderán a El. Dará nueva dirección a nuestras
vidas para que, en vez de rebelión, nuestra respuesta sea
obediencia sincera.
Sospecho que Dios está hastiado de
las llamadas calcomanías cristianas en los parachoques de los
automóviles. Cuando le anunciamos al mundo: “Sea paciente conmigo,
Dios aún no ha terminado de trabajar en mí”, lo que estamos
diciendo, en efecto, es: “Eh, no me culpe si no vivo como cristiano.
Dios tiene la culpa”. Cuando justificamos nuestra mala conducta con
el dicho: “No soy perfecto, ¡sólo perdonado!”, implicamos: “No
espere mucho de Dios ni de la fe cristiana, ¡ni de mí, por cierto!
Soy igual a usted, sólo que yo tengo entrada al cielo, y usted no”.
El cristianismo popular, que afirma que la vida santa es opcional,
debe desagradarle a Dios sobremanera. En realidad ha arruinado su
reputación.
Promesa
Dios tiene un problema: nosotros.
Hemos frustrado su plan: que por medio de nosotros, el mundo supiera
que El es Dios. Sin embargo, El no ha abandonado su propósito.
Merecemos que nos rechace como algo inservible, pero en vez de hacer
eso, El promete “reciclarnos”.
Muy a menudo pensamos que el
Antiguo Testamento es un libro de leyes. Y lo es. Pero, ¿quién puede
pasar por alto la gracia en el pasaje que estamos estudiando? Aunque
sólo merecemos ser castigados, por representar tan mal a Dios, El
promete darnos una segunda oportunidad.
…vosotros seréis mi pueblo, y yo
seré vuestro Dios. Yo os guardaré de todas vuestras impurezas...Os
acordaréis de vuestra mala conducta y de vuestras obras que no
fueron buenas, y os avergonzaréis de vosotros mismos por vuestras
iniquidades y por vuestras abominaciones. No lo hago por vosotros,
dice Jehová, el Señor, sabedlo bien. ¡Avergonzaos...por vuestras
iniquidades, casa de Israel! (Ezequiel 36:28-29, 31-32).
Aunque debiéramos ser personas
rechazadas —indignos representantes de Dios— El promete
restaurarnos para El. Promete darnos la relación más íntima con El:
“Vosotros seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios” (36:28). Dios
quiere librarnos de nuestros pecados. El restaurará nuestros
recursos debilitados. Reconstruirá nuestras vidas quebrantadas y
quitará nuestro oprobio.
¡Qué Dios! ¡Qué gracia! ¡Qué amor!
¡Qué vergonzoso!
Cuando nos vemos desde la
perspectiva de Dios, dejamos de sentir lástima de nosotros mismos.
Dejamos de preguntarnos: ¿Por qué yo? Cuando recordamos cómo le
hemos fallado a Dios, revaluamos nuestras vidas. Sintiendo
vergüenza, nos arrepentimos y volvemos al Dios que nos da, no lo que
merecemos, sino lo que necesitamos.
Conclusión
Tal vez usted haya escuchado la
historia del sargento airado que golpeó a un soldado raso en la cara
sin razón alguna. En respuesta al maltrato inmerecido, el soldado
prometió: “Sargento, haré que se arrepienta de lo que ha hecho,
aunque sea lo último que yo haga”.
Más tarde, en el calor de la
batalla, el soldado injustamente maltratado salvó la vida del
oficial. El desconcertado sargento le extendió la mano en señal de
amistad y le preguntó: “¿Por qué arriesgó su vida para salvar la
mía, después del trato que le di?” El soldado, dándole la mano,
respondió: “Sargento, le dije que haría que se arrepintiera por
ello, aunque fuera lo último que hiciera”.
¡Qué muestra de perdón! ¡Qué
muestra de la semejanza a Cristo! ¡Qué muestra de conducta
cristiana!
Sí, Dios tiene un problema. Pero,
no es el mal carácter. No es la injusticia. Nosotros somos el
problema. Debe alegramos que Dios tenía un plan para dar a conocer
al mundo la verdad acerca de El, ¡a pesar de nosotros! Regocijémonos
porque El tuvo un propósito al restaurarnos, para que aún
pudiéramos ser sus instrumentos a fin de darlo a conocer. Celebremos
que El prometió damos lo que necesitamos, ¡no lo que merecemos!
Si realmente entendemos estas
verdades durante la Semana Santa, veremos la cruz desde una
perspectiva completamente diferente. Fue el último esfuerzo de Dios
para que nos arrepintiéramos de haber profanado su santo nombre,
aunque fuera lo último que El hiciera.
¿Y qué de la resurrección? ¡Fue la
vindicación de la santidad de Dios! Jesús tenía la razón, sus
acusadores estaban equivocados.
Por lo tanto, ahora a nosotros nos
toca actuar: a usted y a mí. Si hemos sido culpables de arruinar la
reputación de Dios, ¿qué debemos hacer? ¿Nos acercaremos a El y
aceptaremos su perdón y limpieza? O, ¿continuaremos humillándolo y
rechazando su santo amor? Sus brazos aún están abiertos para
recibirnos y darnos un nuevo comienzo. Sólo es el comienzo, pero es
el requisito para seguir el camino de santidad.
Un himno de Carlos
Wesley provee una conclusión apropiada:
¿Cómo puede ser que el
Salvador
Por mí su sangre
derramó?
¿Murió El por mí, quien
causó su dolor?
¿Por mí, quien su
muerte buscó?
¡Oh, qué amor! ¿Cómo
puede ser
Que Tú, mi Dios, murieras por mí?
¡Es un misterio! ¡El
Inmortal murió!
¿Quién puede entender
su divino plan?
¡En vano el ángel
quiere entender
El profundo amor del
Creador
¡Al Dios de amor,
adorad!
¡Oh, ángeles, cesad de inquirir!
¡Del Padre, el trono El
dejó!
¡Su gracia infinita es!
Dejó El todo, excepto
su amor,
Su sangre por nos
derramó.
Misericordia tan
inmensa
El demostró al encontrarme a mí.
Mi espíritu cautivo
fue,
Esclavizado al pecado,
en oscuridad.
Tu mirada irradióme
luz,
Y desperté y vi tu
resplandor
Mi corazón libre quedó,
Me levanté y te seguí.
No temo más la
condenación.
¡Jesús y, en El, todo
mío es!
Ahora vivo en mi Señor,
Vestido en justicia de
mi gran Dios.
Ya sin temor al trono
voy,
Por Cristo corona me
dará Dios.
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